alma

EN BUSCA DE LA BELLEZA

 

Cuando atravesamos tiempos difíciles hay que buscar la belleza. La belleza despierta una emoción sublime que ayuda a aligerar el espíritu.

Yo ando estos días dolorida, el 26 de diciembre por la noche -de hace once años- tuvimos el accidente, el 31 por la mañana enterramos a Ignasiy el mismo 31 por la tarde operaban a Lluís. Cada una de mis células guarda el recuerdo de esos cinco días desgarradores que viví. Creo que, si de vieja pierdo la cabeza, el cuerpo, cuando lleguen estas fechas, seguirá recordando solo. Bueno, pues así, con el alma revuelta, como los tiempos que corren, estaba hoy yo hasta que ha llamado mi tía, la hermana pequeña de mi madre, aunque ya tiene 80 años.

-Hola cariño, que tengas un feliz año, pero no te llamo solo para eso. ¿Estás viendo la tele?… No puedes perderte el concierto de Año Nuevo. ¡Es tan precioso!

Y de esa manera, de la mano de mi tía y dela Orquesta Filarmónica de Viena, he contactado con la belleza. Al compás del Danubio Azul he atravesado la niebla y han cogido forma los días de Año Nuevo felices que he vivido y los que viviré. La belleza de la danza, de las flores, de la música ha despertado en mí la emoción sublime que nos empuja a amar la vida. Hoy ha ocurrido así, pero sé que la belleza tiene mil formas, se esconde en los lugares más insospechados y cuenta siempre con el don de levantar el ánimo y, si la perseguimos, puede curar el alma.

TODAS LAS MADRES SOMOS UNA

 

Estoy en casa, llueve y en la cocina hierve ya el caldo de Navidad. Mañana vienen a comermi hermano y mi padre y yo siento ahora en el alma toda la dulzura y el calor de las mujeres que me han precedido y ya no están. Ellas inundaron de amor mis navidades y lo siguen haciendo ahora porque viven dentro de mí. Son ellas, con mis manos, las que están preparando lo que mañana compartiremos. No seré en casa la única mujer, aunque en la mesa solo haya hombres. Encenderé una velita que las representará a ellas, otra para mi hijo y otra para todos los hijos que se han ido y siguen viviendo en nuestros corazones. Desde este momento, para mi, todas las madres somos UNA y eso me da una fuerza inmensa. Da igual que en el pecho sienta esa sensación conocida, esa piedra que recuerda el dolor de las ausencias. No voy a luchar para deshacerla, también forma parte de mí y estará ahí hasta que el amor la derrita.

LAS PALABRAS CURAN

 

Es tan fácil hablar que no nos damos cuenta del milagro que representa. Cuando nos expresamos con nuestra lengua materna, los sonidos brotan sin pensar, como por arte de magia y cada palabra encierra nuestra forma de ver la vida, de acercarnos al dolor, al amor, habla de nuestros miedos, de nuestras inseguridades, de lo que creemos, de lo que soñamos … El lenguaje nos define y nos ayuda a compartir sentimientos. Por eso, hablar de las personas que ya no están aquí y de nuestras emociones cura, siempre y cuando hablemos desde el corazón, desde el centro de nuestro ser, desde nuestro yo más sagrado. Si no es así, las palabras no sirven para curar, están vacías. Cuando decimos una cosa y sentimos otra, desperdiciamos el poder sanador de las palabras. De ahí que sea tan importante deshacernos de los prejuicios, de los dogmas, de las verdades absolutas que actúan de filtros e impiden que los sonidos surjan directamente del alma.

Cuando alguien nos dice algo desde el corazón es más probable que llegue al nuestro y eso siempre da paz. Como también la da decirnos a nosotros mismos, en voz alta, lo que sentimos. No nos deberíamos acostar sin habernos dicho, con dulzura, palabras cariñosas, de aprobación, de consuelo. Al verbalizar una emoción ponemos en marcha en nuestro interior el interruptor que nos une ala Creación, al Universo entero.

VIVIR CON PLENITUD

 

Propongo que perdamos el miedo a la palabra muerte. Hasta hace poco hablar de ella se consideraba morboso y tal vez para muchos todavía lo es. Pero no hay nada más natural que morir y las madres y los padres que han visto morir a un hijo tienen la necesidad de saber qué ocurre después, qué es realmente la muerte, dónde están nuestros seres queridos… Dejemos a los que no quieren ni nombrarla y hagamos entre todos los demás un esfuerzo para decir alto y claro lo que sentimos. La muerte para mí es una oportunidad de crecimiento espiritual enorme, es en realidad la gran oportunidad.

Dicen las personas que trabajan con enfermos terminales, que una de las cosas que da paz a los moribundos es el perdón. En el lecho de muerte, perdonar y ser perdonado alivia el dolor del alma ¿Por qué esperar a los últimos suspiros? ¿Por qué no empezamos ahora, que todavía contamos con fuerzas para disfrutar de la alegría que produce sentirse ligero de espíritu?

Dice el terapeuta Stephen levine que cobardía es vivir como si la muerte no existiese. El desafío es saber. Para saber, para aprender a morir, es necesario pacificar nuestro interior. El camino para conseguirlo es ir curando de una en una las heridas recientes y antiguas. Solo así, conociéndonos a nosotros mismos y perdonando nuestras debilidades y las de los demás podremos morir en paz y vivir en plenitud. ¿Pero cómo se curan las heridas, las conocidas y las desconocidas? Con paciencia y con la ayuda de los médicos, psicólogos y terapeutas que puedan enseñarnos a relajar el cuerpo, casi siempre agarrotado, a contener la mente, casi siempre desbocada y a indagar en nuestra alma, casi siempre escondida y maltratada. Eso requiere un trabajo lento y tan largo como la vida misma, pero el regalo que encierra lo vamos recibiendo de a poquito en el camino. Y un día aceptamos la muerte, incluso la de nuestros seres más queridos y vemos la vida entera como un regalo.

LIBERAR EN LUGAR DE AFERRAR

 

El otro día leí en un artículo de Pamela Kribbe, que la respuesta al miedo nunca es pensar más. Es pensar menos y confiar en el flujo de la vida, es liberar en lugar de aferrar. He comprobado que cuando tengo miedo es porque me resisto al cambio, me resisto a la vida, porque no acepto las cosas tal como son, porque no confío. Ahora sé que siempre que siento miedo estoy en la antesala de desprenderme de ataduras, de maneras de ver, de pautas que ya no me consuelan, que ya no me sirven… El proceso es más o menos largo y doloroso, como todos los procesos que nos acercan al alma, ala unidada la alegría, al amor.

Tras la muerte de Ignasi me propuse rendirme por primera vez. Rendirme en el sentido más amplio. Dejar de aferrarme a lo que creía que era yo –mi mente, mis pensamientos, mis creencias­- y aceptar que lo realmente importante no está en mis manos, que formo parte de algo más grande y que el plan es perfecto y cada uno de nosotros forma parte del Todo y por separado no es nada.O lo que es lo mismo: para tenerlo Todo no hay que perseguir Nada. La clave está en SER, sin aspirar a más.

La aceptación total nos conduce a la completa alegría. Y las madres y padres a los que se nos ha muerto un hijo no tenemos otra opción que aprender a aceptar. Este es el regalo que nos hacen nuestros hijos muertos. Por eso hemos de dejar espacio en nuestros corazones para la alegría, porque la alegría nos acerca a ellos y a la vida.

Si lo que determina una vida plena es la cantidad de amor que somos capaces de dar y recibir, nosotros podemos dar fe de que la muerte como final no existe, porque podemos seguir unidos al amor de los que se han ido y, en su nombre y en el nuestro, seguir dando amor a los que tenemos cerca, eternamente. Lo que es, es y está bien que así sea, aunque nos cueste un gran esfuerzo entenderlo. Si abrimos nuestro corazón, con el tiempo, vamos encontrando sentido a lo que la vida nos ha deparado. No nos sirve quedarnos en el pasado, en lo que hubiese podido ser… Lo realmente creativo es el presente. Cada día podemos reinventarnos, como cuando éramos niños.

DEJAR SALIR LA RABIA

 

En los duelos severos se dispara la rabia. Hay que tener mucho cuidado con esta emoción porque suele ir disfrazada. Generalmente se esconde agazapada detrás de la pena y aparece enfurecida cuando menos te la esperas. Cuanto más silenciosa, más radioactiva, más hiere a los que amamos, más veneno destila. ¿Qué hacemos con ella, con ese enfado tan grande que incluso puede matarnos? En primer lugar hay que reconocerla, luego hay que pasar a la acción y buscar un terapeuta que nos ayude a liberarnos de ella. En casa, yo he golpeado colchones hasta casi desfallecer y he gritado hasta quedarme sin voz, y me ha ido bien, pero no empecé a sentirme más ligera hasta que no me puse en las manos de varios especialistas en tratar emociones. Cada uno encuentra los suyos. Hay muchas terapias que curan el alma.

APRENDER A VIVIR CON LA INCERTIDUMBRE

 

El duelo encierra muchas cosas, entre ellas la incertidumbre. Las grandes pérdidas como la muerte de un hijo nos dejan sin asideros, sin certezas, como ciegos obligados a recorrer a tientas un camino desconocido. Podemos resistirnos o dejarnos llevar por el río de la vida. Para algunas personas, como yo, acostumbradas a controlar, a llevar las riendas, a alcanzar objetivos y perseguir resultados la segunda opción, la de aprender a fluir, es dificilísima. Vivir en el vacío nos produce vértigo, no estamos acostumbrados a la incertidumbre, en realidad nos hemos especializado en esquivarla. Aprender a convivir con ella es uno de nuestros grandes retos. Y es que el vacío y la incertidumbre encierran grandes potenciales. De ellos nace y se desarrolla la confianza. La confianza en nuestras posibilidades, en el Universo. Es la paz interior de los que no esperan ni persiguen nada. La aceptación de uno mismo, de las cosas y las personas tal como son.

Todos los grandes cambios, los que reconfortan el alma, son hijos de la incertidumbre. Cuando por fin la abrazamos, cuando somos plenamente conscientes de que en realidad nada está en nuestras manos, nos liberamos de una angustia vital profunda y es más fácil disfrutar del momento, lo único que de verdad tenemos.

DÍA DE TODOS LOS SANTOS

 

Yo no voy al cementerio, los de mi ciudad son enormes, tristes y desangelados, y tanto mi hijo como mi madre fueron incinerados. Pero en días como el de hoy, me gustaría ser mexicana y abrir de buena mañana las puertas de mi casa, y de mi corazón, para agasajar a mis muertos; me imagino una gran fiesta, con rancheras y alegría, y el aire perfumado con incienso. Una fiesta por todo lo alto, en cada casa, porque todos tenemos seres queridos muertos. Me imagino el color anaranjado de los pétalos de la flor de cempasúchitl, los altares con la Virgen de Guadalupe, velas y ofrendas, las mesas bien dispuestas y el deseo enorme y compartido de sentir lo tenue que es el velo que separa a los que estamos aquí y allí. En días como el de hoy me gustaría gritar a los cuatro vientos, lo que muchos de nuestros antepasados ya sabían: que la muerte como final no existe, que la vida en el más allá continúa y que hay que mantener viva la memoria de cada uno de los nuestros, aunque solo hubiesen estado entre nosotros poco tiempo. En un día como hoy, en México, los platitos con sal están dispuestos para ahuyentar los pesares, purificar el alma y honrar la vida. Porque al fin y al cabo la energía no se crea ni se destruye y el amor perdura y nos une a todos, estemos dónde estemos. Si la Tierra es una bola que se aguanta en el inmenso espacio sola, cualquier otra cosa es posible en eso que llamamos Universo.

Por eso, porque sé que la muerte no existe, aunque no sea mexicana, hoy voy abrir con alegría las puertas de mi casa para abrazar con gratitud y cariño a cada uno de mis muertos, empezando por mi hijo y acabando por los familiares que he oído nombrar pero no he conocido y, como todas las familias tienen sus secretos, me dispongo a recibir también a los parientes excluídos, desterrados al olvido. Hoy la mía será la «casa de los espíritus», como la de Isabel Allende.

ESTAR DE DUELO ES CÓMO TENER FUEGO EN CASA

 

Los primeros años de duelo, sobre todo el primero, son muy intensos. Recuerdo que yo acababa el día rendida. Muchas veces a las nueve de la noche, incluso antes, ya estaba en la cama destrozada. No solo porque el dolor agota, también te deja sin energía el enorme esfuerzo que supone estar en constante alerta. Nunca como entonces había estado tan lejos de la vida, tan a la deriva, por eso, por instinto de supervivencia, pasaba días enteros procurando parar mi mente atormentada, intentando aferrarme a la energía del bien, a la luz, que no veía. “Gran Madre, ayúdame”, repetía como una oración silenciosa, como un mantra, para conectarme a la fuente, a la esencia, a Dios, al amor absoluto que tanto necesitaba. Esos días eran de una actividad interna enorme, como si tuviera fuego en casa.

Cuando las cosas van más o menos bien, cuando la existencia transcurre cotidiana, el barullo mismo de la vida diluye las sombras de nuestros pesares. Cuando vamos tirando, nos es más fácil ignorar la sensación de tristeza o vacío que a veces nos acompaña. Pero cuando la vida nos pone entre la espada y la pared, no hay tiempo para engaños. Todo lo que no reconforta al alma, hay que tirarlo, modificarlo, transformarlo. Hay que hacer limpieza a fondo, habitación por habitación, armario por armario, no sirven los apaños. Y hay que actuar deprisa, antes de que el dolor nos paralice y el fuego y el humo negro campen a sus anchas. Hay que mirar muy adentro, con la ayuda de una o varias terapias, de todos los ángeles y maestros. No hay que desperdiciar nada.

UNIR LA ENERGÍA FEMENINA Y MASCULINA

 

El duelo es un buen momento para poner muchas cosas en orden, para curar heridas recientes y antiguas, para ganar confianza en nosotros mismos y salir fortalecidos. Una buena herramienta para conseguirlo es unir las dos polaridades de la energía: la femenina y la masculina. ¿En qué consiste esto? En equilibrar nuestra parte emocional –energía femenina- con la parte más expeditiva, la que nos permite actuar y poner límites –la energía masculina-. Las dos son necesarias para vivir en armonía, no son excluyentes, al contrario, forman las dos caras de la misma moneda y es preciso que trabajen de la mano. La energía masculina, la que predomina en los hombres, nos permite mantenernos centrados, a no perdernos en las expectativas o necesidades de los demás. Nos ayuda a encontrar un equilibrio entre el dar y el recibir, a tomar decisiones, a concretar, a actuar. Es necesaria para materializar lo que nuestra alma necesita.

La energía femenina –la que predomina en las mujeres- no pone límites, tiende a buscar la unidad con los otros seres, a nutrirlos, no diferencia, ni individualiza, es la que está en el interior de lo que todavía no se ha manifestado. Tiene que ver con la intuición, la comprensión, la capacidad de amar y de perdonar…Estas dos energías forman parte de cada uno de nosotros, hombres y mujeres, y el equilibrio entre ellas es lo que nos permite levantarnos después de un golpe duro y seguir avanzando.

A mí me emociona todo lo que se puede conseguir utilizando la parte buena de la energía masculina, siento un profundo respeto por los hombres que tienden la mano a su energía femenina y trabajan codo con codo junto a las mujeres para conseguir entre todos un mundo mejor, una convivencia más amorosa.

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