ESTAR DE DUELO ES CÓMO TENER FUEGO EN CASA
Los primeros años de duelo, sobre todo el primero, son muy intensos. Recuerdo que yo acababa el día rendida. Muchas veces a las nueve de la noche, incluso antes, ya estaba en la cama destrozada. No solo porque el dolor agota, también te deja sin energía el enorme esfuerzo que supone estar en constante alerta. Nunca como entonces había estado tan lejos de la vida, tan a la deriva, por eso, por instinto de supervivencia, pasaba días enteros procurando parar mi mente atormentada, intentando aferrarme a la energía del bien, a la luz, que no veía. “Gran Madre, ayúdame”, repetía como una oración silenciosa, como un mantra, para conectarme a la fuente, a la esencia, a Dios, al amor absoluto que tanto necesitaba. Esos días eran de una actividad interna enorme, como si tuviera fuego en casa.
Cuando las cosas van más o menos bien, cuando la existencia transcurre cotidiana, el barullo mismo de la vida diluye las sombras de nuestros pesares. Cuando vamos tirando, nos es más fácil ignorar la sensación de tristeza o vacío que a veces nos acompaña. Pero cuando la vida nos pone entre la espada y la pared, no hay tiempo para engaños. Todo lo que no reconforta al alma, hay que tirarlo, modificarlo, transformarlo. Hay que hacer limpieza a fondo, habitación por habitación, armario por armario, no sirven los apaños. Y hay que actuar deprisa, antes de que el dolor nos paralice y el fuego y el humo negro campen a sus anchas. Hay que mirar muy adentro, con la ayuda de una o varias terapias, de todos los ángeles y maestros. No hay que desperdiciar nada.
LA DURACIÓN DEL DUELO
¿Cuánto dura la tristeza y el dolor que causa la muerte de un hijo o de un ser muy, muy querido? Es imposible determinarlo, cada persona es un mundo y cada situación es distinta. Si un hijo contrae una enfermedad de las denominadas incurables, cuando nos comunican el temido diagnóstico, empieza ya el duelo y, si la enfermedad es muy larga y le vemos sufrir y consumirse, el día que se va lo más probable es que, entre todas las emociones que sintamos, se encuentre también la gratitud por el hecho de que por fin descanse. Eso no quita dolor, pero ayuda a comprender que nuestro hijo no podía seguir aquí, encontrándose tan mal como se encontraba. No es que sea un duelo más llevadero, es que empieza antes, a veces mucho antes, del día de su muerte.
A los padres que se nos va un hijo de repente, el dolor viene de golpe pero no es más ni menos intenso que el que han pasado los papás de un niño enfermo. ¿Cuánto durará uno y otro? Depende de la capacidad de cada uno de transmutar el dolor, de conectarnos al amor, de aceptar la vida y los cambios. Depende de las heridas sin curar que arrastremos, del entorno amoroso o no en que vivamos… ¡Depende de tantas cosas!
Una cosa está clara: no importa el tiempo, lo imprescindible es que atravesemos el duelo con la firme convicción de llegar a ver la luz. Habrá días en que eso se convertirá en una misión imposible. Me refiero a esos días negros en que parece que volvemos al principio del horror. Esos días forman parte del todo, de la curación, hay que tocar fondo muchas veces, eso conviene saberlo. “¿Cómo es posible -nos preguntaremos- que ahora vuelva a sentir ese nudo en el pecho, esa falta de energía, ese vacío en las entrañas, si ya estaba mejor, si ya han pasado 1,2,3,4,5,6 o más años?” No sólo es posible, sino que es normal, es así, nos ocurre a todos.Pero, si apostamos por la vida, también hay días en que notamos en nuestro interior una alegría serena inmensa, un amor hacia todo que antes no percibíamos. Y eso ocurre ya durante el primer año, aunque sea el peor año de nuestras vidas. El segundo puede ser un poco mejor, pero nos encontramos todavía en zona de riesgo, sumidos en los vaivenes del tiempo sin tiempo que acompaña a las grandes pérdidas. Al menos eso es lo que me ocurrió a mí, durante muchos años.
Es lento el proceso, no es posible saltarnos etapas, cada uno aprende a vivir de nuevo a su ritmo. Nunca más seremos los de antes pero seguramente conseguiremos aumentar el amor incondicional que nos acerca a nuestros hijos muertos y nos permite vivir con más plenitud y paz a nosotros.
DEJAR DE SER ESCLAVOS DE LA CULPA
Está tan arraigada la culpa en nuestra cultura, que es casi imposible no sentirla. ¿pero nos es útil? Yo creo que no. Todos hacemos lo que buenamente podemos con nuestras vidas. Nos equivocamos muchas veces, pero eso forma parte del aprendizaje del ser humano. Es algo natural en nosotros, es nuestra manera de aprender. ¿De qué sirve lamentarnos de lo que hubiésemos podido hacer y no hicimos? Sólo podemos actuar en el presente.
Quedarnos con la culpa nos paraliza, nos ancla en el sufrimiento, nos produce resentimiento hacia nosotros mismos. Y así es imposible salir adelante. Lo que sí puede ayudarnos es pedir perdón, de corazón, a las personas a las que hemos hecho daño, estén vivas o muertas y perdonarnos a nosotros mismos.
Tampoco sirve para avanzar echar las culpas a los demás de nuestras desgracias. Sea lo que sea lo que nos haya sucedido, nosotros podemos elegir la actitud con la que lo afrontamos. Podemos envenenarnos con el odio o apostar por curar las heridas hasta que vuelva a brotar el amor en nuestras vidas.
UNIR LA ENERGÍA FEMENINA Y MASCULINA
El duelo es un buen momento para poner muchas cosas en orden, para curar heridas recientes y antiguas, para ganar confianza en nosotros mismos y salir fortalecidos. Una buena herramienta para conseguirlo es unir las dos polaridades de la energía: la femenina y la masculina. ¿En qué consiste esto? En equilibrar nuestra parte emocional –energía femenina- con la parte más expeditiva, la que nos permite actuar y poner límites –la energía masculina-. Las dos son necesarias para vivir en armonía, no son excluyentes, al contrario, forman las dos caras de la misma moneda y es preciso que trabajen de la mano. La energía masculina, la que predomina en los hombres, nos permite mantenernos centrados, a no perdernos en las expectativas o necesidades de los demás. Nos ayuda a encontrar un equilibrio entre el dar y el recibir, a tomar decisiones, a concretar, a actuar. Es necesaria para materializar lo que nuestra alma necesita.
La energía femenina –la que predomina en las mujeres- no pone límites, tiende a buscar la unidad con los otros seres, a nutrirlos, no diferencia, ni individualiza, es la que está en el interior de lo que todavía no se ha manifestado. Tiene que ver con la intuición, la comprensión, la capacidad de amar y de perdonar…Estas dos energías forman parte de cada uno de nosotros, hombres y mujeres, y el equilibrio entre ellas es lo que nos permite levantarnos después de un golpe duro y seguir avanzando.
A mí me emociona todo lo que se puede conseguir utilizando la parte buena de la energía masculina, siento un profundo respeto por los hombres que tienden la mano a su energía femenina y trabajan codo con codo junto a las mujeres para conseguir entre todos un mundo mejor, una convivencia más amorosa.
HACERNOS AMIGOS DE LA SOLEDAD
Leyendo ayer un artículo, del psicólogo Josu Cabodevilla, me encontré con esta frase: “…nadie puede amar, creer, sufrir o morir en nuestro lugar”. Esta frase ha despertado en mí una emoción honda. Lo fundamental de la vida lo hacemos solos, aunque estemos acompañados. De ahí la importancia de saber estar con uno mismo, de comprendernos, de querernos… y eso no se consigue huyendo de lo que sentimos. Hay que parar, estar en silencio, sin hacer nada, escuchando algunos días los lamentos del alma y otros su serena alegría. La soledad tiene el don de conectarnos con nuestra esencia: el amor infinito. Hay que mirarla con buenos ojos. Como la tristeza, el dolor o el miedo, la soledad es más dulce si, en vez de combatirla, la aceptamos. Despacio, sin prisas.
Si con el tiempo nos hacemos amigos de la soledad no nos sentiremos nunca solos.
LA BONDAD DE LA PACIENCIA
He tardado mucho en apreciar el inmenso valor de la paciencia. Tal vez porque nací acelerada –mi madre decía que salí de su vientre con la rapidez y la furia de un tapón de cava-. Aterricé en este mundo con prisas, como si llegara tarde. Y esa sensación de ansiedad me ha acompañado buena parte de mi vida.
La paciencia es la madre de la ciencia, decía mi madre cuando yo era pequeña y yo la miraba sin entender nada, como si me hablara en chino. A medida que iba creciendo podía entender la importancia de otras virtudes, ¿pero la de ser paciente? A esa no le encontré sentido hasta que llegó el parón seco de la muerte de Ignasi.
La impaciencia es compañera del orgullo, de la intranquilidad, del desasosiego, del vivir esperando algo que nunca llega. La paciencia en cambio es pausada, bondadosa, nos fortalece, nos invita a disfrutar de las pequeñas cosas, de las que tenemos hoy, sin perseguir las que quizá lleguen mañana.
La paciencia con uno mismo es un regalo. Si estamos mal y la invocamos, al cabo de nada estamos mejor. De su mano es más fácil recorrer la oscuridad, es una buena guía, conoce el camino, apuntala cada uno de nuestros pasos, tiene tiempo para abrazos, para reconfortar nuestro llanto… la paciencia nos muestra nuestro lado más humano, más bonito, más resplandeciente. Ya no digamos con los demás: ¡obra milagros! Permite que las personas que queremos florezcan, sin el agobio de nuestros reclamos. Convierte los errores, los suyos y los nuestros, en oportunidades de cambio, porque solo equivocándonos mucho avanzamos.
La paciencia nos muestra el camino porque cualquier movimiento del alma es lento.
CREAR LAZOS DE AMOR
Cuando muere alguien muy querido, como un hijo, el dolor es inevitable. Cuando murió Ignasi, me propuse vivir ese dolor intensamente. Se había muerto mi hijo y estaba dispuesta a sentir todo lo que antes había intentado esconder, eludir, tapar…Sentir siempre me había dado miedo, con la razón me manejaba más o menos bien, la mente siempre encontraba la manera de “protegerme” de las emociones comprometidas. Tal vez porque presentía mi fragilidad, me recubría de dureza hasta que llegó lo incontrolable y entonces no tuve más remedio que aceptar con humildad que nada está en mis manos, ¿para qué entonces soportar el peso de las armaduras? ¿Para qué intentar defenderme de la vida?Me quedé desnuda, en carne viva y dejé que el dolor me atravesara, sin retenerlo. El dolor duele, pero es mucho peor el miedo a sentirlo. Todos conocemos a hombres y mujeres que han pasado por lo peor y eso no les impide disfrutar de la vida. Al contrario, sus tragedias les han enseñado a valorar las pequeñas cosas y conocen el arte de convertir lo sencillo en extraordinario. Eso, creo, sólo se consigue creando lazos de amor. En las condiciones más adversas todos podemos recurrir al cariño que hemos dado y recibido. Incluso en un orfanato, un niño puede sobrevivir si encuentra la mirada amorosa de una cuidadora y la guarda en su corazón para invocarla en sus noches de soledad. Si nos agarramos al amor –y eso sí está en nuestras manos- las noches oscuras durarán poco.
ENLACE PARA VER RESPIRA.
El enlace para ver por internet el programa respira que se emitió el domingo 13 a las 22 h en Barcelona TV es:
CÓMO CARGAR LAS PILAS
Durante los primeros tiempos del duelo hay días que uno no puede con su alma, pero incluso en esos días más negros hay chispitas de luz. Cuando se producen hay que aprovechar el momento para que esa luz se engrandezca. Una de las maneras para calmar la ansiedad y expandir el amor que yo utilizo es la siguiente: busco un lugar en mi casa donde pueda estar sola, sin interrupciones, cierro los ojos y en la pantalla de mi mente y en mi corazón hago que desfilen todas las personas que quiero. Les doy las gracias por todo el amor que me han dado, no importa que ya no estén aquí y si lo están que haga “mil años” que no las veo; hay almas que han estado poco junto a nosotros, eso da igual, el amor que hemos dado y recibido perdura, es eterno. Me imagino el inmenso cariño que me tienen y les envío el mío, junto a todos mis mejores deseos de felicidad para ellos. Luego intento hacer lo mismo con las personas con las que me cuesta conectar, pero que forman parte de mi vida. Las personas difíciles para nosotros son nuestros verdaderos maestros, ellas reflejan nuestro lado oscuro, lo que no queremos ver de nosotros mismos. Les doy las gracias por enseñarme mis debilidades, que son precisamente los defectos que yo veo en ellos, les agradezco que me muestren el camino de lo que escondo, de lo que no reconozco en mí. Los que más nos cuestan son los que más nos ayudan a avanzar, a conocernos y aceptarnos mejor. Porque en realidad todos somos uno y en el corazón de las personas que menos nos gustan se esconde también la semilla de amor que nos une a todos. Eso me ayuda a cargar las pilas, a conectar con el cariño que no juzga, que lo acepta todo, porque cualquier defecto imaginable es humano y perdonar nos libera. No se trata de encontrar bien lo que está mal, si no de aceptar que todos nos equivocamos y que cada uno hace lo mejor que sabe con su vida.



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