DESTELLOS DE LUZ
Hay muchos destellos de luz que iluminan el camino del duelo. Pero hay uno al que le tengo un cariño especial por su gran eficacia en devolvernos a la vida. Consiste en ayudar, en ser útiles a los demás. No estoy proponiendo hacer grandes cosas, me refiero sobre todo a los pequeños gestos. Por ejemplo: preparar algo de comer para una vecina o un amigo que no se encuentra bien o que simplemente no sabe cocinar, nos permite salir un poquito de nuestro dolor, transformarlo en un acto amoroso. Cuando yo hago lentejas en casa, preparo unas cuantas más para dos o tres compañeros de la redacción. Es una tontería, pero a mi me reconforta y a ellos les gusta. Todos tenemos pequeños o grandes dones, hay quien sabe coser y puede hacer una preciosa capa de mago o de superman para un niño… Su alegría al recibir el obsequio inundará de calorcito nuestro corazón, seguro. Ir a visitar a alguien que está solo, llamar a quién está pasando apuros, ofrecer una sonrisa o un abrazo nos ayuda a disolver, aunque sea por unos instantes, la tristeza. Ayudando a los demás nos ayudamos a nosotros. Es una frase hecha, ¡pero es tan cierta!
LA DESESPERACIÓN DE LOS PRIMEROS TIEMPOS
Siento una ternura infinita por las personas que leen este blog. Me conmueven profundamente los mensajes de los padres que recientemente se han quedado para siempre sin la presencia física de sus hijos adorados. Cierro los ojos y siento el desgarro de mis primeros tiempos sin poder abrazar a Ignasi y me parece mentira haber sobrevivido a ese inmenso dolor, el mismo que sienten ellos ahora. ¡Me gustaría tanto aliviar su pena! Pero sé que cada uno de nosotros ha de pasar por su propia tristeza, por su propia desesperación, porque ese es el camino de la curación. Porque la vida consiste en eso, en vivirla plenamente, en sentir y elegir qué hacemos con lo que nos pasa. Cuesta mucho aceptarlo, pero cuando vamos comprobando que a nuestros hijos no los vemos pero los sentimos, que no los hemos perdido, que el amor sigue intacto, que nuestra capacidad de amar es inmensa… entonces, empezamos a ver la luz. Y cuando llegamos al tramo final de ese viaje doloroso que es el duelo, ya somos otros. Nos cuesta menos acercarnos al dolor y, al mismo tiempo, nos es más fácil disfrutar de la belleza, del milagro de la vida. No es una cuestión de fe, es sobre todo una cuestión de paciencia, de entrega, de solidaridad, de humildad, de amor.
HACERNOS AMIGOS DE LA SOLEDAD
Leyendo ayer un artículo, del psicólogo Josu Cabodevilla, me encontré con esta frase: “…nadie puede amar, creer, sufrir o morir en nuestro lugar”. Esta frase ha despertado en mí una emoción honda. Lo fundamental de la vida lo hacemos solos, aunque estemos acompañados. De ahí la importancia de saber estar con uno mismo, de comprendernos, de querernos… y eso no se consigue huyendo de lo que sentimos. Hay que parar, estar en silencio, sin hacer nada, escuchando algunos días los lamentos del alma y otros su serena alegría. La soledad tiene el don de conectarnos con nuestra esencia: el amor infinito. Hay que mirarla con buenos ojos. Como la tristeza, el dolor o el miedo, la soledad es más dulce si, en vez de combatirla, la aceptamos. Despacio, sin prisas.
Si con el tiempo nos hacemos amigos de la soledad no nos sentiremos nunca solos.
EL AMOR QUE DAMOS A LA VIDA ELLOS LO RECIBEN
Cuando muere un hijo, todo pierde sentido. De repente, nuestra cotidianidad se rompe y el futuro que nos habíamos imaginado se desvanece y no sabemos qué hacer con tanta añoranza, con tanta tristeza, con tanto dolor y ¡con toda una vida por delante! Eso es así al principio y ese principio puede ser más o menos largo, porque para cada uno el viaje del duelo es distinto. Lo esperanzador es que ese tramo del camino tan difícil es posible dejarlo atrás, aunque nos cueste años recorrerlo. Lo importante es la voluntad de seguir adelante, sin regatear esfuerzos. A medida que somos capaces de sentir amor, el paisaje va variando y la vida, con intermitencias, va recobrando sentido.
A mi me ha ayudado descubrir que Ignasi, aunque no esté aquí, sigue formando parte de mi proyecto de vida, de mis ilusiones, de mis deseos, de mis logros… Sigue formando parte de mí como antes, de otra forma, pero con la misma intensidad. Cuando nacieron mis hijos nació en mí un anhelo grande de ser mejor persona para poder ser una buena madre. Ese fue el pan que trajeron mis hijos bajo el brazo y eso ha quedado gravado en mi ADN, ahora que sé que la maternidad perdura aunque nuestros hijos mueran. El amor que damos a la vida ellos lo reciben. Todo lo que hacemos con amor da alegría y la alegría nos acerca a ellos. Lo veo en los ojos de mi hijo Jaume y lo noto en la energía que me transmite Ignasi.
DÍAS MALOS (DIARIO)
22 de julio 2001
Estoy triste, sin ganas de nada. Muy cansada. Ayer me visitó Elisabeth. Tengo suerte de contar con ella; la acupuntura y su amistad me ayudan muchísimo. Me dijo que tengo el pecho cerrado de tanta tristeza y dolor. Que estoy estancada, que me cuesta avanzar, que estoy sujeta al pasado. La verdad es que no sé cómo romper el círculo del dolor. Estos días estoy llorando mucho. Eso creo que me va bien, me desahoga. Suspiro constantemente y a veces pierdo el control. Me desespero. No sé si esto está bien o mal, no quiero pensar. Supongo que forma parte del duelo.
Me dijo también Elisabeth que no me rebele más, que acepte mi vida tal como es. Estoy en ello. Da lo mismo que sea fácil o difícil. Lo que ya ha sucedido no lo puedo cambiar, pero me siento tan cansada!! Confio en las vacaciones, necesito recuperar energías, me cuesta incluso escribir.
Algún día encontraré sentido a todo esto. Mientras, todavía estoy dentro del temporal intentando mantenerme a flote. El dolor consume buena parte de mi vida, no puedo evitarlo. Me gustaría gritar alto y fuerte, hasta que el sonido rasgara el velo que sostiene la angustia, que la sujeta, que la mantiene dentro de mi. Necesito vaciarme para volver a empezar.
CÓMO COMUNICAR A UN NIÑO LA MUERTE DE UN SER QUERIDO
Cuando se trata de anunciar la muerte de un ser querido hay que actuar con sinceridad, de nada sirven las mentiras piadoras ni las verdades a medias. Al contrario, cualquier falsa esperanza resulta demoledora. Hay que hablar al niño con cariño y palabras sencillas, exponiendo los hechos tal como son y confiar en que, por muy grande que sea su dolor, sabremos ayudarle. Los niños perciben la gravedad de las situaciones, aunque los adultos intenten disimular. Si se les mantiene al margen, aunque sea con la intención de protegerles, todavía sufren más. El primer contacto con la muerte de alguien que amamos produce, inevitablemente, una herida profunda, pero como todas las grandes crisis también proporciona la posibilidad de aprender a apreciar la esencia de lo realmente importante: el amor.
Distintas formas de decirlo
En función de las creencias familiares es posible abordar la muerte de un modo u otro:
.Creencia espiritual. El cuerpo deja de extir, pero el alma o la energía de la persona vive eternamente. Se le puede explicar al niño que el proceso de morir es parecido al que tiene lugar cuando los gusanos de seda dejan de serlo para convertirse en mariposas. Las personas vuelan hacia el cielo y entran en otra dimensión. Siguen existiendo, aunque no podamos verlas, y se convierten en ángeles de la guarda de los niños a quienes quieren.
.Familia agnóstica. Se le puede explicar al niño que el amor que esta persona ha dejado permanece en el corazón de los que le aman. Se trata de un «tesoro» al que se puede recurrir siempre que se esté triste. Estos recuerdos y pensamientos amorosos, con el tiempo, tienen el poder de transformar la tristeza en alegría y la añoranza en un entrañable sentimiento de compañerismo y solidaridad.
Reacciones habituales
.No creen lo sucedido. Igual que les ocurre a los adultos, al principio predomina la incredulidad. Aceptar la muerte requiere un tiempo, la reacción inmediata es negarla. En esta fase de confusión es posible que pregunten, al cabo de un rato de explicarles lo sucedido, cuándo volverá la persona muerta. Nunca hay que mentirles, porque eso poduce mucha más ansiedad.
.Estan enfadados y agresivos. Es normal sentir un gran sentimiento de injusticia y al mismo tiempo de frustración. Esto provoca mucha rabia, que cada niño demostrará a su manera y según su edad. Pueden aumentar las rabietas, las peleas en la escuela o los insultos o los portazos en casa.
.Se sienten culpables. En algún momento es fácil que piensen que lo sucedido es culpa suya porque un día hicieron algo indebido o dirigieron un mal pensamiento hacia la persona que ahora se ha ido. Con el paso del tiempo, cuando empiecen a desvanecerse en su mente sus rasgos físicos, pueden pensar que la traicionan y sentirse doblemente culpables.
Así viven el duelo
.Lloran y juegan. Los niños y los adolescentes encaran el duelo de otra forma que los adultos. Lloran un rato, no muy largo y después tienen la capacidad de volver a reír y continuar con sus actividades habituales.
.En la escuela. Fuera del contexto familiar suelen actuar como si nada hubiese pasado y con sus compañeros no acostumbran a hablar de lo sucedido, en grupo intentan mantener una actitud de normalidad, aunque por dentro lo estén pasando mal.
Qué pueden hacer los padres
Intentar que expresen sus sentimientos. Para estimularles a que los exterioricen hay que preguntarles cómo se sienten, en vez de cómo estan. Aunque no lo parezca, existe un gran diferencia entre estar y sentir. Se puede estar más o menos bien o mal, pero uno se puede sentir de muy diversas formas. Contestar a cómo nos sentimos da pie a hablar largo y tendido, que es precisamente lo que conviene durante el duelo.
Dejar que vayan al funeral. Los ritos, sean religiosos o no ayudan a familiarizarse con el proceso de la muerte. Despedirse es importante para iniciar un buen duelo y asumir que la pérdida forma parte de la vida. Pensar que si no asisten sufrirán menos es un error. Cuanta más carga emocional se pueda sacar en el funeral, mejor. En este caso la frase «ojos que no ven, corazón que no siente» no sirve. Precisamente el proceso de curación pasa por sentir y por aceptar lo que se siente, por muy desagradable que sea.
.Hablar de la persona muerta con naturalidad. Cuando muere alguien muy cercano -un padre, un hermano, un abuelo o un amigo del alma- de repente dejar de nombrarle resulta tremendamente doloroso. A los familiares o personas muy queridas muertas hay que seguir dejándoles un espacio en el clan familiar. Si no se hace así la herida nunca se cura del todo.
.No evadir el tema de la muerte. No es fácil para los padres responder a las inquietudes que genera en un hijo la muerte, pero es preciso no eludir el tema y contestar con sinderidad. Pedir orientación a un especialista (psicólogo, asistente social, sacerdote, terapeuta…) puede resultar de gran ayuda.
.Manifestar apoyo abiertamente. No sólo se trata de mantener una actitud respetuosa ante el dolor que siente el otro, sino de expresar, verbalmente y con mimos y caricias, nuestro cariño. Siempre es bueno sentirase querido, pero en los momentos difíciles mucho más.
Pedir ayuda a un especialista sí…
.Antes sacaba buenas notas y ahora sus resultados académicos son desfavorables.
.En la escuela tiene una actitud muy rebelde o destructiva.
.Está persistentemente nervioso o le cuesta conciliar el sueño.
.La tristeza por la muerte del ser querido desencadena en él un cambio de carácter; se muestra especialmente reservado o deja de hacer lo que antes hacía con entusiasmo.
.Adopta una actitud temeraria, como si quisiera transmitir que su vida no le importa.
.Ha engordado mucho o ha perdido peso en poco tiempo.
.Intenta estar en casa el menor tiempo posible y no explica nada de lo que le sucede.
Buenas vías de escape
.Practicar un arte marcial. Va bien para liberar tensión.
.Aprender a relajarse. El yoda o el tai-chi reducen la ansiedad
.Apuntarse a alguna actividad cultural. Enriquecer el espíritu siempre reconforta.
.Realizar algún viaje. Ver otras realidades ayuda a relativizar.
.Practicar algún deporte. El ejercicio físico favorece el buen humor.
.Escribir un diario. Expresar los sentimientos ordena la mente.
*Este artículo lo escribí para una enciclopedia de Círculo de Lectores hace algunos años.
CUANDO LA REALIDAD SE ROMPE
Cuando los médicos nos comunican que nuestro hijo no va a vivir, lo que nosotros entendemos como nuestra realidad, se rompe. Nuestra concepción del mundo se derrumba. De pronto, nuestros conceptos; nuestra forma de pensar, de mirar, de sentir entran en lo que podríamos llamar otra dimensión. El tiempo se paraliza y vivimos en lo que se podría considerar la dimensión del dolor. Cualquier cosa, por grande, pequeña, abstracta o concreta que sea adquiere un matiz distinto, desconocido. El invierno, el verano, el otoño, la primavera, el sueño, la seguridad, el hambre, el calor, el frío, los árboles, el dinero, el mar, el trabajo, la gente… todo, absolutamente todo, deja de ser aquello que conocíamos.
En esa dimensión nos movemos como a ciegas. Nada es previsible, porque nunca antes hemos vivido algo así. Cualquier cosa, aunque sea algo tan simple como mirar el cielo, nos puede desencadenar un torrente de emociones incontrolables. Las punzadas de dolor llegan sin previo aviso. Y nos sentimos muy desamparados.
La dimensión del dolor, donde nos encontramos, está llena de miedo, culpa, tristeza remordimiento, confusión, rabia, incomprensión… Es asi. A ratos nos envuelve una de estas emociones, en otras ocasiones se mezclan, se funden hasta que una de ellas adquiere más intensidad y sobresale. Y esos sentimientos pueden variar en cuestión de horas, de minutos. Esto es el duelo: un túnel oscuro lleno de fantasmas.
Cuando nuestros hijos pequeños o adolescentes nos ven así, perdidos, todavía se asustan más. Están acostumbrados a que los adultos tengamos solución para todo y nos miran angustiados esperando una respuesta, algo donde agarrarse y mantenerse a flote. Nada sirve excepto el cariño que les podamos transmitir. En esos momentos, más que nunca, nos hemos de guiar por el amor. En el sentido más amplio y universal de la palabra. Hay que hacer un esfuerzo inmenso para escapar del pasado, del apego a nuestra vida de antes, y limitarnos a vivir cada instante como si fuéramos bebés. Intentando buscar en cada persona, en cada cosa o situación un resquicio de luz, de esperanza, de solidaridad. Luchar para ver el lado positivo. Igual que los escaladores ponen los cinco sentidos en cada paso, en cada metro de escención, así hemos de agarrarnos al lado bueno de la vida, dispuestos a cambiar a cada instante. Este es el objetivo. La salida. El camino es duro, porque nos encontramos inmersos en una locura de emociones. Tristes, muy tristes y con el corazón roto. Pero ¿de qué sirve quedarse en el sufrimiento? De nada. Sólo nos hunde más en la depresión. Lo mejor que podemos hacer con la vida que nos queda es vivirla, disfrutarla. Procurar estar bien es un acto de amor a nuestros hijos, a nosotros mismos y a todos los que nos quieren. Y ya se sabe que los pequeños aprenden con el ejemplo.
HAY QUE SACARLO TODO
Durante los primeros meses de duelo el «shoc» emocional es tremendo. El impacto que nos produce la muerte de nuestro hijo abre las puertas del inconsciente y conectamos con las emociones, buenas y malas, que hemos ido acumulando desde que nacimos. Las pequeñas y grandes pérdidas, los sinsabores, los desengaños… Con la sacudida se remueve todo. Nos encontramos dentro de la tormenta a merced de los vientos. No hay freno.Y precisamente en eso consiste nuestro renacer. En no resistirnos y dejar salir en forma de llanto, de agresividad, de melancolía, en definitiva, todo nuestro dolor, sin juzgar nada. Sin valorar. Sin pensar. Como actores que viven intensamente su papel, siendo conscientes, sin embargo, de que tarde o temprano acabará la función. Hay que experimentar sin retener. ¿Cómo? Pués sintiendo que nosotros no somos la tristeza, sencillamente estamos tristes. No somos la rabia, nos rebelamos. No somos la confusión, estamos temporalmente perdidos.. No somos el miedo, estamos asustados. Así, poco a poco, dejando fluir, nos vamos liberando de la desesperación. Mientras tanto hemos de recurrir, hasta que se convierta en un hábito como respirar, al amor. Seguir siempre la lucecita, por leve que sea.
QUÉ HACER PARA AYUDAR A LOS OTROS HIJOS
A nuestros hijos se les ha muerto un hermano. Algo muy difícil de entender, independientemente de la edad que tengan. Además, se encuentran con unos padres deshechos como nunca los habían visto. Este es el punto de partida. ¿Qué puede ocurrir a partir de aquí?
Es posible que se encierren en el dolor, que quieran llenar el vacío ocupando el lugar del hermano muerto, que intenten protegernos, que adopten una actitud agresiva o victimista… o que todo eso suceda simultáneamente. ¿Qué podemos hacer?
Hablarles con franqueza
Por más que los padres queramos disimular nuestra desesperación, es imposible. Los hijos captan siempre nuestras emociones. No sirve de nada el disimulo. Al contrario, resulta contraproducente porque todavía les confunde más. Si hablamos con ellos y les explicamos cómo nos sentimos pueden entenderlo. Pero si intentamos hacer ver que no pasa nada, les condenamos a la soledad. Es el momento de compartir, de vencer el aislamiento.
Cuando se murió su hermano, mi hijo Jaime de 13 años sufría al verme llorar. Intentaba que no lo hiciera hasta que le dije: “si te hubieses muerto tú, seguro que no te extrañaría que yo estuviese triste y llorase”. A partir de ese momento lo aceptó. Porque de esa manera, implícitamente, le estaba dando “permiso” a él para que pudiese manifestar también su tristeza.
Después de llorar con ganas todas las personas experimentamos calma. Una especie de paréntesis de paz. Pues bien, hemos de llorar primero y centrarnos luego en esos paréntesis y aprovecharlos para abrirnos a los demás. Esto es importante. Así facilitamos que nuestros hijos expresen sus sentimientos. Nunca hay que reprimir su desolación.
Enseñarles el lado bueno
Cualquier situación, por desesperante que sea, encierra una lección de vida. Algo positivo que nos fortalece. No se puede modificar lo inevitable, pero sí aprender algo bueno de ello. Eso es lo que debemos enseñar a los hijos. El mensaje que les hemos de transmitir sería algo así: la vida tiene un final imprevisible, por eso hay que vivir cada día como si fuera el último. Disfrutar de lo agradable que nos ofrece, sin rehuir el dolor cuando llega. La armonía precisamente consiste en eso, en unir las dos caras de la moneda. Nada es del todo bueno ni del todo malo. Simplemente es. Forma parte de la unidad. La vida es un don, una oportunidad. No la malgastes. No te encalles en convencionalismos. Vé a la esencia. Perdónate siempre que te equivoques y ten el propósito diario de ser una persona feliz. No te acuestes nunca sin haber experimentado el amor. Si has pasado un día horrible, sonríete a ti mismo antes de dormir y ten la convicción de que mañana puede suceder algo extraordinario. Piensa siempre que te mereces lo mejor, que debes utilizar la riqueza, pero no te agarres a nada material porque no sirve. Todo es pasajero y cambiante menos el amor.
Facilitarles el conocimiento
Hemos de procurar dar a nuestros hijos la mejor educación, en el sentido más amplio de la palabra. No sólo se trata de que sepan matemáticas o ingles. No. La vida les ha puesto en una situación difícil y tienen que aprender a conocerse a sí mismos. Para eso deben contar con ayuda exterior. Con alguien que les guíe. Un psicólogo, un terapeuta que les facilite el acceso a su inconsciente. Que les ayude a conectar con sus emociones, con su lado más oscuro. Tienen que realizar un trabajo de limpieza, de restructuración. Es absolutamente necesario. Están capacitados para eso y para mucho más, tengan la edad que tengan.
Cuando un niño o un adolescente vive la muerte de un hermano se cuestiona la existencia ¿Qué es la muerte, qué ocurre después, dónde está mi hermano…?. Es natural, necesita entender. Y para eso es preciso recurrir al conocimiento. Los padres no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Nos toca aprender, crecer espiritualmente y ofrecerle respuestas. Hemos de acudir a las fuentes, a la gente que sabe, que trabaja con moribundos como la doctora Elisabeth Kübles-Ross -autora de varios libros- . Cuando estamos dispuestos aparece la persona que nos conviene escuchar. Y a medida que avanzamos surgen otras dispuestas a ayudarnos. Y así, paso a paso, crece nuestra confianza. Se abre, despacio, nuestra capacidad de entusiasmo. Nuestra energía vital. ¡La vida es tan interesante!
No idealizar al hijo muerto
El dolor inicial es tan paralizante y la añoranza del hijo muerto tan fuerte que corremos el riesgo de quedar suspendidos en el recuerdo. De vivir como ausentes. Esto es tremendamente peligroso. Nos distancia del mundo y, sobre todo, de los seres queridos que todavía están aquí. Es normal pasar por un tiempo de recogimiento, de luto. Pero sin perder de vista a nuestros otros hijos. Al que se ha ido con nuestro amor le basta. Pero los demás se apagan si no les demostramos constantemente nuestro cariño. Necesitan con urgencia que les abracemos, les miremos, les sonriamos. Se encuentran aquí y se merecen unos padres vivos, atentos, dispuestos a vibrar con ellos. De lo contrario en casa sólo reinará la soledad. Cada uno tirará por su lado y la familia se desintegrará. Hay que volver a crear hogar. Comprar flores, mantener un cierto orden, preparar de vez en cuando comidas especiales. Y viajar. En los viajes salen a la luz muchas cosas, hay muchos momentos de intimidad y se conocen otras realidades. Enriquecen el espíritu y se fabrican recuerdos. Representan algo nuevo a compartir. Todos sabemos que los viajes cierran y abren etapas. Y eso a los padres que se nos ha muerto un hijo nos conviene muchísimo.
Ser flexibles, pero rigurosos
Aunque no resulte tan evidente, los niños y los adolescentes también están perdidos durante este primer año. Navegan como nosotros en un mar de tempestades, a merced de las emociones. Casi con seguridad bajará su rendimiento en la escuela. Es lógico que les cueste concentrarse, que lo que antes les divertía ahora les traiga sin cuidado, que tengan reacciones extrañas…
Mi hijo Jaime volvió a la escuela a los 10 días después de la muerte de su hermano. Fue muy duro para él. Algunas veces se levantaba y nos decía que no podía ir. Entonces nos quedábamos juntos en casa, intentando darnos calor. Necesitaba reconfortarse.
Pero en otros momentos le convenía que le paráramos los pies. Me explicaré: intentamos que no adoptara una actitud victimista, del tipo: “como ha muerto mi hermano a mí me da igual todo” Un día le expliqué que lo que nos sucedía a nosotros ha pasado siempre. “En nuestra ciudad -le recordé- ahora mismo en las salas de espera de las UVI hay familias que están llorando la muerte inevitable de un ser querido. Y muchos de ellos se quedarán hoy sin hermano, sin hijo, sin padre… No eres ni serás el único en vivir un dolor así”. Se lo dije para que reaccionara y funcionó.
¿Pero cómo saber hasta donde hay que tirar de la cuerda sin que se rompa? Hay que guiarse por la intuición y el sentido común y equivocarse muchas veces. Por ejemplo, que nuestros hijos estén viviendo una situación difícil no quiere decir que tengan pasaporte para hacer lo que quieran. Hay que obligarles a seguir con sus responsabilidades, incluso las domésticas. Si les toca bajar la basura lo tienen que hacer, si tienen un horario para ir a dormir o ver la tele hay que cumplirlo. Las normas se pueden saltar cuando convenga, pero no suprimirlas. Debemos guiarnos por el cariño, pero teniendo siempre en cuenta que si dejamos de exigirles y les protegemos demasiado no les hacemos ningún favor. Algunas veces cometeremos errores y otras no. Cuando nos demos cuenta que no lo hemos hecho bien hay que procurar explicarles lo que ha sucedido y pedirles perdón. Y cuando hemos de ser duros con ellos, aunque nos duela, debemos cumplir con nuestro papel.
Enseñarles a rectificar
Las emociones de la familia están a flor de piel. Es lógico que en una situación así existan desaveniencias, malos entendidos, incomprensión, tristeza, agresividad contenida… Por cualquier tontería pueden “saltar chispas”. Por eso, para evitar que los equívocos nos arrastren, es aconsejable parar unos minutos y extraerse del entorno. Buscar un lugar en el que podamos estar solos y en silencio. De esta forma, seguramente conseguiremos serenarnos y ver las cosas con mayor claridad. Y nos resultará más fácil ponernos en el lugar de los demás. Si comprendemos que hemos actuado mal, si, por ejemplo, hemos obligado a nuestro hijo a hacer algo sin contar con su voluntad, le hemos reñido injustamente o no hemos tenido en cuenta su estado de ánimo, es bueno que lo expresemos y le manifestemos nuestra intención de rectificar. Eso no siempre surge con facilidad porque todo es muy complejo, las variables son infinitas y el orgullo suele nublar los ojos. Pero es la única forma de avanzar. Es mejor deshacer cada día los pequeños o grandes conflictos que enfrentarse en el futuro a un océano de problemas incontenible. Lo cierto es que si conseguimos pedirles disculpas por nuestros errores, a ellos les costará menos hacer lo mismo cuando se equivoquen. Si generamos esta dinámica familiar, aunque no siempre salga del todo bien o nos cueste, el ambiente será más distendido, disminuirán los recelos y nuestro hijo actuará con más confianza. En casa, durante el primer año, cuando surgía algún conflicto nos recordábamos los unos a los otros la necesidad de ser comprensivos. Intentábamos manifestar algo así como: “perdona, te he dicho esto porque no estoy bien, todo es muy difícil para mi y a veces me dejo llevar por los nervios”.
Procurar que salgan y se diviertan
La primera reacción después de un golpe tan duro es cerrar filas en torno al núcleo familiar. La realidad de la calle, de los demás, contrasta de forma punzante con la nuestra. Su ritmo es otro y cuesta mucho sintonizar.
Independientemente de la edad, representa un esfuerzo agotador mantener una conversación “normal”, como si fuéramos los mismos de antes. Pero al mismo tiempo, los niños y los adolescentes se asfixian en un hogar en el que predomina el dolor. Necesitan salir. Una vez más hay que navegar entre dos aguas. Por un lado, protegerles de la desazón que provoca el mundo exterior y, por otro, animarles a integrarse.
Mi hijo Jaime se encerraba en el lavabo del colegio para llorar cuando no podía más y no salía hasta que la angustia había remitido. Pero sólo afrontando el dolor se desvanece. Encerrarse en casa para siempre es imposible y, además, no soluciona nada.
Aunque nos cueste a todos muchísimo hay que intentar organizar actividades que se adapten a la edad de nuestros hijos. Y si son mayores, procurar que conozcan la parte amable del mundo por sí mismos. Sus primeras salidas serán duras. Se encontrarán a ratos como pez fuera del agua. Pero es necesario que pasen por ello. Que rompan su propio hielo. Es bueno que vayan de campamentos o salgan de excursión con gente de su edad.
Poco a poco sus amigos volverán a casa. Los primeros días con timidez, porque saben que vivimos momentos especiales. Pero si les recibimos bien y les manifestamos lo agradable que resulta para nosotros su presencia, pronto actuarán con naturalidad. Así, despacio, es muy posible que regresen las risas, los juegos, la música… Tenemos que intentarlo independientemente de que nos cueste. De que estemos inmensamente tristes. Hay que hacerlo porque nuestros hijos necesitan estar en contacto con personas y situaciones más alegres, menos dramáticas que las que vive la familia. Sin forzar la máquina, claro, introduciendo la nueva vida despacio, respetando su estado de ánimo, su dolor. Siempre con flexibilidad.
Necesitan abrazos
Por pequeños que nos parezcan sus avances, es vital que les mostremos nuestro entusiasmo. Los niños y los adolescentes son como una flor, crecen si les regamos con amor. Necesitan que les abracemos, que les digamos muchas veces que les queremos. Que les elogiemos cuando algo les sale bien. En vez de eso, los padres adoptamos el papel de correctores: “no hagas eso, cuidado con aquello, ya te dije que así lo harías mal, mira como te has puesto… ” Más todas las negaciones que se nos ocurran. ¿Cómo van a gustarse así mismos si sólo oyen recriminaciones? Damos demasiadas cosas por supuestas. Y no sólo me refiero a las palabras, el lenguaje no verbal es el más importante. Hay que ofrecerles sonrisas sinceras, miradas de aprobación, de cariño. No olvidemos que lo que intuyen de sí mismos y del mundo lo aprenden de nuestra actitud.
Los gestos cariñosos son un bálsamo para su autoestima. Todavía no son adultos, están descubriendo la vida, es normal que se equivoquen. Dejémosles que experimenten y que aprendan de sus errores. Cada logro personal les reafirmará, les dará seguridad en sí mismos. Hay que dejarles fluir a su ritmo y según sus preferencias. Un hijo no es un vaso que hay que llenar, sino un fuego que hay que ayudar a encender. No les aprisionemos en “un modelo de hijo” que inconscientemente hemos prefabricado. Ellos son ellos. Nosotros somos nosotros. Los niños no tienen que encajar en ningún molde. El único vínculo que no ahoga es el del amor, en el sentido más amplio de la palabra.
Contemos hasta 10 antes de reprobarles nada. Porque muchas veces nos avanzamos y malogramos con nuestra impaciencia su oportunidad de aprender y demostrar lo que ya sabe.
Además, generalmente lo que nos molesta en ellos es ver reflejado nuestro lado menos favorable. Los comentarios más espontáneos del tipo: “eres un desastre, ¿dónde tienes la cabeza?” o tonos inquisidores que acompañan a “¿dónde has estado, qué has hecho?” o ansiosos “¿seguro que lo has pasado bien? Salen de nuestro inconsciente y reflejan casi siempre nuestras propias inseguridades y miserias, heredadas de nuestros propios padres. Ellos nos imprimieron de pequeños patrones que de forma natural transmitimos a nuestros hijos. Por eso no es extraño sorprendernos a nosotros mismos diciéndoles algo que aborrecíamos oír cuando nos lo decían de pequeños.
Confiar en su fuerza interior
La duda ofende. Y si bien es cierto que ante la muerte de un hermano todo se tambalea, también es verdad que cada persona en sí contiene la fortaleza para superar los altibajos de la vida. Todos contamos con recursos propios. Si pensamos que nuestro hijo es débil, le transmitimos sin quererlo debilidad. Eso no quiere decir que debamos tratarle con dureza y brusquedad. Al contrario. Hay que permitirle “desmontarse” tantas veces como sea necesario. Pero sin dejar de transmitirle confianza. Cuando se sienta triste, bloqueado, perdido o insatisfecho, hay que decirles algo así: es normal que no estés bien, no luches contra eso, permítetelo. Pero has de saber que todo pasa y mañana o pasado te sucederá alguna cosa que te hará sentir mejor”. Y eso nos lo tenemos que creer también nosotros. Ellos son la simiente de la vida porque son jóvenes y pueden convertir en realidad cualquier sueño. Otorgándoles confianza les damos permiso para ser ellos mismos, para creer en sus habilidades. Esa es la mejor herramienta que podemos ofrecer los padres. La sobreprotección anula. El desinterés aniquila. Una vez más el mejor camino se encuentra en el punto medio. La cuerda ha de ser larga. Es preciso que le permita dar rodeos, sin perderse. Hemos de estar, sin estar. Aprender a callar, a ser invisibles y a recogerles y abrazarles tantas veces como caigan. Esta es nuestra misión, facilitarles su propio destino. En ningún caso hay que obligarles a seguir el nuestro.
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