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LA DURACIÓN DEL DUELO

 

¿Cuánto dura la tristeza y el dolor que causa la muerte de un hijo o de un ser muy, muy querido? Es imposible determinarlo, cada persona es un mundo y cada situación es distinta. Si un hijo contrae una enfermedad de las denominadas incurables, cuando nos comunican el temido diagnóstico, empieza ya el duelo y, si la enfermedad es muy larga y le vemos sufrir y consumirse, el día que se va lo más probable es que, entre todas las emociones que sintamos, se encuentre también la gratitud por el hecho de que por fin descanse. Eso no quita dolor, pero ayuda a comprender que nuestro hijo no podía seguir aquí, encontrándose tan mal como se encontraba. No es que sea un duelo más llevadero, es que empieza antes, a veces mucho antes, del día de su muerte.

A los padres que se nos va un hijo de repente, el dolor viene de golpe pero no es más ni menos intenso que el que han pasado los papás de un niño enfermo. ¿Cuánto durará uno y otro? Depende de la capacidad de cada uno de transmutar el dolor, de conectarnos al amor, de aceptar la vida y los cambios. Depende de las heridas sin curar que arrastremos, del entorno amoroso o no en que vivamos… ¡Depende de tantas cosas!

Una cosa está clara: no importa el tiempo, lo imprescindible es que atravesemos el duelo con la firme convicción de llegar a ver la luz. Habrá días en que eso se convertirá en una misión imposible. Me refiero a esos días negros en que parece que volvemos al principio del horror. Esos días forman parte del todo, de la curación, hay que tocar fondo muchas veces, eso conviene saberlo. “¿Cómo es posible -nos preguntaremos- que ahora vuelva a sentir ese nudo en el pecho, esa falta de energía, ese vacío en las entrañas, si ya estaba mejor, si ya han pasado 1,2,3,4,5,6 o más años?” No sólo es posible, sino que es normal, es así, nos ocurre a todos.Pero, si apostamos por la vida, también hay días en que notamos en nuestro interior una alegría serena inmensa, un amor hacia todo que antes no percibíamos. Y eso ocurre ya durante el primer año, aunque sea el peor año de nuestras vidas. El segundo puede ser un poco mejor, pero nos encontramos todavía en zona de riesgo, sumidos en los vaivenes del tiempo sin tiempo que acompaña a las grandes pérdidas. Al menos eso es lo que me ocurrió a mí, durante muchos años.

Es lento el proceso, no es posible saltarnos etapas, cada uno aprende a vivir de nuevo a su ritmo. Nunca más seremos los de antes pero seguramente conseguiremos aumentar el amor incondicional que nos acerca a nuestros hijos muertos y nos permite vivir con más plenitud y paz a nosotros.

TODA MUERTE DE UN SER QUERIDO DEJA UN VACÍO

 

Hace tres días que mi madrina, muy querida por mí, ha muerto después de una larga enfermedad, que le ha causado sufrimiento y la ha tenido hospitalizada durante largos periodos de tiempo.

Su muerte, después de tanto sufrir, es para ella una liberación y también lo es para las personas que la queríamos. Sus hijos y su sobrina la han acompañado a diario y amorosamente durante la larga travesía de su enfermedad y seguro que están agotados, tristes y también en paz por todo lo que han hecho por ella. Su muerte no es desgarradora como la muerte de un hijo, pero como todas las muertes sentidas deja un enorme vacío. Para mí mi madrina ha sido un referente. Ha estado presente em mi vida en momentos cruciales; cuando ella todavía era una estudiante de enfermería asistió en casa a mi madre el día en que nací ­­-fue la primera persona que me cogió en brazos-; durante mi adolescencia me sentí reconfortada por ella y la noche en que desconectaron a mi hijo Ignasi, en el hospital de Bellvitge, estuvo conmigo, aguantando mi dolor.

Ahora, tras su muerte, como sucede siempre que atravesamos un duelo, nos toca a los que nos quedamos aprender a llenar ese vacío, a relacionarnos con el ser que se ha ido de manera distinta, pero igualmente amorosa. Para eso es preciso que, poco a poco, lo empecemos a sentir en nuestro corazón. Eso no sucede porque sí, requiere siempre una transformación que nace de un trabajo interior. Nada es igual que antes cuando muere un ser querido. El camino que llevamos hecho con otros duelos nos sirve, en parte, si hemos podido transmutar las ausencias en amor, con ese amor en mayúsculas, el que nos permite amarnos un poco más a nosotros y a la vida… Pero el camino del nuevo duelo lo hemos de recorrer también en solitario, es distinto a los anteriores y por tanto desconocido. A medida que dejamos fluir las emociones que afloran y descubrimos en nosotros dependencias y antiguos dolores ocultos, sin rechazarlos ni esconderlos, el duelo se transforma en otra gran oportunidad de amar la vida.

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