gritar

DÍA DE TODOS LOS SANTOS

 

Yo no voy al cementerio, los de mi ciudad son enormes, tristes y desangelados, y tanto mi hijo como mi madre fueron incinerados. Pero en días como el de hoy, me gustaría ser mexicana y abrir de buena mañana las puertas de mi casa, y de mi corazón, para agasajar a mis muertos; me imagino una gran fiesta, con rancheras y alegría, y el aire perfumado con incienso. Una fiesta por todo lo alto, en cada casa, porque todos tenemos seres queridos muertos. Me imagino el color anaranjado de los pétalos de la flor de cempasúchitl, los altares con la Virgen de Guadalupe, velas y ofrendas, las mesas bien dispuestas y el deseo enorme y compartido de sentir lo tenue que es el velo que separa a los que estamos aquí y allí. En días como el de hoy me gustaría gritar a los cuatro vientos, lo que muchos de nuestros antepasados ya sabían: que la muerte como final no existe, que la vida en el más allá continúa y que hay que mantener viva la memoria de cada uno de los nuestros, aunque solo hubiesen estado entre nosotros poco tiempo. En un día como hoy, en México, los platitos con sal están dispuestos para ahuyentar los pesares, purificar el alma y honrar la vida. Porque al fin y al cabo la energía no se crea ni se destruye y el amor perdura y nos une a todos, estemos dónde estemos. Si la Tierra es una bola que se aguanta en el inmenso espacio sola, cualquier otra cosa es posible en eso que llamamos Universo.

Por eso, porque sé que la muerte no existe, aunque no sea mexicana, hoy voy abrir con alegría las puertas de mi casa para abrazar con gratitud y cariño a cada uno de mis muertos, empezando por mi hijo y acabando por los familiares que he oído nombrar pero no he conocido y, como todas las familias tienen sus secretos, me dispongo a recibir también a los parientes excluídos, desterrados al olvido. Hoy la mía será la «casa de los espíritus», como la de Isabel Allende.

EL MIEDO AGRAVA EL DOLOR

 

En todas las situaciones límites y la muerte de un hijo lo es, es normal que aparezca el miedo. Miedo a no tener fuerzas para seguir, a que la familia se desmorone, a ver sufrir a nuestros otros hijos, a que muera otro de nuestros seres queridos… Miedo, en definitiva, al dolor del alma. Ese miedo crece y agrava el dolor y cuanto más dolor más miedo. Hay que salir de esa espiral, ¿pero cómo? La única salida del dolor es atravesarlo; estar dispuestos a sentirlo, sin resistencias, ni juicios y después dejarlo ir. Va bien hablar con un amigo o un terapeuta o cualquier persona que nos inspire confianza para explicarle lo que sentimos. Sentirse escuchado alivia el dolor. Llorar, gritar, también son un buen recurso sobre todo cuando nos invade la rabia. Cuando a mi me sucedía, cogía un palo de madera y golpeaba el colchón de mi cama hasta que me quedaba sin fuerzas. En momentos en que el miedo se convierte en ansiedad y angustia, las respiraciones lentas y profundas, la meditación o las oraciones también nos ayudan a calmarnos. Yo al principio me enfadé muchísimo con Dios, con los de “arriba”, me encaraba con ellos y les gritaba enfurecida que qué se habían creído, que aquello era demasiado para mí, que no podría soportarlo… Pero con el tiempo me he dado cuenta que todos somos más fuertes de lo que nos imaginamos y que seguramente es cierto que no nos dan más de lo que podemos soportar, aunque nos parezca mentira. Al final del túnel nos espera siempre el amor y entonces nos invade la gratitud por el tiempo, sea mucho o poco, que hemos podido vivir junto a nuestros hijos muertos.

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