voluntad

EL AMOR QUE DAMOS A LA VIDA ELLOS LO RECIBEN

 

Cuando muere un hijo, todo pierde sentido. De repente, nuestra cotidianidad se rompe y el futuro que nos habíamos imaginado se desvanece y no sabemos qué hacer con tanta añoranza, con tanta tristeza, con tanto dolor y ¡con toda una vida por delante! Eso es así al principio y ese principio puede ser más o menos largo, porque para cada uno el viaje del duelo es distinto. Lo esperanzador es que ese tramo del camino tan difícil es posible dejarlo atrás, aunque nos cueste años recorrerlo. Lo importante es la voluntad de seguir adelante, sin regatear esfuerzos. A medida que somos capaces de sentir amor, el paisaje va variando y la vida, con intermitencias, va recobrando sentido.

A mi me ha ayudado descubrir que Ignasi, aunque no esté aquí, sigue formando parte de mi proyecto de vida, de mis ilusiones, de mis deseos, de mis logros… Sigue formando parte de mí como antes, de otra forma, pero con la misma intensidad. Cuando nacieron mis hijos nació en mí un anhelo grande de ser mejor persona para poder ser una buena madre. Ese fue el pan que trajeron mis hijos bajo el brazo y eso ha quedado gravado en mi ADN, ahora que sé que la maternidad perdura aunque nuestros hijos mueran. El amor que damos a la vida ellos lo reciben. Todo lo que hacemos con amor da alegría y la alegría nos acerca a ellos. Lo veo en los ojos de mi hijo Jaume y lo noto en la energía que me transmite Ignasi.

VOLVER A LA VIDA

 

Después de la muerte de un hijo es preciso un trabajo interior para volver a la vida. Al principio el dolor nos paraliza, nos quedamos tan vacías, tan alejadas de este mundo, que levantarse de la cama es casi como escalar el Himalaya y salir a la calle una heroicidad. Al menos eso me pasaba a mí todos los días durante los primeros meses y luego de vez en cuando durante algunos años. Todas las pérdidas producen dolor, pero yo nunca me había enfrentado a un dolor así, tan grande que sólo te deja dos alternativas: o te agarras al amor o te quedas muerta en vida. Apostar por el amor, que es lo mismo que apostar por la vida, requiere ese trabajo interior que nos transforma tanto como a los gusanos de seda en mariposas. El proceso es largo, tan largo como el duelo y más. Pero como todos los grandes viajes se inicia con un primer paso. Este primer paso es la voluntad de salir adelante, sin regatear lágrimas ni esfuerzos. Y me refiero a esa voluntad silenciosa y profunda, más fuerte que nosotras.

Si optamos por la otra alternativa, la de quedarnos con la rabia, el dolor, la frustración, la culpa o la pena, no sólo malgastamos nuestra vida, también ensombrecemos a los que están a nuestro alrededor y a todas las personas que nos quieren, estén aquí o en el otro lado. Nuestros hijos, los que se han ido, han sembrado semillas de amor en nuestros corazones y nos toca a las madres y padres que nos quedamos regarlas en su nombre para que florezcan.

El segundo paso para volver a la vida, para florecer, requiere precisamente eso: desprenderse de la rabia, que es la otra cara de la pena.” Donde hay rabia hay pena y donde hay pena hay rabia escondida”, me decía mi amiga Amelia, fisioterapeuta y profesora de yoga, mientras me ayudaba a sacar el dolor que llevaba dentro. El duelo sirve para poner orden a nuestras emociones, para limpiar todos los rincones de nuestra alma; para sentir todo lo que no hemos querido o podido sentir antes.

Cada una de nosotras, a su manera, tiene que revisar y elegir lo que le es útil para vivir y deshacerse de lo que le estorba. Todas hemos heredado penas o maneras de hacer que no son nuestras. Yo, por poner dos ejemplos,aprendí de pequeña a sufrir por sufrir como mi abuela y a ser capaz de agotarme hasta enfermar como mi madre… y eso no lo quiero, no me sirve para volver a amar la vida. Todas hemos recibido mucho de nuestras familias y ahora, después de la muerte de nuestro hijo, no tenemos más remedio que quedarnos con los dones y devolver con cariño las cargas. Y ese trabajo arduo es también una bendición porque con el tiempo nos permite vivir más felices y dejar una herencia más valiosa y ligera.

Nos toca, aunque parezca mentira, romper la cadena del sufrir, porque sufrir no sirve para nada. Hemos de aprender a querer sin condiciones, a abrirnos a lo que venga, porque la vida trae de todo, esa es su esencia. A veces, como el mar, amanece tranquila y nos envuelve su dulzura y la paz se apodera de nuestra alma… hasta que se levanta viento y casi sin darnos cuenta volvemos a tener encima la tormenta. Embravecido o en calma, el mar siempre es el mar. ¿Para qué pedir imposibles? Mejor amar lo que tenemos. Buscar la hermosura en todo. Llorar sin freno y reír con ganas. A nadie tenemos que dar explicaciones, ni a nosotras. Para andar por la vida, con saber dar y recibir cariño basta.

La muerte de un hijo, sin más, a nadie hace mejor persona, lo que sí puede ayudarnos a ser más sabias es lo que hacemos con esa muerte tan sentida. No hay prisa, tenemos toda una vida por delante para reaprender a vivir.

Ser madre es lo mejor que me ha ocurrido en la vida y no me siento menos madre porque uno de mis hijos no se encuentre aquí. Persigo la felicidad de los míos estén donde estén. A Jaume tengo la suerte de poder tocarle, con Ignasi los abrazos tienen lugar en mi corazón, son virtuales, pero de ninguna manera menos intensos. A jaume le digo a menudo que le quiero y a Ignasi también. Ni uno porque está vivo ni el otro porque está muerto ocupa más mi corazón. A uno procuro enseñarle a vivir y al otro a vivir en paz allá donde esté y eso me hace feliz. Pero este sentimiento de amor va más allá y, cuando se apodera de mí, me parece que todos los niños del planeta son hijos míos, todas las mujeres mis hermanas y cualquier hombre mi amigo.

El tercer paso para amar la vida para mí es perdonarme y perdonar tantas veces como haga falta. Porque me equivoco y mucho y hay días en que todo lo que escribo aquí parece que lo haya escrito otra. Los disgustos se convierten en un nudo en el estómago y vuelve a aparecer el miedo. ¡Nos conocermos tanto el miedo y yo! Se podría decir que somos íntimos. Por eso, porque nos miramos de cara, nos tenemos respeto. Cuando viene a visitarme por cualquier cosa, siempre me coge por sorpresa y enmudezco. Su paciencia es infinita y me da tiempo a convocar el insomnio, a sentir en el pecho la angustía, a verlo todo negro… Luego nos miramos a los ojos y los dos sabemos que hemos de separarnos, que no estamos hechos para vivir juntos. Es como esos amantes tan intensos que no nos sirven para marido.

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