HACERNOS AMIGOS DE LA SOLEDAD
Leyendo ayer un artículo, del psicólogo Josu Cabodevilla, me encontré con esta frase: “…nadie puede amar, creer, sufrir o morir en nuestro lugar”. Esta frase ha despertado en mí una emoción honda. Lo fundamental de la vida lo hacemos solos, aunque estemos acompañados. De ahí la importancia de saber estar con uno mismo, de comprendernos, de querernos… y eso no se consigue huyendo de lo que sentimos. Hay que parar, estar en silencio, sin hacer nada, escuchando algunos días los lamentos del alma y otros su serena alegría. La soledad tiene el don de conectarnos con nuestra esencia: el amor infinito. Hay que mirarla con buenos ojos. Como la tristeza, el dolor o el miedo, la soledad es más dulce si, en vez de combatirla, la aceptamos. Despacio, sin prisas.
Si con el tiempo nos hacemos amigos de la soledad no nos sentiremos nunca solos.
LA BONDAD DE LA PACIENCIA
He tardado mucho en apreciar el inmenso valor de la paciencia. Tal vez porque nací acelerada –mi madre decía que salí de su vientre con la rapidez y la furia de un tapón de cava-. Aterricé en este mundo con prisas, como si llegara tarde. Y esa sensación de ansiedad me ha acompañado buena parte de mi vida.
La paciencia es la madre de la ciencia, decía mi madre cuando yo era pequeña y yo la miraba sin entender nada, como si me hablara en chino. A medida que iba creciendo podía entender la importancia de otras virtudes, ¿pero la de ser paciente? A esa no le encontré sentido hasta que llegó el parón seco de la muerte de Ignasi.
La impaciencia es compañera del orgullo, de la intranquilidad, del desasosiego, del vivir esperando algo que nunca llega. La paciencia en cambio es pausada, bondadosa, nos fortalece, nos invita a disfrutar de las pequeñas cosas, de las que tenemos hoy, sin perseguir las que quizá lleguen mañana.
La paciencia con uno mismo es un regalo. Si estamos mal y la invocamos, al cabo de nada estamos mejor. De su mano es más fácil recorrer la oscuridad, es una buena guía, conoce el camino, apuntala cada uno de nuestros pasos, tiene tiempo para abrazos, para reconfortar nuestro llanto… la paciencia nos muestra nuestro lado más humano, más bonito, más resplandeciente. Ya no digamos con los demás: ¡obra milagros! Permite que las personas que queremos florezcan, sin el agobio de nuestros reclamos. Convierte los errores, los suyos y los nuestros, en oportunidades de cambio, porque solo equivocándonos mucho avanzamos.
La paciencia nos muestra el camino porque cualquier movimiento del alma es lento.
CÓMO CARGAR LAS PILAS
Durante los primeros tiempos del duelo hay días que uno no puede con su alma, pero incluso en esos días más negros hay chispitas de luz. Cuando se producen hay que aprovechar el momento para que esa luz se engrandezca. Una de las maneras para calmar la ansiedad y expandir el amor que yo utilizo es la siguiente: busco un lugar en mi casa donde pueda estar sola, sin interrupciones, cierro los ojos y en la pantalla de mi mente y en mi corazón hago que desfilen todas las personas que quiero. Les doy las gracias por todo el amor que me han dado, no importa que ya no estén aquí y si lo están que haga “mil años” que no las veo; hay almas que han estado poco junto a nosotros, eso da igual, el amor que hemos dado y recibido perdura, es eterno. Me imagino el inmenso cariño que me tienen y les envío el mío, junto a todos mis mejores deseos de felicidad para ellos. Luego intento hacer lo mismo con las personas con las que me cuesta conectar, pero que forman parte de mi vida. Las personas difíciles para nosotros son nuestros verdaderos maestros, ellas reflejan nuestro lado oscuro, lo que no queremos ver de nosotros mismos. Les doy las gracias por enseñarme mis debilidades, que son precisamente los defectos que yo veo en ellos, les agradezco que me muestren el camino de lo que escondo, de lo que no reconozco en mí. Los que más nos cuestan son los que más nos ayudan a avanzar, a conocernos y aceptarnos mejor. Porque en realidad todos somos uno y en el corazón de las personas que menos nos gustan se esconde también la semilla de amor que nos une a todos. Eso me ayuda a cargar las pilas, a conectar con el cariño que no juzga, que lo acepta todo, porque cualquier defecto imaginable es humano y perdonar nos libera. No se trata de encontrar bien lo que está mal, si no de aceptar que todos nos equivocamos y que cada uno hace lo mejor que sabe con su vida.
VOLVER A LA VIDA
Después de la muerte de un hijo es preciso un trabajo interior para volver a la vida. Al principio el dolor nos paraliza, nos quedamos tan vacías, tan alejadas de este mundo, que levantarse de la cama es casi como escalar el Himalaya y salir a la calle una heroicidad. Al menos eso me pasaba a mí todos los días durante los primeros meses y luego de vez en cuando durante algunos años. Todas las pérdidas producen dolor, pero yo nunca me había enfrentado a un dolor así, tan grande que sólo te deja dos alternativas: o te agarras al amor o te quedas muerta en vida. Apostar por el amor, que es lo mismo que apostar por la vida, requiere ese trabajo interior que nos transforma tanto como a los gusanos de seda en mariposas. El proceso es largo, tan largo como el duelo y más. Pero como todos los grandes viajes se inicia con un primer paso. Este primer paso es la voluntad de salir adelante, sin regatear lágrimas ni esfuerzos. Y me refiero a esa voluntad silenciosa y profunda, más fuerte que nosotras.
Si optamos por la otra alternativa, la de quedarnos con la rabia, el dolor, la frustración, la culpa o la pena, no sólo malgastamos nuestra vida, también ensombrecemos a los que están a nuestro alrededor y a todas las personas que nos quieren, estén aquí o en el otro lado. Nuestros hijos, los que se han ido, han sembrado semillas de amor en nuestros corazones y nos toca a las madres y padres que nos quedamos regarlas en su nombre para que florezcan.
El segundo paso para volver a la vida, para florecer, requiere precisamente eso: desprenderse de la rabia, que es la otra cara de la pena.” Donde hay rabia hay pena y donde hay pena hay rabia escondida”, me decía mi amiga Amelia, fisioterapeuta y profesora de yoga, mientras me ayudaba a sacar el dolor que llevaba dentro. El duelo sirve para poner orden a nuestras emociones, para limpiar todos los rincones de nuestra alma; para sentir todo lo que no hemos querido o podido sentir antes.
Cada una de nosotras, a su manera, tiene que revisar y elegir lo que le es útil para vivir y deshacerse de lo que le estorba. Todas hemos heredado penas o maneras de hacer que no son nuestras. Yo, por poner dos ejemplos,aprendí de pequeña a sufrir por sufrir como mi abuela y a ser capaz de agotarme hasta enfermar como mi madre… y eso no lo quiero, no me sirve para volver a amar la vida. Todas hemos recibido mucho de nuestras familias y ahora, después de la muerte de nuestro hijo, no tenemos más remedio que quedarnos con los dones y devolver con cariño las cargas. Y ese trabajo arduo es también una bendición porque con el tiempo nos permite vivir más felices y dejar una herencia más valiosa y ligera.
Nos toca, aunque parezca mentira, romper la cadena del sufrir, porque sufrir no sirve para nada. Hemos de aprender a querer sin condiciones, a abrirnos a lo que venga, porque la vida trae de todo, esa es su esencia. A veces, como el mar, amanece tranquila y nos envuelve su dulzura y la paz se apodera de nuestra alma… hasta que se levanta viento y casi sin darnos cuenta volvemos a tener encima la tormenta. Embravecido o en calma, el mar siempre es el mar. ¿Para qué pedir imposibles? Mejor amar lo que tenemos. Buscar la hermosura en todo. Llorar sin freno y reír con ganas. A nadie tenemos que dar explicaciones, ni a nosotras. Para andar por la vida, con saber dar y recibir cariño basta.
La muerte de un hijo, sin más, a nadie hace mejor persona, lo que sí puede ayudarnos a ser más sabias es lo que hacemos con esa muerte tan sentida. No hay prisa, tenemos toda una vida por delante para reaprender a vivir.
Ser madre es lo mejor que me ha ocurrido en la vida y no me siento menos madre porque uno de mis hijos no se encuentre aquí. Persigo la felicidad de los míos estén donde estén. A Jaume tengo la suerte de poder tocarle, con Ignasi los abrazos tienen lugar en mi corazón, son virtuales, pero de ninguna manera menos intensos. A jaume le digo a menudo que le quiero y a Ignasi también. Ni uno porque está vivo ni el otro porque está muerto ocupa más mi corazón. A uno procuro enseñarle a vivir y al otro a vivir en paz allá donde esté y eso me hace feliz. Pero este sentimiento de amor va más allá y, cuando se apodera de mí, me parece que todos los niños del planeta son hijos míos, todas las mujeres mis hermanas y cualquier hombre mi amigo.
El tercer paso para amar la vida para mí es perdonarme y perdonar tantas veces como haga falta. Porque me equivoco y mucho y hay días en que todo lo que escribo aquí parece que lo haya escrito otra. Los disgustos se convierten en un nudo en el estómago y vuelve a aparecer el miedo. ¡Nos conocermos tanto el miedo y yo! Se podría decir que somos íntimos. Por eso, porque nos miramos de cara, nos tenemos respeto. Cuando viene a visitarme por cualquier cosa, siempre me coge por sorpresa y enmudezco. Su paciencia es infinita y me da tiempo a convocar el insomnio, a sentir en el pecho la angustía, a verlo todo negro… Luego nos miramos a los ojos y los dos sabemos que hemos de separarnos, que no estamos hechos para vivir juntos. Es como esos amantes tan intensos que no nos sirven para marido.
EL MIEDO AGRAVA EL DOLOR
En todas las situaciones límites y la muerte de un hijo lo es, es normal que aparezca el miedo. Miedo a no tener fuerzas para seguir, a que la familia se desmorone, a ver sufrir a nuestros otros hijos, a que muera otro de nuestros seres queridos… Miedo, en definitiva, al dolor del alma. Ese miedo crece y agrava el dolor y cuanto más dolor más miedo. Hay que salir de esa espiral, ¿pero cómo? La única salida del dolor es atravesarlo; estar dispuestos a sentirlo, sin resistencias, ni juicios y después dejarlo ir. Va bien hablar con un amigo o un terapeuta o cualquier persona que nos inspire confianza para explicarle lo que sentimos. Sentirse escuchado alivia el dolor. Llorar, gritar, también son un buen recurso sobre todo cuando nos invade la rabia. Cuando a mi me sucedía, cogía un palo de madera y golpeaba el colchón de mi cama hasta que me quedaba sin fuerzas. En momentos en que el miedo se convierte en ansiedad y angustia, las respiraciones lentas y profundas, la meditación o las oraciones también nos ayudan a calmarnos. Yo al principio me enfadé muchísimo con Dios, con los de “arriba”, me encaraba con ellos y les gritaba enfurecida que qué se habían creído, que aquello era demasiado para mí, que no podría soportarlo… Pero con el tiempo me he dado cuenta que todos somos más fuertes de lo que nos imaginamos y que seguramente es cierto que no nos dan más de lo que podemos soportar, aunque nos parezca mentira. Al final del túnel nos espera siempre el amor y entonces nos invade la gratitud por el tiempo, sea mucho o poco, que hemos podido vivir junto a nuestros hijos muertos.
HACER ALGO CREATIVO CON EL DOLOR
Acostumbramos a asociar la creatividad con la pintura, la literatura, la escultura o cualquier otra manifestación de lo que denominamos arte. Pero en realidad la creatividad se encuentra en la esencia de todo. No hay ninguna acción ni pensamiento, que encierren amor, que no sean creativos, en el sentido más amplio, bonito y positivo. Por eso todos podemos ser creativos. Una tortilla de patatas hecha con amor puede ser una obra de arte, lo mismo que hacer un precioso ramo de flores con la intención de alegrar la casa.
Son muchas las cosas que solemos hacer por inercia o por obligación y esas cansan, pero si las mismas cosas las hacemos con ilusión, con cariño, en vez de quitarnos nos dan energía. Precisamente durante el duelo, como el dolor desgasta tanto, hemos de estar muy atentos a eso. Hemos de procurar hacer algo creativo cada día, por pequeñito o insignificante que sea. Por ejemplo, ofrecer algo tan sencillo como una sonrisa o una mirada cariñosa, crea en la persona que la da y en la que la recibe una agradable sensación de bienestar, por muy efímera que sea. Hay que buscar eso, sumar destellos de amor que alimenten poco a poco el alma.
Todos tenemos algún don, algo que hacemos bien y podemos ofrecer a los demás y, precisamente, dar es la otra llave que abre nuestro corazón. Es normal que al principio del duelo nos encerremos porque el dolor es tan intenso que instintivamente nos replegamos. El mundo nos es ajeno y nos hiere, porque nos hemos quedado en carne viva. El bálsamo vuelve a ser el amor, mimarnos a nosotros mismos como mimaríamos a nuestros hijos. Ellos nos aman incondicionalmente y, tanto los vivos como los muertos, quieren lo mejor para nosotros. Recibir con gratitud y dar con amor, esa es la salida que nos conduce a la salvación.
No tenemos que ser buenos porque nos lo exijan las religiones, ni los Estados, ni las normas sociales. Hemos de cultivar la bondad porque sabemos que todos somos uno, que lo que damos lo recibimos, que la felicidad de los demás es también la nuestra, que crear armonia nos da paz. Querer lo mejor para los demás es lo mismo que querer lo mejor para nosotros.
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