magia

EL DUELO DE LOS HOMBRES

Sin darme cuenta, a menudo hablo en este blog en femenino. A las mujeres, entre nosotras, nos resulta fácil compartir sentimientos. Creo que lo aprendemos de pequeñas. Si miro hacia atrás, cuando era niña, me veo los días de fiesta, agazapada en un rincón de la cocina, mientras mi abuela, mi madre y mis tías, sin parar de remover cazuelas, se contaban la vida. En aquella cocina, dominio absoluto de mi abuela, salían a relucir los secretos de familia, los anhelos y pesares, las alegrías contenidas… Cruzado el dintel de la cocina la magia se diluía. Aquella cocina de mi infancia era un confesionario.

Sí, seguramente por eso me es cómodo hablar aquí en femenino, porque soy mujer, pero no por eso ignoro el dolor de los hombres. Al contrario, admiro su valor porque sé que la mayoría de las veces lloran en silencio la muerte de sus hijos, con un sentimiento desgarrador de fiera herida. Admiro a los que están ahí, sosteniendo la desesperación, intentando re-inventar su vida, levantar a los suyos, sin poder expresar apenas lo que sienten. Es imposible generalizar, cada duelo es distinto, pero, no sé, a mi me parece que los hombres, al principio, se contienen más, se desmontan menos pero corren el riesgo de caer más hondo. Les cuesta más darse permiso para salir del armario donde guardan con llave las emociones.

Mi padre, un hombre de los de antes, de los que no entraban nunca en la cocina, me cuenta sorprendido y tal vez un poco avergonzado que ahora, de viejo –tiene 81 años- llora por casi nada. “Me he vuelto muy flojo, niña, ya no soy lo que era”, me dice y en cambio los dos sabemos que nuestros corazones nunca habían estado tan cerca.

El resurgir del duelo pasa por eso, por dejar fluir los sentimientos, sean los que sean, antes de que se conviertan en una amargura negra, en una roca tan pesada que nos impida volver a la vida. ¡Duele ver llorar a un padre, pero es tan sanador que lo haga!

Con cada lágrima que dejamos salir se aligera el alma.

Hay que coger de la mano a los hombres que esconden su dolor y acariciársela con ternura hasta desarmar, una a una, con amor, sus armaduras. Las mujeres hemos estado arropadas en muchas cocinas, pero ellos ¡están tan solos frente a sus emociones!

LAS PALABRAS CURAN

 

Es tan fácil hablar que no nos damos cuenta del milagro que representa. Cuando nos expresamos con nuestra lengua materna, los sonidos brotan sin pensar, como por arte de magia y cada palabra encierra nuestra forma de ver la vida, de acercarnos al dolor, al amor, habla de nuestros miedos, de nuestras inseguridades, de lo que creemos, de lo que soñamos … El lenguaje nos define y nos ayuda a compartir sentimientos. Por eso, hablar de las personas que ya no están aquí y de nuestras emociones cura, siempre y cuando hablemos desde el corazón, desde el centro de nuestro ser, desde nuestro yo más sagrado. Si no es así, las palabras no sirven para curar, están vacías. Cuando decimos una cosa y sentimos otra, desperdiciamos el poder sanador de las palabras. De ahí que sea tan importante deshacernos de los prejuicios, de los dogmas, de las verdades absolutas que actúan de filtros e impiden que los sonidos surjan directamente del alma.

Cuando alguien nos dice algo desde el corazón es más probable que llegue al nuestro y eso siempre da paz. Como también la da decirnos a nosotros mismos, en voz alta, lo que sentimos. No nos deberíamos acostar sin habernos dicho, con dulzura, palabras cariñosas, de aprobación, de consuelo. Al verbalizar una emoción ponemos en marcha en nuestro interior el interruptor que nos une ala Creación, al Universo entero.

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