COMUNICACIÓN CON NUESTROS SERES QUERIDOS
Con este artículo de María Eugenia del blog: http://comunicacionentredosmundos.blogspot.com/
esta casa inicia una sección: “Ilustres Invitados”, donde se publicarán reflexiones de diversos autores que puedan aportar destellos de luz a nuestras vidas. Desde hace más de diecisiete años, María Eugenia, que tiene el don de la videncia, trabaja canalizando energía.
¿Es posible comunicamos con nuestros seres queridos ya fallecidos? La respuesta es un sí rotundo. Nuestros seres queridos que ya han fallecido, mandan mensajes y señales que si tenemos una actitud abierta podremos ser capaces de percibir con más o menos claridad.
Comprendo que a veces resulta complicado creer en ello y cuando sentimos que sus presencias están junto a nosotros, la mente es la primera en lanzar una señal gigantesca de alerta, ¿qué pasa aquí, estoy loca? ¿es tal mi deseo de sentirles que lo imagino? Y como éstas, surgen miles de preguntas que nos bombardean y preocupan. Indudablemente, es básico y fundamental ser realistas y tener los pies bien aferrados al suelo.
He pensado que estaría bien hablar sobre dos de las maneras más comunes, que no únicas, en que se manifiestan nuestros seres queridos tras su fallecimiento, como son los aromas y los sueños.
A lo largo de mi vida, he vivido y escuchado muchas historias en las que los seres que se han ido, han establecido contacto con sus familiares, amigos o allegados. Los motivos de estas comunicaciones son varios, despedirse, saludar, avisar e informar sobre un tema, dar información…
Podemos notar su presencia al oler su perfume, el aroma que les identificaba. Normalmente el olor aparece brevemente apenas dura unos segundos, lo suficiente como para reconocerlo y asociarlo a la persona que se ha ido. Sigue leyendo
AMARNOS SIN CONDICIONES
Durante los primeros tiempos de duelo, cuando el dolor es desgarrador, intentamos proteger a los nuestros sacando fuerzas de flaqueza para que nuestras parejas e hijos perciban una imagen de ‘normalidad’. Como queriendo decir al mundo: “tranquilos, estoy aquí, no me hundo, confiandad en mi”. Eso puede servir, siempre y cuando nos permitamos a ratitos desmontarnos sin juzgarnos. Qué quiero decir: es habitual cuando hablamos con el corazón, sin representar ningún papel, reconocer que la mayor parte del tiempo nos sentimos perdidos, tristes y desesperados, sin saber por dónde tirar, ni qué hacer para salir adelante… No pasa nada por sentirse así, es lo habitual después de un golpe tan duro. Pero si encima de haber perdido el norte y la vida que teníamos nos recriminamos por sentir lo que sentimos no nos estamos haciendo ningún favor ni a nosotros ni a los nuestros. Durante el duelo ayuda muchísimo ser amoroso y comprensivo con uno mismo y dejar de mirar con lupa las emociones que sentimos, por muy negativas que sean. No somos un juez que determina lo que está bien y mal y emite sentencia. Si tenemos rabia, pues tenemos rabia, si estamos tristes, pues estamos tristes, si no sabemos por dónde tirar, pues no sabemos por donde tirar. Sigue leyendo
HABLAR Y ESCUCHAR CON EL CORAZÓN
Suele decirse que las crisis muy profundas, como el duelo por la muerte de un ser muy querido, pueden ser una gran oportunidad de crecimiento espiritual, de conexión con nuestro yo más profundo, con la Fuente que emana amor, confianza, serenidad…
Sí, ¿pero cómo se llega a transformar el dolor, la angustia y la incertidumbre en sabiduría?¿Cuál es el camino? Hay muchos puentes que nos permiten cruzar a la otra orilla. Uno de ellos es aprender a hablar y a escuchar con el corazón. Cuando hablamos de lo que sentimos sin miedo a lo que los demás piensen de nosotros, sin ideas preconcebidas, ni ansias de agradar o convencer establecemos una comunicación amorosa que llega al corazón de los demás.
A mi me gusta imaginar cuando hablo con alguien que de mi corazón surge una luz que enciende el corazón del otro y se establece así, unidos por ese rayo luminoso, un diálogo de alma a alma que me da paz. Intento sentir lo que digo y frenar mi mente impaciente, que siempre va más deprisa que mis palabras como si no tuviera tiempo de conversar.
Pero para llegar a la otra orilla no solo hay que hablar, también es necesario escuchar con el corazón. ¡Qué difícil es eso! Requiere muchapaciencia y humildad; no interrumpir ni acabar las frases del otro, deshacernos del apego al tiempo y ofrecérselo con atención, escucharlo de verdad, con los cinco sentidos, sin suposiciones ni prejuicios, estando presentes en cuerpo y alma, en vez de tener la mente en mil otros sitios a la vez.
Solo así, hablando y escuchando como si meditáramos, viviendo realmente el momento y con el corazón abierto surge el crecimiento, aprendemos del ser que tenemos delante, avanzamos un pasito más, nos sentimos más unidos a la vida y creamos armonía a nuestro alrededor.
PARA ANA Y SU MADRE
Hola Ana,
Es normal que tu madre esté mal, no te asustes. Yo estuve en estado vegetativo unos tres meses, cada cual necesita el tiempo que necesita. Llegué a pensar que me volvería loca, también eso es normal.
Vais a tener dos vidas: la de antes y la que empieza ahora. De momento el dolor lo impregna todo, pero hay chispitas de amor, destellos de luz que hay que ir haciendo grandes por pequeños que sean. Lo que quiero decir es que es horrible acostarse y es horrible levantarse pero, entre medio, algunos días, es posible sentir el amor en estado puro, aunque este sentimiento dure segundos. De ese día hay que quedarse solo con esos segundos, pensar constantemente en esos segundos y no ir dando vueltas a los pensamientos terroríficos que nos acechan.
Hay que vivir el dolor, sin esconderlo –tú tampoco escondas el tuyo, cielo-, con el convencimiento puesto en querer estar bien. Claro que tu madre en algunos momentos querría cerrar los ojos y desconectar para siempre, pero, a mi entender, esta no es la solución. Primero por ella, después porque ahora tiene la oportunidad de enseñarte a ti que después de un golpe durísimo es posible levantarse y luego porque tu hermano, su hijo, necesita que ella aprenda a vivir de nuevo para sentirse plenamente feliz allá dónde está. La energía no se crea ni se destruye y la muerte es solo un paso más. El cuerpo muere, sí, pero no la energía, el alma o como queramos llamarle. Él os está enviando fuerza, os sigue queriendo igual, pero no puede volver, eso no se lo pidáis. Es imposible. Os tendréis que acostumbrar a vivir sin su presencia física. Cuanto más amor consigáis sentir, más cerca de él estaréis.
Recuerdo que cuando yo lloraba desconsoladamente le decía a Ignasi, mi hijo, “cariño tú no te entristezcas, no lloro por ti, lloro por mi, porque todavía no sé vivir sin verte ni abrazarte, porque tengo miedo, porque no sé como salir adelante, pero tú no te preocupes que aprenderé. Cueste lo que cueste aprenderé”. Porque por nada del mundo quiero que mi hijo se sienta mal por mi. Él vivió aquí lo que tenía que vivir, nadie vive un minuto más o un minuto menos de lo que está pactado, nada ni nadie nos ha quitado nada. La vida es así. Eso es lo que yo creo, que tenemos un tiempo programado para aprender, lo que venimos a aprender y que cuando ya lo hemos aprendido nos vamos.
Ana, yo sé que ahora tú estás pendiente de tu madre, día y noche, incluso cuando no estás con ella. Pero también tienes que darte permiso para derrumbarte, por eso te será de gran ayuda acudir a terapia, sea la que sea. Has perdido a un hermano de forma repentina, cuando en apariencia no tocaba, y ves a tus padres derrumbados como nunca antes los habías visto. Eso es mucho. Todos en casa vais a tener que trabajar, los grupos de duelo son un gran consuelo para muchas personas, ir a terapia también puede serlo, aprender yoga para calmar la mente seguro que os hace bien… Poco a poco iréis viendo lo que más os reconforta. Sin prisas, pero sin pausas, a vuestro ritmo, iréis encontrando el camino de la calma, la alegría y la felicidad. No os voy a engañar, vosotras ya os podéis imaginar que el recorrido es largo, pero al final del túnel vais a renacer y tenéis la posibilidad de vivir de forma más auténtica y amorosa a partir de ahora.
Por favor, escribirme siempre que queráis. Ahora sé que estáis perdidas, pero no estáis solas.
Un abrazo grande y muy, muy cariñoso para las dos
SE ACERCA LA NAVIDAD…
Estamos ya en Diciembre. La luz vuelve a ser tenue y el sol, tímido, lo envuelve todo de sombras alargadas. Han transcurrido 12 diciembres desde que se fue Ignasi. Para mi no es un mes como cualquier otro. Aunque la nostalgia y el dolor me han invadido en muchas otras épocas del año es, sin duda, durante los meses de diciembre cuando mi alma hace balance. Se abren las compuertas de las emociones y resurgen, uno a uno, los fantasmas escondidos y, entre medio, el valor y los tesoros que guardo ocultos. Durante muchos de estos 12 diciembres el miedo ha sido el más fuerte, el que me ha cogido de la mano para llevarme directamente al infierno. Yo, encogida, he ido visitando sus rincones y me he dado cuenta, a medida que lo he ido recorriendo año tras año, que la ausencia física de Ignasi es la que me ha dado la oportunidad de reconocer mis temores. Esos que ya estaban mucho antes de que él muriera, esos que son míos, que van mucho más allá de su partida.
Es en diciembre también cuando el alma, más visible ahora, me sienta con dulzuraen sus rodillas y me habla despacito de mis tesoros, de todas las cosas buenas que hay en la vida, del amor que doy y que recibo, del largo camino recorrido, de la fuerza inagotable que todos llevamos dentro. El alma, como una buena madre, no se cansa de decirme que ella estará siempre a mi lado, que viva confiada, que la vida no acaba con la muerte, que en realidad lo que llamamos vida no es más que un sueño. Mientras me acaricia el pelo, me recuerda de lo que soy capaz cuando me permito sentir el amor y la alegría. Me pide que recuerde lo bien que nos sentimos cuando las dos, en casa, con complicidad y alevosía, vamos llenando de flores los jarrones, mientras en la cocina hierven caldos que reconfortan del frío a mi familia y amigos.
“No te separes de mi, niña –me dice- que es diciembre”. No te separes de tu alma tú, lectora, que viene Navidad , que puede que se abran tus compuertas y necesites toda la ayuda de tus ángeles para atravesar la tempestad. Tal vez te preguntes: ¿Acuden de verdad los ángeles? A mi me parece que ellos siempre están, pero yo los percibo con mayor claridad si paseo por el campo o el mar, si no me esfuerzo en aparentar, si me escucho y hago realmente lo que quiero. Si digo lo que pienso, si me perdono y pido perdón cuando mis palabras hieren, si deseo, a pesar de todo, crear dentro de mi armonía y paz. Cuando no lo consigo, sigo sintiendo que ellos están, siguiéndome de cerca, justo detrás de mí, con los brazos abiertos, como lo estaba mi madre cuando yo empezaba a andar.
EL DOLOR ES UN BUEN MAESTRO
El primer año de duelo es crucial, interiormente decidimos si estamos dispuestos a seguir adelante o no. Es un año durísimo, me recuerdo a mi misma fuera de este mundo, ocupadísima en reconstruir mi alma y en reconfortar, en lo posible, la de Lluís y Jaume.Al final del segundo año volví a poner los pies en la tierra y me encontré de sopetón con los conflictos cotidianos que había dejado aparcados durante mi “ausencia”. Al dolor del duelo se sumó entonces todo lo que había dejado pendiente; mis conflictos antiguos relacionados con la vanidad, el orgullo, la soberbia… ¡Qué difícil avanzar con todo eso mientras recorremos un trayecto tan complicado como es el del duelo !No tuve más remedio que dedicar esfuerzos a indagar en mi interior, a reciclar relaciones, a deshacer apegos, a modificar pautas mentales que ya no me servían para encarar mi nueva vida. Y todavía estoy en eso. Pienso que el camino sanador del duelo consiste en revisar y deshacernos de lo que se aleja del amor, en el sentido más amplio. Ese trabajo dura siempre, porque somos humanos y estamos aquí para aprender.
Desde entonces, veo todo lo que me sucede y, sobre todo lo que más me cuesta, como una oportunidad. Cada encuentro o reencuentro, cada percance o problema, cada ilusión encierran ahora un mensaje para mi alma. Nada ocurre por qué si, todo tiene un sentido y guarda relación con mi estancia aquí. Las alegrías y los conflictos pertenecen por igual a mi mapa de ruta. Su función es la misma, elevar mi vibración de amor. Soy la responsable de mi vida. En todo momento yo decido qué hacer con lo que me sucede. Eso me ha hecho tomar conciencia de lo reconfortante que es la libertad. ¡De la inmensa capacidad del ser humano de crear! Nací con unas características, es bien cierto, pero la mayoría puedo modificarlas y del resto puedo sacar el mejor provecho. Esta forma agradable de transitar por la existencia se la debo a Ignasi. El dolor, si no nos aferramos a él, es un buen maestro.
DEJAR DE VIVIR DE LAS APARIENCIAS
A mi me parece que todos, para aprender a vivir en paz, debemos despojarnos de las mil capas de apariencias que llevamos. Nos creemos que tenemos que ser lo que nos hemos figurado, lo que nos imaginamos que los demás esperan de nosotros. Hacer ver que estamos bien, mostrarnos perfectos, fuertes, generosos, exitosos, responsables, bondadosos, cariñosos… ¡eso conlleva tanto peso! Hay lo que hay y somos lo que somos, nuestro valor reside en eso.
El duelo nos permite volver a empezar de cero, desnudos, auténticos. Es una oportunidad única de dejar de ser gigantes con pies de barro.
En las situaciones límite, las apariencias no sirven para nada. Más vale un gramo de bondad pura, que montañas de bondad virtuales.
TODA MUERTE DE UN SER QUERIDO DEJA UN VACÍO
Hace tres días que mi madrina, muy querida por mí, ha muerto después de una larga enfermedad, que le ha causado sufrimiento y la ha tenido hospitalizada durante largos periodos de tiempo.
Su muerte, después de tanto sufrir, es para ella una liberación y también lo es para las personas que la queríamos. Sus hijos y su sobrina la han acompañado a diario y amorosamente durante la larga travesía de su enfermedad y seguro que están agotados, tristes y también en paz por todo lo que han hecho por ella. Su muerte no es desgarradora como la muerte de un hijo, pero como todas las muertes sentidas deja un enorme vacío. Para mí mi madrina ha sido un referente. Ha estado presente em mi vida en momentos cruciales; cuando ella todavía era una estudiante de enfermería asistió en casa a mi madre el día en que nací -fue la primera persona que me cogió en brazos-; durante mi adolescencia me sentí reconfortada por ella y la noche en que desconectaron a mi hijo Ignasi, en el hospital de Bellvitge, estuvo conmigo, aguantando mi dolor.
Ahora, tras su muerte, como sucede siempre que atravesamos un duelo, nos toca a los que nos quedamos aprender a llenar ese vacío, a relacionarnos con el ser que se ha ido de manera distinta, pero igualmente amorosa. Para eso es preciso que, poco a poco, lo empecemos a sentir en nuestro corazón. Eso no sucede porque sí, requiere siempre una transformación que nace de un trabajo interior. Nada es igual que antes cuando muere un ser querido. El camino que llevamos hecho con otros duelos nos sirve, en parte, si hemos podido transmutar las ausencias en amor, con ese amor en mayúsculas, el que nos permite amarnos un poco más a nosotros y a la vida… Pero el camino del nuevo duelo lo hemos de recorrer también en solitario, es distinto a los anteriores y por tanto desconocido. A medida que dejamos fluir las emociones que afloran y descubrimos en nosotros dependencias y antiguos dolores ocultos, sin rechazarlos ni esconderlos, el duelo se transforma en otra gran oportunidad de amar la vida.
SIEMPRE ES POSIBLE ENCONTRAR SENTIDO A LOS QUE NOS PASA
Aunque parezca mentira es así. Aunque al principio de la muerte de un hijo todo se apaga y quedamos vacíos, muertos en vida, al final del duelo nos espera la luz, aunque ahora nos invada la más espesa de las oscuridades. Lo único que tenemos que hacer –y es mucho y difícil- es atrevesar la negrura agarrados de la mano del amor, como ciegos guiados por un perro lazarillo. ¿Y cómo conseguir eso, cuando reina la incertidumbre, el miedo y el dolor? Con nuestra actitud. La predisposición a ver el lado bueno de las cosas, por insignificante que sea, es vital. Eso no se consigue todos los días, pero conviene que se convierta en la brújula que marque nuestro rumbo.
Cuando yo estaba sola en casa, lloraba con ganas toda la amargura, luego me lavaba la cara y me iba con mi mejor sonrisa a animar a mi hijo Jaume cuando jugaba un partido de fútbol o preparaba el plato preferido de Lluís, mi marido o de camino al trabajo compraba una maceta de margaritas para mi amiga Carmen. La cuestión es vivir el dolor, pero no quedarse en él. A nuestros hijos muertos y a nosotros mismos nos debemos hacer algo bonito con todo ese sufrimiento. No importa qué, siempre que se haga con amor. Todos los que pasamos por una situación límite, como puede ser la muerte de un ser muy querido o cualquier otra situación difícil como una enfermedad realmente grave, sabemos que lo único importante es el amor; el que damos y el que recibimos, no hay otra moneda de cambio cuando la vida nos pone ante el abismo. Da igual la riqueza, la posición social, el éxito… todo eso no sirve para curar el alma. El alma sólo se cura si nos desprendemos de la culpa, de los celos, del rencor, del odio, de la frustración, de todo lo que pesa y oprime el corazón. Y eso requiere trabajar con uno mismo, mirar de cara a los propios fantasmas y llamarlos a cada uno por su nombre.Somos lo que somos, ni más ni menos.
Con el tiempo, es posible encontrar sentido incluso a la muerte de un hijo. Si no hubiese vivido ese dolor tan tremendo seguramente yo seguiría aferrada al orgullo, pasando por la vida de puntillas, muerta de miedo, intentando controlar lo incontrolable. Ahora sé que cualquier muerte sentida es una lección de humildad. Una oportunidad de desprenderse de las máscaras que nos impiden conectar con la verdadera alegría, la alegría que nace de dentro por el simple hecho de estar vivos, de compartir, de querer sin condiciones, de aceptar.
Cada uno tiene su camino de aprendizaje y no es posible escoger. No valen los atajos. Nuestra travesía es la que es, está hecha a medida. No podemos cambiar lo que nos sucede, pero sí podemos elegir cómo vivirlo. No vale echar las culpas a lo que pasó, a lo que nos hicieron. Lo que importa es qué hacemos nosotros con todo eso. En qué nos convertimos.
Cuando cierre los ojos por última vez a mi me gustaría recordar a cada una de las personas que he conocido con afecto, no me gustaría quedarme con muchos te quiero sin pronunciar, con un saco repleto de ganas de ayudar a los otros sin abrir, con otro cargado de agradecimientos sin apenas estrenar…
QUÉ HACER PARA AYUDAR A LOS OTROS HIJOS
A nuestros hijos se les ha muerto un hermano. Algo muy difícil de entender, independientemente de la edad que tengan. Además, se encuentran con unos padres deshechos como nunca los habían visto. Este es el punto de partida. ¿Qué puede ocurrir a partir de aquí?
Es posible que se encierren en el dolor, que quieran llenar el vacío ocupando el lugar del hermano muerto, que intenten protegernos, que adopten una actitud agresiva o victimista… o que todo eso suceda simultáneamente. ¿Qué podemos hacer?
Hablarles con franqueza
Por más que los padres queramos disimular nuestra desesperación, es imposible. Los hijos captan siempre nuestras emociones. No sirve de nada el disimulo. Al contrario, resulta contraproducente porque todavía les confunde más. Si hablamos con ellos y les explicamos cómo nos sentimos pueden entenderlo. Pero si intentamos hacer ver que no pasa nada, les condenamos a la soledad. Es el momento de compartir, de vencer el aislamiento.
Cuando se murió su hermano, mi hijo Jaime de 13 años sufría al verme llorar. Intentaba que no lo hiciera hasta que le dije: “si te hubieses muerto tú, seguro que no te extrañaría que yo estuviese triste y llorase”. A partir de ese momento lo aceptó. Porque de esa manera, implícitamente, le estaba dando “permiso” a él para que pudiese manifestar también su tristeza.
Después de llorar con ganas todas las personas experimentamos calma. Una especie de paréntesis de paz. Pues bien, hemos de llorar primero y centrarnos luego en esos paréntesis y aprovecharlos para abrirnos a los demás. Esto es importante. Así facilitamos que nuestros hijos expresen sus sentimientos. Nunca hay que reprimir su desolación.
Enseñarles el lado bueno
Cualquier situación, por desesperante que sea, encierra una lección de vida. Algo positivo que nos fortalece. No se puede modificar lo inevitable, pero sí aprender algo bueno de ello. Eso es lo que debemos enseñar a los hijos. El mensaje que les hemos de transmitir sería algo así: la vida tiene un final imprevisible, por eso hay que vivir cada día como si fuera el último. Disfrutar de lo agradable que nos ofrece, sin rehuir el dolor cuando llega. La armonía precisamente consiste en eso, en unir las dos caras de la moneda. Nada es del todo bueno ni del todo malo. Simplemente es. Forma parte de la unidad. La vida es un don, una oportunidad. No la malgastes. No te encalles en convencionalismos. Vé a la esencia. Perdónate siempre que te equivoques y ten el propósito diario de ser una persona feliz. No te acuestes nunca sin haber experimentado el amor. Si has pasado un día horrible, sonríete a ti mismo antes de dormir y ten la convicción de que mañana puede suceder algo extraordinario. Piensa siempre que te mereces lo mejor, que debes utilizar la riqueza, pero no te agarres a nada material porque no sirve. Todo es pasajero y cambiante menos el amor.
Facilitarles el conocimiento
Hemos de procurar dar a nuestros hijos la mejor educación, en el sentido más amplio de la palabra. No sólo se trata de que sepan matemáticas o ingles. No. La vida les ha puesto en una situación difícil y tienen que aprender a conocerse a sí mismos. Para eso deben contar con ayuda exterior. Con alguien que les guíe. Un psicólogo, un terapeuta que les facilite el acceso a su inconsciente. Que les ayude a conectar con sus emociones, con su lado más oscuro. Tienen que realizar un trabajo de limpieza, de restructuración. Es absolutamente necesario. Están capacitados para eso y para mucho más, tengan la edad que tengan.
Cuando un niño o un adolescente vive la muerte de un hermano se cuestiona la existencia ¿Qué es la muerte, qué ocurre después, dónde está mi hermano…?. Es natural, necesita entender. Y para eso es preciso recurrir al conocimiento. Los padres no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Nos toca aprender, crecer espiritualmente y ofrecerle respuestas. Hemos de acudir a las fuentes, a la gente que sabe, que trabaja con moribundos como la doctora Elisabeth Kübles-Ross -autora de varios libros- . Cuando estamos dispuestos aparece la persona que nos conviene escuchar. Y a medida que avanzamos surgen otras dispuestas a ayudarnos. Y así, paso a paso, crece nuestra confianza. Se abre, despacio, nuestra capacidad de entusiasmo. Nuestra energía vital. ¡La vida es tan interesante!
No idealizar al hijo muerto
El dolor inicial es tan paralizante y la añoranza del hijo muerto tan fuerte que corremos el riesgo de quedar suspendidos en el recuerdo. De vivir como ausentes. Esto es tremendamente peligroso. Nos distancia del mundo y, sobre todo, de los seres queridos que todavía están aquí. Es normal pasar por un tiempo de recogimiento, de luto. Pero sin perder de vista a nuestros otros hijos. Al que se ha ido con nuestro amor le basta. Pero los demás se apagan si no les demostramos constantemente nuestro cariño. Necesitan con urgencia que les abracemos, les miremos, les sonriamos. Se encuentran aquí y se merecen unos padres vivos, atentos, dispuestos a vibrar con ellos. De lo contrario en casa sólo reinará la soledad. Cada uno tirará por su lado y la familia se desintegrará. Hay que volver a crear hogar. Comprar flores, mantener un cierto orden, preparar de vez en cuando comidas especiales. Y viajar. En los viajes salen a la luz muchas cosas, hay muchos momentos de intimidad y se conocen otras realidades. Enriquecen el espíritu y se fabrican recuerdos. Representan algo nuevo a compartir. Todos sabemos que los viajes cierran y abren etapas. Y eso a los padres que se nos ha muerto un hijo nos conviene muchísimo.
Ser flexibles, pero rigurosos
Aunque no resulte tan evidente, los niños y los adolescentes también están perdidos durante este primer año. Navegan como nosotros en un mar de tempestades, a merced de las emociones. Casi con seguridad bajará su rendimiento en la escuela. Es lógico que les cueste concentrarse, que lo que antes les divertía ahora les traiga sin cuidado, que tengan reacciones extrañas…
Mi hijo Jaime volvió a la escuela a los 10 días después de la muerte de su hermano. Fue muy duro para él. Algunas veces se levantaba y nos decía que no podía ir. Entonces nos quedábamos juntos en casa, intentando darnos calor. Necesitaba reconfortarse.
Pero en otros momentos le convenía que le paráramos los pies. Me explicaré: intentamos que no adoptara una actitud victimista, del tipo: “como ha muerto mi hermano a mí me da igual todo” Un día le expliqué que lo que nos sucedía a nosotros ha pasado siempre. “En nuestra ciudad -le recordé- ahora mismo en las salas de espera de las UVI hay familias que están llorando la muerte inevitable de un ser querido. Y muchos de ellos se quedarán hoy sin hermano, sin hijo, sin padre… No eres ni serás el único en vivir un dolor así”. Se lo dije para que reaccionara y funcionó.
¿Pero cómo saber hasta donde hay que tirar de la cuerda sin que se rompa? Hay que guiarse por la intuición y el sentido común y equivocarse muchas veces. Por ejemplo, que nuestros hijos estén viviendo una situación difícil no quiere decir que tengan pasaporte para hacer lo que quieran. Hay que obligarles a seguir con sus responsabilidades, incluso las domésticas. Si les toca bajar la basura lo tienen que hacer, si tienen un horario para ir a dormir o ver la tele hay que cumplirlo. Las normas se pueden saltar cuando convenga, pero no suprimirlas. Debemos guiarnos por el cariño, pero teniendo siempre en cuenta que si dejamos de exigirles y les protegemos demasiado no les hacemos ningún favor. Algunas veces cometeremos errores y otras no. Cuando nos demos cuenta que no lo hemos hecho bien hay que procurar explicarles lo que ha sucedido y pedirles perdón. Y cuando hemos de ser duros con ellos, aunque nos duela, debemos cumplir con nuestro papel.
Enseñarles a rectificar
Las emociones de la familia están a flor de piel. Es lógico que en una situación así existan desaveniencias, malos entendidos, incomprensión, tristeza, agresividad contenida… Por cualquier tontería pueden “saltar chispas”. Por eso, para evitar que los equívocos nos arrastren, es aconsejable parar unos minutos y extraerse del entorno. Buscar un lugar en el que podamos estar solos y en silencio. De esta forma, seguramente conseguiremos serenarnos y ver las cosas con mayor claridad. Y nos resultará más fácil ponernos en el lugar de los demás. Si comprendemos que hemos actuado mal, si, por ejemplo, hemos obligado a nuestro hijo a hacer algo sin contar con su voluntad, le hemos reñido injustamente o no hemos tenido en cuenta su estado de ánimo, es bueno que lo expresemos y le manifestemos nuestra intención de rectificar. Eso no siempre surge con facilidad porque todo es muy complejo, las variables son infinitas y el orgullo suele nublar los ojos. Pero es la única forma de avanzar. Es mejor deshacer cada día los pequeños o grandes conflictos que enfrentarse en el futuro a un océano de problemas incontenible. Lo cierto es que si conseguimos pedirles disculpas por nuestros errores, a ellos les costará menos hacer lo mismo cuando se equivoquen. Si generamos esta dinámica familiar, aunque no siempre salga del todo bien o nos cueste, el ambiente será más distendido, disminuirán los recelos y nuestro hijo actuará con más confianza. En casa, durante el primer año, cuando surgía algún conflicto nos recordábamos los unos a los otros la necesidad de ser comprensivos. Intentábamos manifestar algo así como: “perdona, te he dicho esto porque no estoy bien, todo es muy difícil para mi y a veces me dejo llevar por los nervios”.
Procurar que salgan y se diviertan
La primera reacción después de un golpe tan duro es cerrar filas en torno al núcleo familiar. La realidad de la calle, de los demás, contrasta de forma punzante con la nuestra. Su ritmo es otro y cuesta mucho sintonizar.
Independientemente de la edad, representa un esfuerzo agotador mantener una conversación “normal”, como si fuéramos los mismos de antes. Pero al mismo tiempo, los niños y los adolescentes se asfixian en un hogar en el que predomina el dolor. Necesitan salir. Una vez más hay que navegar entre dos aguas. Por un lado, protegerles de la desazón que provoca el mundo exterior y, por otro, animarles a integrarse.
Mi hijo Jaime se encerraba en el lavabo del colegio para llorar cuando no podía más y no salía hasta que la angustia había remitido. Pero sólo afrontando el dolor se desvanece. Encerrarse en casa para siempre es imposible y, además, no soluciona nada.
Aunque nos cueste a todos muchísimo hay que intentar organizar actividades que se adapten a la edad de nuestros hijos. Y si son mayores, procurar que conozcan la parte amable del mundo por sí mismos. Sus primeras salidas serán duras. Se encontrarán a ratos como pez fuera del agua. Pero es necesario que pasen por ello. Que rompan su propio hielo. Es bueno que vayan de campamentos o salgan de excursión con gente de su edad.
Poco a poco sus amigos volverán a casa. Los primeros días con timidez, porque saben que vivimos momentos especiales. Pero si les recibimos bien y les manifestamos lo agradable que resulta para nosotros su presencia, pronto actuarán con naturalidad. Así, despacio, es muy posible que regresen las risas, los juegos, la música… Tenemos que intentarlo independientemente de que nos cueste. De que estemos inmensamente tristes. Hay que hacerlo porque nuestros hijos necesitan estar en contacto con personas y situaciones más alegres, menos dramáticas que las que vive la familia. Sin forzar la máquina, claro, introduciendo la nueva vida despacio, respetando su estado de ánimo, su dolor. Siempre con flexibilidad.
Necesitan abrazos
Por pequeños que nos parezcan sus avances, es vital que les mostremos nuestro entusiasmo. Los niños y los adolescentes son como una flor, crecen si les regamos con amor. Necesitan que les abracemos, que les digamos muchas veces que les queremos. Que les elogiemos cuando algo les sale bien. En vez de eso, los padres adoptamos el papel de correctores: “no hagas eso, cuidado con aquello, ya te dije que así lo harías mal, mira como te has puesto… ” Más todas las negaciones que se nos ocurran. ¿Cómo van a gustarse así mismos si sólo oyen recriminaciones? Damos demasiadas cosas por supuestas. Y no sólo me refiero a las palabras, el lenguaje no verbal es el más importante. Hay que ofrecerles sonrisas sinceras, miradas de aprobación, de cariño. No olvidemos que lo que intuyen de sí mismos y del mundo lo aprenden de nuestra actitud.
Los gestos cariñosos son un bálsamo para su autoestima. Todavía no son adultos, están descubriendo la vida, es normal que se equivoquen. Dejémosles que experimenten y que aprendan de sus errores. Cada logro personal les reafirmará, les dará seguridad en sí mismos. Hay que dejarles fluir a su ritmo y según sus preferencias. Un hijo no es un vaso que hay que llenar, sino un fuego que hay que ayudar a encender. No les aprisionemos en “un modelo de hijo” que inconscientemente hemos prefabricado. Ellos son ellos. Nosotros somos nosotros. Los niños no tienen que encajar en ningún molde. El único vínculo que no ahoga es el del amor, en el sentido más amplio de la palabra.
Contemos hasta 10 antes de reprobarles nada. Porque muchas veces nos avanzamos y malogramos con nuestra impaciencia su oportunidad de aprender y demostrar lo que ya sabe.
Además, generalmente lo que nos molesta en ellos es ver reflejado nuestro lado menos favorable. Los comentarios más espontáneos del tipo: “eres un desastre, ¿dónde tienes la cabeza?” o tonos inquisidores que acompañan a “¿dónde has estado, qué has hecho?” o ansiosos “¿seguro que lo has pasado bien? Salen de nuestro inconsciente y reflejan casi siempre nuestras propias inseguridades y miserias, heredadas de nuestros propios padres. Ellos nos imprimieron de pequeños patrones que de forma natural transmitimos a nuestros hijos. Por eso no es extraño sorprendernos a nosotros mismos diciéndoles algo que aborrecíamos oír cuando nos lo decían de pequeños.
Confiar en su fuerza interior
La duda ofende. Y si bien es cierto que ante la muerte de un hermano todo se tambalea, también es verdad que cada persona en sí contiene la fortaleza para superar los altibajos de la vida. Todos contamos con recursos propios. Si pensamos que nuestro hijo es débil, le transmitimos sin quererlo debilidad. Eso no quiere decir que debamos tratarle con dureza y brusquedad. Al contrario. Hay que permitirle “desmontarse” tantas veces como sea necesario. Pero sin dejar de transmitirle confianza. Cuando se sienta triste, bloqueado, perdido o insatisfecho, hay que decirles algo así: es normal que no estés bien, no luches contra eso, permítetelo. Pero has de saber que todo pasa y mañana o pasado te sucederá alguna cosa que te hará sentir mejor”. Y eso nos lo tenemos que creer también nosotros. Ellos son la simiente de la vida porque son jóvenes y pueden convertir en realidad cualquier sueño. Otorgándoles confianza les damos permiso para ser ellos mismos, para creer en sus habilidades. Esa es la mejor herramienta que podemos ofrecer los padres. La sobreprotección anula. El desinterés aniquila. Una vez más el mejor camino se encuentra en el punto medio. La cuerda ha de ser larga. Es preciso que le permita dar rodeos, sin perderse. Hemos de estar, sin estar. Aprender a callar, a ser invisibles y a recogerles y abrazarles tantas veces como caigan. Esta es nuestra misión, facilitarles su propio destino. En ningún caso hay que obligarles a seguir el nuestro.
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