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ACTIVAR LA AYUDA MUTUA

 

Cuando muere un hijo, todos los miembros de la familia entran en un torbellino de dolor. En el epicentro se encuentran los padres, los otros hijos y los abuelos. A mí, consciente como soy del dolor tremendo e impotente de los abuelos, me preocupa especialmente el dolor de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes, porque ellos están empezando una vida y, por instinto, a los adultos nos toca protegerlos. Son especialmente vulnerables, no tienen las herramientas que se adquieren con la experiencia y suelen revestirse de una capa de naturalidad que puede llevar a engaño.

Durante el duelo o del inicio de la enfermedad incurable de su hermano, empieza para ellos una realidad desconocida y dificilísima; sus padres están destrozados, volcados en el hijo enfermo y/o paralizados por el dolor que supone enterrar a un hijo. Es normal que alguna vez piensen que por qué no han muerto ellos. Lo pensamos también los padres los días en que parece imposible salir adelante.

Si en algunos momentos en la familia es imprescindible la ayuda mutua es en estos. Hay que intentar ver más allá de uno mismo y volcarse en los vivos, porque son los que corren peligro.

Mi hijo Jaume tenía 13 años cuando se fue Ignacio y ahora, con el transcurso del tiempo, puede hablarme con distancia de lo que sentía. Su adolescencia ha sido especial, porque se le ha muerto un hermano. Ha estado pendiente de su padre y de mí, durante una edad en la que no corresponde. “Mamá –me dijo hace poco- se trata de ‘aguantar a muerte’ y de ir activando el interruptor de la ayuda mutua, hasta que la tormenta pase ”. Y eso es lo que ha hecho él durante años hasta que nos ha visto francamente mejor. Es lo que hacen muchos hijos a los que se les ha muerto un hermano.Y aunque algunos intenten huir, siguen emocionalmente pendientes de sus padres.

También me dijo Jaume que ha sufrido pensando que no lo estaba haciendo bien. La muerte de un hermano supone eso, la pena y el dolor unido a la responsabilidad que conlleva convivir con el dolor y la pena de los padres, intentando cubrir el vacío, levantarlos, alejarlos del precipicio. Es mucho, es un esfuerzo titánico. Por eso, porque la vida les ha exigido tanto se merecen contar con nuestro amor entero.

Jaume me ha agradecido que le lleváramos a un psicólogo que le ayudara a aguantar ese peso, que le permitiera coger la distancia necesaria para ir deshaciendo su propio nudo.

En casa, al principio, nos fue bien hacer una piña, un círculo de amor y, desde dentro, ir activando por turnos ese interruptor de ayuda mutua. El amor de ese círculo tiene que ser del verdadero, del que no asfixia. Hay que ir abriéndolo poco a poco, dejando espacio, soltando cuerda para que los hijos puedan crear su propia vida. Y, un buen día, esa cuerda hay que cortarla, ya no la necesitan. Los golpes duros nos fortalecen por dentro, nos sirven para ser independientes. A los padres nos toca potenciar que los hijos tengan una vida plena, la suya y eso es más fácil si ven cómo nosotros vivimos bien la nuestra. El primer paso lo tenemos que dar nosotros, porque si logramos recuperamos se recuperan ellos y viceversa. Y no es un contrasentido, porque la alegría de la gente que queremos es la nuestra.

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