gratitud

NOSTALGIA A LAS PUERTAS DEL VERANO

Después de muchos días de lluvia y niebla el aire cálido que recorre hoy mi ciudad anuncia el verano. ¿Por qué será que los cambios de estación me envuelven en la nostalgia? Desde que tengo uso de razón, junio ha sido para mí un mes especial: nací el 27 de este mes y 26 años después nació mi primer hijo, Ignasi, un 8 de junio. No es un mes cualquiera para mí, no. Quizá por eso la nostalgia me visita esta tarde, aunque yo disimulo y me resisto a recordar la alegría que he vivido los 8 de junio antes de que Ignasi se fuera. Supongo que me resisto para no hacer más grande el vacío de los 8 de junio que han venido después. Un vacío lleno de ambivalencia; de gratitud y amor por haberle parido y de profunda tristeza por no abrazarle, por no ver a ese hijo que este año cumpliría 28.

A veces, mi vida de antes y la de ahora me parecen un sueño… del que despertaré en algún momento. Como si no fuera en realidad yo la que ha recorrido el camino hasta los 54 años que voy a cumplir. De hecho, desde que murió Ignasi todo me parece posible y ya no existe para mí una sola realidad, ni un mundo de vivos y otro de muertos separados; tengo la íntima certeza que lo que llamamos vida va mucho más allá de la muerte. Y cuando me visita la nostalgia, como hoy, aunque pretendo ignorarla, me siento mejor escuchándola porque me abre las puertas del alma, de esa parte de mí que sabe que todo es posible, que la vida es un sueño, que la muerte no existe, que mis hijos son un regalo de amor eterno. Qué da igual que a uno lo vea y al otro no, que, para estar unidos, con el cariño basta. La nostalgia viene para recordarme todo eso que mi alma sabe y esa que creo que soy yo censura. No voy a hacerle caso a la mente, la intuición es más dulce y certera. Y no quiero, no estoy dispuesta a que pese más el dolor vivido que la ilusión por lo bueno que ha de venir. Como he leído en el libro los «Enamoramientos» de Javier Marías: … «Lo malo de las desgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van a poder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige, que con ellas se acabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue…». Y tira de nosotros y trae cosas buenas que podemos hacer grandes si nos damos permiso.

ACEPTAR A NUESTRA MADRE ES EL PRIMER PASO PARA ACEPTAR LA VIDA

Si para construir un edificio sólido son necesarios unos buenos cimientos, para crear una vida amorosa es necesario aceptarnos a nosotros mismos y a la propia vida tal como es. Y eso se convierte en una misión imposible si uno no ha hecho antes las paces con su propia madre. Cada madre hace con sus hijos lo que mejor sabe, aunque a muchos les hubiese gustado que su madre fuese distinta. Todos llevamos dentro una madre idealizada que a menudo no coincide con nuestra madre real. Es cierto, pero también es cierto que para nuestro crecimiento, para conseguir trascender nuestros límites, la nuestra es, sin duda, la mejor madre. Dicen los maestros que antes de nacer elegimos a los padres más adecuados para nuestra evolución en la Tierra. Si mi madre no hubiese sido una madre protectora en exceso, yo no me hubiese dado cuenta de la falta que le hacía a mi alma aprender a dejar que mis hijos y las personas que quiero sigan su destino. Si mi madre no hubiese sido una persona sufridora, como lo fue también mi abuela, yo no hubiese sido capaz de trascender ni un milímetro el dolor que a veces produce la vida. Ella era como era para que yo pudiese ser un poco mejor, por eso siento hacia mi madre una gratitud inmensa. Ella hizo de espejo de mis propios miedos y debilidades para que yo tomara conciencia de ellos. No solo me ha dado la vida­, también me ha mostrado el camino, un acto de amor incondicional inmenso. La adoro porque ha sido mi mejor maestra y lo sigue siendo ahora que está muerta.

Aceptando a mi madre he podido empezar a aceptarme a mi misma. Me es más fácil respetarme si la respeto a ella. Cada uno es como es y ninguna vida carece de sentido, al contrario, cada padre o madre, aunque a veces nos cueste verlo, pone los cimientos necesarios para que nosotros vayamos creando nuestra vida. Depende de cada uno construir una casa acogedora o no con lo que le han dado. Los padres, como en las carreras de relevos, nos dan el testigo que más tarde nosotros pasaremos a nuestros hijos, a la humanidad, pero a la meta tenemos que llegar solos.

Aceptando la vida, entregándonos como los caballos a la carrera, trascendemos el duelo. Nadie muere antes o después de haber llegado a su meta. Hay carreras cortas, muy intensas, otras largas, de fondo, pero todas encierran alguna lección para el propio jinete. Una lección de la que podemos aprender todos.

LA DURACIÓN DEL DUELO

 

¿Cuánto dura la tristeza y el dolor que causa la muerte de un hijo o de un ser muy, muy querido? Es imposible determinarlo, cada persona es un mundo y cada situación es distinta. Si un hijo contrae una enfermedad de las denominadas incurables, cuando nos comunican el temido diagnóstico, empieza ya el duelo y, si la enfermedad es muy larga y le vemos sufrir y consumirse, el día que se va lo más probable es que, entre todas las emociones que sintamos, se encuentre también la gratitud por el hecho de que por fin descanse. Eso no quita dolor, pero ayuda a comprender que nuestro hijo no podía seguir aquí, encontrándose tan mal como se encontraba. No es que sea un duelo más llevadero, es que empieza antes, a veces mucho antes, del día de su muerte.

A los padres que se nos va un hijo de repente, el dolor viene de golpe pero no es más ni menos intenso que el que han pasado los papás de un niño enfermo. ¿Cuánto durará uno y otro? Depende de la capacidad de cada uno de transmutar el dolor, de conectarnos al amor, de aceptar la vida y los cambios. Depende de las heridas sin curar que arrastremos, del entorno amoroso o no en que vivamos… ¡Depende de tantas cosas!

Una cosa está clara: no importa el tiempo, lo imprescindible es que atravesemos el duelo con la firme convicción de llegar a ver la luz. Habrá días en que eso se convertirá en una misión imposible. Me refiero a esos días negros en que parece que volvemos al principio del horror. Esos días forman parte del todo, de la curación, hay que tocar fondo muchas veces, eso conviene saberlo. “¿Cómo es posible -nos preguntaremos- que ahora vuelva a sentir ese nudo en el pecho, esa falta de energía, ese vacío en las entrañas, si ya estaba mejor, si ya han pasado 1,2,3,4,5,6 o más años?” No sólo es posible, sino que es normal, es así, nos ocurre a todos.Pero, si apostamos por la vida, también hay días en que notamos en nuestro interior una alegría serena inmensa, un amor hacia todo que antes no percibíamos. Y eso ocurre ya durante el primer año, aunque sea el peor año de nuestras vidas. El segundo puede ser un poco mejor, pero nos encontramos todavía en zona de riesgo, sumidos en los vaivenes del tiempo sin tiempo que acompaña a las grandes pérdidas. Al menos eso es lo que me ocurrió a mí, durante muchos años.

Es lento el proceso, no es posible saltarnos etapas, cada uno aprende a vivir de nuevo a su ritmo. Nunca más seremos los de antes pero seguramente conseguiremos aumentar el amor incondicional que nos acerca a nuestros hijos muertos y nos permite vivir con más plenitud y paz a nosotros.

SENTIR A NUESTROS SERES QUERIDOS MUERTOS

 

Al principio, el desconsuelo de no verles es grande y su ausencia provoca una tristeza enorme. Es normal, pero con el tiempo, si mantenemos nuestros corazones abiertos al amor, es posible establecer una nueva relación con ellos y aunque parezca mentira, no es peor, solo es distinta y absolutamente reconfortante. Eso lo sabemos todos los que hemos perdido a alguien muy querido. Porque el velo que separa a los de aquí y a los del otro lado es ténue, muy ténue. En una entrevista a Vicente Ferrer le oí decir que la muerte como final del ser no existe, siempre somos, simplemente estamos a un lado o a otro de lo que denominamos realidad. Y eso, los que lo sentimos así, está bien que lo digamos porque ayuda a desvanecer muchos miedos a los que están pasando por el principio del duelo y, en definitiva, nos va bien a todos para encarar la vida y la muerte de otro modo más natural, menos dramático.

¿Cómo es esta comunicación? Puede ser de mil maneras. En mi caso algunas veces se produce en sueños. En algunos de estos “sueños” he podido abrazar a mi hijo y sentir una intensidad de amor tan fuerte, que en nada se diferencia a los abrazos “reales”. Pero no siempre que sueño con él es lo mismo. Algunas veces el inconsciente utiliza su imagen para mostrarme algunos miedos, algunas emociones no resueltas, algo que me preocupa…. Esos sueños son distintos, aunque salga Ignasi.

Sean del tipo que sean, los sueños siempre son de gran ayuda; nos acercan a nuestros anhelos más auténticos, nos hablan de nuestras alegrías y temores más profundos, de nuestras emociones menos conscientes… Siempre son portadores de mensajes, bien de nuestros guías o maestros, bien de nuestro inconsciente. De noche, durmiendo, es posible sanar muchas cosas.

Pero no sólo en sueños hablo con mi hijo, también lo noto a veces, de forma imprevista en cualquier momento del día. Recuerdo estar cocinando y notar de repente ese amor profundo e indescriptible que te envuelve, esa certeza de que él está allí conmigo. En esos momentos no existe nada que se parezca al temor, al contrario, son momentos de una paz, de una alegría serena inmensa. Cuando se desvanece esa sensación, en mi corazón queda una gratitud infinita. Pero no siempre estos encuentros son tan trascendentes. En la mayoría de ocasiones soy yo la que inicia una conversación como cualquiera de las que teníamos antes. Nunca le reprocho que se haya ido, para qué sí se que todos tenemos un tiempo limitado aquí y él no puede volver aunque se lo pidiese. Al menos no puede volver como antes. Además no tiene sentido cambiar lo que és; él está en sus cosas y yo en las mías, pero nuestros lazos de amor se mantienen firmes. Mi hijo me reconforta ahora como me reconfortaba antes y así eternamente porque el amor y la energía nunca mueren, solo se transforman.

EL MIEDO AGRAVA EL DOLOR

 

En todas las situaciones límites y la muerte de un hijo lo es, es normal que aparezca el miedo. Miedo a no tener fuerzas para seguir, a que la familia se desmorone, a ver sufrir a nuestros otros hijos, a que muera otro de nuestros seres queridos… Miedo, en definitiva, al dolor del alma. Ese miedo crece y agrava el dolor y cuanto más dolor más miedo. Hay que salir de esa espiral, ¿pero cómo? La única salida del dolor es atravesarlo; estar dispuestos a sentirlo, sin resistencias, ni juicios y después dejarlo ir. Va bien hablar con un amigo o un terapeuta o cualquier persona que nos inspire confianza para explicarle lo que sentimos. Sentirse escuchado alivia el dolor. Llorar, gritar, también son un buen recurso sobre todo cuando nos invade la rabia. Cuando a mi me sucedía, cogía un palo de madera y golpeaba el colchón de mi cama hasta que me quedaba sin fuerzas. En momentos en que el miedo se convierte en ansiedad y angustia, las respiraciones lentas y profundas, la meditación o las oraciones también nos ayudan a calmarnos. Yo al principio me enfadé muchísimo con Dios, con los de “arriba”, me encaraba con ellos y les gritaba enfurecida que qué se habían creído, que aquello era demasiado para mí, que no podría soportarlo… Pero con el tiempo me he dado cuenta que todos somos más fuertes de lo que nos imaginamos y que seguramente es cierto que no nos dan más de lo que podemos soportar, aunque nos parezca mentira. Al final del túnel nos espera siempre el amor y entonces nos invade la gratitud por el tiempo, sea mucho o poco, que hemos podido vivir junto a nuestros hijos muertos.

HACER ALGO CREATIVO CON EL DOLOR

 

Acostumbramos a asociar la creatividad con la pintura, la literatura, la escultura o cualquier otra manifestación de lo que denominamos arte. Pero en realidad la creatividad se encuentra en la esencia de todo. No hay ninguna acción ni pensamiento, que encierren amor, que no sean creativos, en el sentido más amplio, bonito y positivo. Por eso todos podemos ser creativos. Una tortilla de patatas hecha con amor puede ser una obra de arte, lo mismo que hacer un precioso ramo de flores con la intención de alegrar la casa.

Son muchas las cosas que solemos hacer por inercia o por obligación y esas cansan, pero si las mismas cosas las hacemos con ilusión, con cariño, en vez de quitarnos nos dan energía. Precisamente durante el duelo, como el dolor desgasta tanto, hemos de estar muy atentos a eso. Hemos de procurar hacer algo creativo cada día, por pequeñito o insignificante que sea. Por ejemplo, ofrecer algo tan sencillo como una sonrisa o una mirada cariñosa, crea en la persona que la da y en la que la recibe una agradable sensación de bienestar, por muy efímera que sea. Hay que buscar eso, sumar destellos de amor que alimenten poco a poco el alma.

Todos tenemos algún don, algo que hacemos bien y podemos ofrecer a los demás y, precisamente, dar es la otra llave que abre nuestro corazón. Es normal que al principio del duelo nos encerremos porque el dolor es tan intenso que instintivamente nos replegamos. El mundo nos es ajeno y nos hiere, porque nos hemos quedado en carne viva. El bálsamo vuelve a ser el amor, mimarnos a nosotros mismos como mimaríamos a nuestros hijos. Ellos nos aman incondicionalmente y, tanto los vivos como los muertos, quieren lo mejor para nosotros. Recibir con gratitud y dar con amor, esa es la salida que nos conduce a la salvación.

No tenemos que ser buenos porque nos lo exijan las religiones, ni los Estados, ni las normas sociales. Hemos de cultivar la bondad porque sabemos que todos somos uno, que lo que damos lo recibimos, que la felicidad de los demás es también la nuestra, que crear armonia nos da paz. Querer lo mejor para los demás es lo mismo que querer lo mejor para nosotros.

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