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YO ME OCUPO DEL PRESENTE, DEL FUTURO QUE SE OCUPE DIÓS

Todos tenemos días malos por mil razones. La mayoría de las veces las preocupaciones que nos envuelven en ese nubarrón denso que nos tensa la espalda, nos deja sin energía o nos produce migraña, por decir algo, poco o nada tiene que ver con nosotros. Me refiero a que a menudo nos preocupamos por cosas que no están en nuestras manos resolver, problemas que en su origen no son nuestros y, al empeñarnos en quererlos solucionar, acaban creando ese nubarrón, esa fricción que nos deja agotados. Eso a mi suele sucederme a menudo y llevo tiempo intentando desactivar ese interruptor de alarma que generalmente se enciende cuando alguien de mi familia pasa apuros. Con facilidad me olvido que cada cual tiene que aprender sus lecciones, que en las cuestiones de la vida nadie puede examinarse por otro, que hacerse cargo del aprendizaje de los demás es un error que impide al ayudado y al que supuestamente ayuda crecer. Con eso no quiero decir que haya que quedarse con las manos cruzadas ante el sufrimiento de los demás. No. Me refiero a no hacer nuestros sus agobios. Asaber distinguir qué ayuda y qué ahoga. Hasta qué momento es bueno colaborar y cuándo es mejor retirarse. En el fondo, toda lección que ha de aprender alguien cercano encierra también una lección para nosotros.

Ante los conflictos que atañen a la constelación familiar tengo comprobado que lo mejor es coger distancia emocional para que el torbellino de energías subterráneas no me arrastre. Cuando se enciende el interruptor de alarma, antes de actuar por impulso, sin consciencia, movidos por los mecanismos que adquirimos de pequeños, conviene contar hasta diez, incluso hasta mil si es necesario y, mientras tanto, ir distrayendo la mente. A mi me funciona como terapia de choque algo tan tonto como puede ser ponerme a limpiar, pasar la fregona hasta dejar el suelo reluciente, por poner un ejemplo, mientras voy pidiendo luz y claridad.“Yo me ocupo del presente, del futuro que se ocupe Diós” decía la madre de Facundo Cabral.

SAN JOSÉ

 

Mi padre se llama Pepe, hoy es su santo y después del trabajo he ido a darle un beso. Va a cumplir 81 años a finales de este mes y vive solo desde que murió mi madre, hace 9 años. Mi padre es un ejemplo de la fortaleza que tenemos las personas, de nuestra capacidad de crecer y avanzar hasta el final.

Desde que se quedó viudo ha aprendido a cocinar. Antes no había hecho ni un huevo frito y ahora prepara incluso lentejas, cremas de calabacín y puerros, verduras al vapor… Come sano y va cada día al gimnasio. Nada una hora de corrido, sin descansos, y luego hace yoga o tai-chi y un poco de máquinas. Cuando le llamo por las noches y le pregunto si ha pasado un buen día, casi siempre me dice: “he pasado un día muy bonito, cariño”. A todos los días le encuentra alguna gracia. Yo sé que tiene sus momentos, sus preocupaciones, pero su espíritu de superación es fuerte. Ha pasado de ser un hombre poco hablador, de los que van de casa al trabajo y para de contar, a ser cada vez más sociable, a interesarse por la gente de su edad y hacer amigos.

No ha tenido una vida fácil (¿quién la tiene?). Fue un niño durante la guerra, sus padres estaban separados, cuando casi nadie lo estaba (su padre se fue a Norteamérica y nunca más ha sabido nada de él), ha trabajado duro, se le ha muerto un nieto, al que estuvo acompañando en la UCI, se ha quedado viudo y, sin embargo, casi todos los días le parecen bonitos.

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