camino

APRENDER A VIVIR CON LA INCERTIDUMBRE

 

El duelo encierra muchas cosas, entre ellas la incertidumbre. Las grandes pérdidas como la muerte de un hijo nos dejan sin asideros, sin certezas, como ciegos obligados a recorrer a tientas un camino desconocido. Podemos resistirnos o dejarnos llevar por el río de la vida. Para algunas personas, como yo, acostumbradas a controlar, a llevar las riendas, a alcanzar objetivos y perseguir resultados la segunda opción, la de aprender a fluir, es dificilísima. Vivir en el vacío nos produce vértigo, no estamos acostumbrados a la incertidumbre, en realidad nos hemos especializado en esquivarla. Aprender a convivir con ella es uno de nuestros grandes retos. Y es que el vacío y la incertidumbre encierran grandes potenciales. De ellos nace y se desarrolla la confianza. La confianza en nuestras posibilidades, en el Universo. Es la paz interior de los que no esperan ni persiguen nada. La aceptación de uno mismo, de las cosas y las personas tal como son.

Todos los grandes cambios, los que reconfortan el alma, son hijos de la incertidumbre. Cuando por fin la abrazamos, cuando somos plenamente conscientes de que en realidad nada está en nuestras manos, nos liberamos de una angustia vital profunda y es más fácil disfrutar del momento, lo único que de verdad tenemos.

CÓMO CONOCER NUESTROS PROPIOS MIEDOS

 

Cada uno guarda en lo más hondo sus propios miedos, a veces están tan escondidos que ni sabemos que los tenemos. Algunos nos acompañan desde pequeños, tal vez incluso desde antes de nacer. Otros los hemos ido adquiriendo y heredando durante el transcurso de los años. Sea como sea, lo cierto es que suponen una carga incompatible con la travesía que hemos de recorrer durante el duelo. Hay que aligerar peso, para mantenernos a flote. ¿Pero cómo trascender nuestros miedos? A mi me ha ayudado, en primer lugar, nombrarlos, conocerlos. Generalmente mis miedos guardan relación con lo que más me molesta de los demás. Los defectos insufribles que vemos tan claro en los otros, sobre todo en las personas cercanas, señalan algún temor nuestro escondido.

Una tarde de mis primeros años de duelo, tumbada en el sofá, tuve uno de esos momentos de lucidez que acompañan a la oscuridad de los pesares: me imaginé que la tolerancia era el fruto de la intolerancia, la flexibilidad el de la inflexibilidad, la generosidad el del egoísmo, la paciencia el de la impaciencia… A ser flexible se llega empezando por las raíces del árbol de la inflexibilidad, lo vi claro. La idea me gustó y me ha servido de mucho. Ya no me disgusta tanto, por ejemplo, reconocerme a veces intolerante, porque sé que he de pasar por ahí, que justo ese es el camino que va a parar a la tolerancia. Porque sé eso, soy más tolerante con mi intolerancia y con la de los demás.

Luego he ido descubriendo otro tipo de miedos: el temor a no ser valorada, a no ser aceptada ni querida, a sufrir, a no dar la talla… La lista es larga, hay algunos muy genéricos y otros muy, muy personales. Poco a poco los he ido reuniendo y de algunos incluso he podido despedirme, después de darles las gracias. ¿Por qué como hubiese aprendido a quererme y a valorarme, sin la fuerza del miedo a no ser querida ni valorada? ¿Qué haría sin el miedo a sufrir que me impulsa a aceptar la vida? El miedo es un motor de cambio. Cuando ya ha cumplido su función, hay que dejarlo ir, al menos durante largas temporadas. No hay que tener miedo al miedo, siempre es más grande y fiero el león cuando nos lo imaginamos. Si vemos la vida como un aprendizaje, es lógico que nos asuste enfrentarnos a una materia desconocida, pero simplemente es eso, el inicio de un nuevo curso que nos permitirá adquirir más conocimiento.

LA BONDAD DE LA PACIENCIA

 

He tardado mucho en apreciar el inmenso valor de la paciencia. Tal vez porque nací acelerada –mi madre decía que salí de su vientre con la rapidez y la furia de un tapón de cava-. Aterricé en este mundo con prisas, como si llegara tarde. Y esa sensación de ansiedad me ha acompañado buena parte de mi vida.

La paciencia es la madre de la ciencia, decía mi madre cuando yo era pequeña y yo la miraba sin entender nada, como si me hablara en chino. A medida que iba creciendo podía entender la importancia de otras virtudes, ¿pero la de ser paciente? A esa no le encontré sentido hasta que llegó el parón seco de la muerte de Ignasi.

La impaciencia es compañera del orgullo, de la intranquilidad, del desasosiego, del vivir esperando algo que nunca llega. La paciencia en cambio es pausada, bondadosa, nos fortalece, nos invita a disfrutar de las pequeñas cosas, de las que tenemos hoy, sin perseguir las que quizá lleguen mañana.

La paciencia con uno mismo es un regalo. Si estamos mal y la invocamos, al cabo de nada estamos mejor. De su mano es más fácil recorrer la oscuridad, es una buena guía, conoce el camino, apuntala cada uno de nuestros pasos, tiene tiempo para abrazos, para reconfortar nuestro llanto… la paciencia nos muestra nuestro lado más humano, más bonito, más resplandeciente. Ya no digamos con los demás: ¡obra milagros! Permite que las personas que queremos florezcan, sin el agobio de nuestros reclamos. Convierte los errores, los suyos y los nuestros, en oportunidades de cambio, porque solo equivocándonos mucho avanzamos.

La paciencia nos muestra el camino porque cualquier movimiento del alma es lento.

CÓMO CARGAR LAS PILAS

 

Durante los primeros tiempos del duelo hay días que uno no puede con su alma, pero incluso en esos días más negros hay chispitas de luz. Cuando se producen hay que aprovechar el momento para que esa luz se engrandezca. Una de las maneras para calmar la ansiedad y expandir el amor que yo utilizo es la siguiente: busco un lugar en mi casa donde pueda estar sola, sin interrupciones, cierro los ojos y en la pantalla de mi mente y en mi corazón hago que desfilen todas las personas que quiero. Les doy las gracias por todo el amor que me han dado, no importa que ya no estén aquí y si lo están que haga “mil años” que no las veo; hay almas que han estado poco junto a nosotros, eso da igual, el amor que hemos dado y recibido perdura, es eterno. Me imagino el inmenso cariño que me tienen y les envío el mío, junto a todos mis mejores deseos de felicidad para ellos. Luego intento hacer lo mismo con las personas con las que me cuesta conectar, pero que forman parte de mi vida. Las personas difíciles para nosotros son nuestros verdaderos maestros, ellas reflejan nuestro lado oscuro, lo que no queremos ver de nosotros mismos. Les doy las gracias por enseñarme mis debilidades, que son precisamente los defectos que yo veo en ellos, les agradezco que me muestren el camino de lo que escondo, de lo que no reconozco en mí. Los que más nos cuestan son los que más nos ayudan a avanzar, a conocernos y aceptarnos mejor. Porque en realidad todos somos uno y en el corazón de las personas que menos nos gustan se esconde también la semilla de amor que nos une a todos. Eso me ayuda a cargar las pilas, a conectar con el cariño que no juzga, que lo acepta todo, porque cualquier defecto imaginable es humano y perdonar nos libera. No se trata de encontrar bien lo que está mal, si no de aceptar que todos nos equivocamos y que cada uno hace lo mejor que sabe con su vida.

EL AMOR QUE DAMOS A LA VIDA ELLOS LO RECIBEN

 

Cuando muere un hijo, todo pierde sentido. De repente, nuestra cotidianidad se rompe y el futuro que nos habíamos imaginado se desvanece y no sabemos qué hacer con tanta añoranza, con tanta tristeza, con tanto dolor y ¡con toda una vida por delante! Eso es así al principio y ese principio puede ser más o menos largo, porque para cada uno el viaje del duelo es distinto. Lo esperanzador es que ese tramo del camino tan difícil es posible dejarlo atrás, aunque nos cueste años recorrerlo. Lo importante es la voluntad de seguir adelante, sin regatear esfuerzos. A medida que somos capaces de sentir amor, el paisaje va variando y la vida, con intermitencias, va recobrando sentido.

A mi me ha ayudado descubrir que Ignasi, aunque no esté aquí, sigue formando parte de mi proyecto de vida, de mis ilusiones, de mis deseos, de mis logros… Sigue formando parte de mí como antes, de otra forma, pero con la misma intensidad. Cuando nacieron mis hijos nació en mí un anhelo grande de ser mejor persona para poder ser una buena madre. Ese fue el pan que trajeron mis hijos bajo el brazo y eso ha quedado gravado en mi ADN, ahora que sé que la maternidad perdura aunque nuestros hijos mueran. El amor que damos a la vida ellos lo reciben. Todo lo que hacemos con amor da alegría y la alegría nos acerca a ellos. Lo veo en los ojos de mi hijo Jaume y lo noto en la energía que me transmite Ignasi.

CÓMO CUIDAR A NUESTROS HIJOS MUERTOS

 

Así como a algunas personas les cuesta nacer, a otras, una vez muertas, les cuesta irse de este mundo. La noche en que desconectaron a mi hijo los médicos no me permitieron estar presente. Se lo supliqué varias veces pero imagino que, como inmediatamente entraba en un programa de donación de órganos, era imposible que nadie que no fuera del equipo médico estuviera presente. Entonces le dije a la doctora que habló conmigo que tendría que ser ella la que le dijera a Ignasi que siguiera la luz, que contaba con el cariño de los suyos para irse tranquilo.

Tanto Lluís como yo hubiésemos dado nuestra vida por la suya, pero como eso no es posible, al menos intentamos suavizarle el camino. Por suerte yo había leído los libros de Elisabeth Kübler-Ross y sabía que no es lo mismo marchar con el consentimiento de las personas que quieres que sin él. Tiempo después se lo conté a un amigo y me dijo que él nunca podría hacer eso; que no podría darle permiso a su hijo para que se fuera.

“Ponte en el lugar de la persona que se tiene que marchar–le dije–. ¿Verdad que si una noche quedas para ir a cenar con tus amigos te irás más tranquilo si tu mujer acepta con agrado que salgas y te diviertas? Pues eso, salvando las distancias, es algo parecido.

Cuando no tienes más remedio que dejar este mundo, tu energía se eleva con más facilidad si no te retienen tus seres queridos.

Con eso no digo que haya que reprimir el llanto o la pena. Durante la larga travesía del duelo hay que aceptar y dejar fluír todas las emociones y llorar alivia mucho, pero para no preocupar a Ignasi yo le decía que estuviera tranquilo, que lloraba por mí no por él, y que ya aprendería a vivir sin su presencia física. Siempre que tenía un mal momento le recordaba que era cosa mía, que él siguiera con lo suyo, que el aprendizaje del desapego me tocaba a mí, que él estuviera atento a las instrucciones de los seres de luz que me imagino hay al otro lado, los maestros que cuidan de su evolución.

Si mi hijo estuviera aquí yo intentaría que fuese feliz, me equivocaría en muchas cosas, como a veces me pasa con Jaume, pero mi intención estaría puesta en su felicidad. Yo no sé mucho de la vida después de la muerte pero lo suficiente para entender que los lazos de amor no se rompen y que cuanto mejor estoy yo, mejor están los míos, porque ellos son más felices si me ven feliz.

TODA MUERTE DE UN SER QUERIDO DEJA UN VACÍO

 

Hace tres días que mi madrina, muy querida por mí, ha muerto después de una larga enfermedad, que le ha causado sufrimiento y la ha tenido hospitalizada durante largos periodos de tiempo.

Su muerte, después de tanto sufrir, es para ella una liberación y también lo es para las personas que la queríamos. Sus hijos y su sobrina la han acompañado a diario y amorosamente durante la larga travesía de su enfermedad y seguro que están agotados, tristes y también en paz por todo lo que han hecho por ella. Su muerte no es desgarradora como la muerte de un hijo, pero como todas las muertes sentidas deja un enorme vacío. Para mí mi madrina ha sido un referente. Ha estado presente em mi vida en momentos cruciales; cuando ella todavía era una estudiante de enfermería asistió en casa a mi madre el día en que nací ­­-fue la primera persona que me cogió en brazos-; durante mi adolescencia me sentí reconfortada por ella y la noche en que desconectaron a mi hijo Ignasi, en el hospital de Bellvitge, estuvo conmigo, aguantando mi dolor.

Ahora, tras su muerte, como sucede siempre que atravesamos un duelo, nos toca a los que nos quedamos aprender a llenar ese vacío, a relacionarnos con el ser que se ha ido de manera distinta, pero igualmente amorosa. Para eso es preciso que, poco a poco, lo empecemos a sentir en nuestro corazón. Eso no sucede porque sí, requiere siempre una transformación que nace de un trabajo interior. Nada es igual que antes cuando muere un ser querido. El camino que llevamos hecho con otros duelos nos sirve, en parte, si hemos podido transmutar las ausencias en amor, con ese amor en mayúsculas, el que nos permite amarnos un poco más a nosotros y a la vida… Pero el camino del nuevo duelo lo hemos de recorrer también en solitario, es distinto a los anteriores y por tanto desconocido. A medida que dejamos fluir las emociones que afloran y descubrimos en nosotros dependencias y antiguos dolores ocultos, sin rechazarlos ni esconderlos, el duelo se transforma en otra gran oportunidad de amar la vida.

CUANDO LA REALIDAD SE ROMPE

Cuando los médicos nos comunican que nuestro hijo no va a vivir, lo que nosotros entendemos como nuestra realidad, se rompe. Nuestra concepción del mundo se derrumba. De pronto, nuestros conceptos; nuestra forma de pensar, de mirar, de sentir entran en lo que podríamos llamar otra dimensión. El tiempo se paraliza y vivimos en lo que se podría considerar la dimensión del dolor. Cualquier cosa, por grande, pequeña, abstracta o concreta que sea adquiere un matiz distinto, desconocido. El invierno, el verano, el otoño, la primavera, el sueño, la seguridad, el hambre, el calor, el frío, los árboles, el dinero, el mar, el trabajo, la gente… todo, absolutamente todo, deja de ser aquello que conocíamos.
En esa dimensión nos movemos como a ciegas. Nada es previsible, porque nunca antes hemos vivido algo así. Cualquier cosa, aunque sea algo tan simple como mirar el cielo, nos puede desencadenar un torrente de emociones incontrolables. Las punzadas de dolor llegan sin previo aviso. Y nos sentimos muy desamparados.
La dimensión del dolor, donde nos encontramos, está llena de miedo, culpa, tristeza remordimiento, confusión, rabia, incomprensión… Es asi. A ratos nos envuelve una de estas emociones, en otras ocasiones se mezclan, se funden hasta que una de ellas adquiere más intensidad y sobresale. Y esos sentimientos pueden variar en cuestión de horas, de minutos. Esto es el duelo: un túnel oscuro lleno de fantasmas.
Cuando nuestros hijos pequeños o adolescentes nos ven así, perdidos, todavía se asustan más. Están acostumbrados a que los adultos tengamos solución para todo y nos miran angustiados esperando una respuesta, algo donde agarrarse y mantenerse a flote. Nada sirve excepto el cariño que les podamos transmitir. En esos momentos, más que nunca, nos hemos de guiar por el amor. En el sentido más amplio y universal de la palabra. Hay que hacer un esfuerzo inmenso para escapar del pasado, del apego a nuestra vida de antes, y limitarnos a vivir cada instante como si fuéramos bebés. Intentando buscar en cada persona, en cada cosa o situación un resquicio de luz, de esperanza, de solidaridad. Luchar para ver el lado positivo. Igual que los escaladores ponen los cinco sentidos en cada paso, en cada metro de escención, así hemos de agarrarnos al lado bueno de la vida, dispuestos a cambiar a cada instante. Este es el objetivo. La salida. El camino es duro, porque nos encontramos inmersos en una locura de emociones. Tristes, muy tristes y con el corazón roto. Pero ¿de qué sirve quedarse en el sufrimiento? De nada. Sólo nos hunde más en la depresión. Lo mejor que podemos hacer con la vida que nos queda es vivirla, disfrutarla. Procurar estar bien es un acto de amor a nuestros hijos, a nosotros mismos y a todos los que nos quieren. Y ya se sabe que los pequeños aprenden con el ejemplo.

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