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EL DUELO SUPONE UN CAMBIO PROFUNDO

Cuando se atraviesa una crisis existencial inmensa como la que supone la muerte de un hijo, un hermano o cualquier otro ser al que amamos con locura nos enfrentamos a un cambio personal profundo. Cada uno de nuestros hábitos, de nuestros pensamientos, de nuestras creencias, incluso de nuestras células están ligados a este ser que ya no vemos, no oímos, no podemos abrazar…Eso provoca un dolor agudo, insoportable. Nuestros proyectos de futuro se desvanecen y debajo de nuestros pies asoma el vacío. De repente no hay camino, solo dolor. Los primeros meses yo necesité parar, llorar, sentir… Y lo he ido necesitando, en mayor o menor intensidad, muchas veces más durante estos 13 años.

El duelo supone un cambio íntimo y exige una transformación grande. El proceso es lento, casi imperceptible, como todos los movimientos del alma, y nada tiene que ver con lo externo. Por sí solo de poco sirve mudarse de casa o de país, por decir algo. La clave, lo que nos permitirá ver la luz después del túnel, reside en nuestro interior. Hay que ir atravesando capas de rencores antiguos, de angustias heredadas, de abandonos y desesperos hasta dejar al descubierto el amor y la confianza. La travesía hacia uno mismo es una aventura que produce temor, pero no hay alternativa. Lo demás nos deja atrapados en la vida de antes, en un laberinto imposible de sufrimiento. Si decidimos seguir adelante, tendremos que pasar muchos ratos con nosotros mismos en silencio, sin distracciones, curando nuestras heridas. El camino del duelo es solitario pero, si estamos atentos, aparecerán personas y situaciones que nos pueden echar una mano, como sucede en los cuentos de los príncipes que recorren bosques encantados. Si matamos al dragón, si enfrentamos nuestros miedos, podremos volver a la vida sintiendo el amor que nos une para siempre a nuestro ser querido muerto. No importa el tiempo que tardemos en conseguirlo ni las veces que caigamos en el intento. Tenemos una vida y encontrarle sentido es una buena manera de vivirla.

CÓMO CUIDAR A NUESTROS HIJOS MUERTOS

 

Así como a algunas personas les cuesta nacer, a otras, una vez muertas, les cuesta irse de este mundo. La noche en que desconectaron a mi hijo los médicos no me permitieron estar presente. Se lo supliqué varias veces pero imagino que, como inmediatamente entraba en un programa de donación de órganos, era imposible que nadie que no fuera del equipo médico estuviera presente. Entonces le dije a la doctora que habló conmigo que tendría que ser ella la que le dijera a Ignasi que siguiera la luz, que contaba con el cariño de los suyos para irse tranquilo.

Tanto Lluís como yo hubiésemos dado nuestra vida por la suya, pero como eso no es posible, al menos intentamos suavizarle el camino. Por suerte yo había leído los libros de Elisabeth Kübler-Ross y sabía que no es lo mismo marchar con el consentimiento de las personas que quieres que sin él. Tiempo después se lo conté a un amigo y me dijo que él nunca podría hacer eso; que no podría darle permiso a su hijo para que se fuera.

“Ponte en el lugar de la persona que se tiene que marchar–le dije–. ¿Verdad que si una noche quedas para ir a cenar con tus amigos te irás más tranquilo si tu mujer acepta con agrado que salgas y te diviertas? Pues eso, salvando las distancias, es algo parecido.

Cuando no tienes más remedio que dejar este mundo, tu energía se eleva con más facilidad si no te retienen tus seres queridos.

Con eso no digo que haya que reprimir el llanto o la pena. Durante la larga travesía del duelo hay que aceptar y dejar fluír todas las emociones y llorar alivia mucho, pero para no preocupar a Ignasi yo le decía que estuviera tranquilo, que lloraba por mí no por él, y que ya aprendería a vivir sin su presencia física. Siempre que tenía un mal momento le recordaba que era cosa mía, que él siguiera con lo suyo, que el aprendizaje del desapego me tocaba a mí, que él estuviera atento a las instrucciones de los seres de luz que me imagino hay al otro lado, los maestros que cuidan de su evolución.

Si mi hijo estuviera aquí yo intentaría que fuese feliz, me equivocaría en muchas cosas, como a veces me pasa con Jaume, pero mi intención estaría puesta en su felicidad. Yo no sé mucho de la vida después de la muerte pero lo suficiente para entender que los lazos de amor no se rompen y que cuanto mejor estoy yo, mejor están los míos, porque ellos son más felices si me ven feliz.

SIEMPRE ES POSIBLE ENCONTRAR SENTIDO A LOS QUE NOS PASA

 

 

Aunque parezca mentira es así. Aunque al principio de la muerte de un hijo todo se apaga y quedamos vacíos, muertos en vida, al final del duelo nos espera la luz, aunque ahora nos invada la más espesa de las oscuridades. Lo único que tenemos que hacer –y es mucho y difícil- es atrevesar la negrura agarrados de la mano del amor, como ciegos guiados por un perro lazarillo. ¿Y cómo conseguir eso, cuando reina la incertidumbre, el miedo y el dolor? Con nuestra actitud. La predisposición a ver el lado bueno de las cosas, por insignificante que sea, es vital. Eso no se consigue todos los días, pero conviene que se convierta en la brújula que marque nuestro rumbo.

Cuando yo estaba sola en casa, lloraba con ganas toda la amargura, luego me lavaba la cara y me iba con mi mejor sonrisa a animar a mi hijo Jaume cuando jugaba un partido de fútbol o preparaba el plato preferido de Lluís, mi marido o de camino al trabajo compraba una maceta de margaritas para mi amiga Carmen. La cuestión es vivir el dolor, pero no quedarse en él. A nuestros hijos muertos y a nosotros mismos nos debemos hacer algo bonito con todo ese sufrimiento. No importa qué, siempre que se haga con amor. Todos los que pasamos por una situación límite, como puede ser la muerte de un ser muy querido o cualquier otra situación difícil como una enfermedad realmente grave, sabemos que lo único importante es el amor; el que damos y el que recibimos, no hay otra moneda de cambio cuando la vida nos pone ante el abismo. Da igual la riqueza, la posición social, el éxito… todo eso no sirve para curar el alma. El alma sólo se cura si nos desprendemos de la culpa, de los celos, del rencor, del odio, de la frustración, de todo lo que pesa y oprime el corazón. Y eso requiere trabajar con uno mismo, mirar de cara a los propios fantasmas y llamarlos a cada uno por su nombre.Somos lo que somos, ni más ni menos.

Con el tiempo, es posible encontrar sentido incluso a la muerte de un hijo. Si no hubiese vivido ese dolor tan tremendo seguramente yo seguiría aferrada al orgullo, pasando por la vida de puntillas, muerta de miedo, intentando controlar lo incontrolable. Ahora sé que cualquier muerte sentida es una lección de humildad. Una oportunidad de desprenderse de las máscaras que nos impiden conectar con la verdadera alegría, la alegría que nace de dentro por el simple hecho de estar vivos, de compartir, de querer sin condiciones, de aceptar.

Cada uno tiene su camino de aprendizaje y no es posible escoger. No valen los atajos. Nuestra travesía es la que es, está hecha a medida. No podemos cambiar lo que nos sucede, pero sí podemos elegir cómo vivirlo. No vale echar las culpas a lo que pasó, a lo que nos hicieron. Lo que importa es qué hacemos nosotros con todo eso. En qué nos convertimos.

Cuando cierre los ojos por última vez a mi me gustaría recordar a cada una de las personas que he conocido con afecto, no me gustaría quedarme con muchos te quiero sin pronunciar, con un saco repleto de ganas de ayudar a los otros sin abrir, con otro cargado de agradecimientos sin apenas estrenar…

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