LA BONDAD DE LA PACIENCIA
He tardado mucho en apreciar el inmenso valor de la paciencia. Tal vez porque nací acelerada –mi madre decía que salí de su vientre con la rapidez y la furia de un tapón de cava-. Aterricé en este mundo con prisas, como si llegara tarde. Y esa sensación de ansiedad me ha acompañado buena parte de mi vida.
La paciencia es la madre de la ciencia, decía mi madre cuando yo era pequeña y yo la miraba sin entender nada, como si me hablara en chino. A medida que iba creciendo podía entender la importancia de otras virtudes, ¿pero la de ser paciente? A esa no le encontré sentido hasta que llegó el parón seco de la muerte de Ignasi.
La impaciencia es compañera del orgullo, de la intranquilidad, del desasosiego, del vivir esperando algo que nunca llega. La paciencia en cambio es pausada, bondadosa, nos fortalece, nos invita a disfrutar de las pequeñas cosas, de las que tenemos hoy, sin perseguir las que quizá lleguen mañana.
La paciencia con uno mismo es un regalo. Si estamos mal y la invocamos, al cabo de nada estamos mejor. De su mano es más fácil recorrer la oscuridad, es una buena guía, conoce el camino, apuntala cada uno de nuestros pasos, tiene tiempo para abrazos, para reconfortar nuestro llanto… la paciencia nos muestra nuestro lado más humano, más bonito, más resplandeciente. Ya no digamos con los demás: ¡obra milagros! Permite que las personas que queremos florezcan, sin el agobio de nuestros reclamos. Convierte los errores, los suyos y los nuestros, en oportunidades de cambio, porque solo equivocándonos mucho avanzamos.
La paciencia nos muestra el camino porque cualquier movimiento del alma es lento.
CREAR LAZOS DE AMOR
Cuando muere alguien muy querido, como un hijo, el dolor es inevitable. Cuando murió Ignasi, me propuse vivir ese dolor intensamente. Se había muerto mi hijo y estaba dispuesta a sentir todo lo que antes había intentado esconder, eludir, tapar…Sentir siempre me había dado miedo, con la razón me manejaba más o menos bien, la mente siempre encontraba la manera de “protegerme” de las emociones comprometidas. Tal vez porque presentía mi fragilidad, me recubría de dureza hasta que llegó lo incontrolable y entonces no tuve más remedio que aceptar con humildad que nada está en mis manos, ¿para qué entonces soportar el peso de las armaduras? ¿Para qué intentar defenderme de la vida?Me quedé desnuda, en carne viva y dejé que el dolor me atravesara, sin retenerlo. El dolor duele, pero es mucho peor el miedo a sentirlo. Todos conocemos a hombres y mujeres que han pasado por lo peor y eso no les impide disfrutar de la vida. Al contrario, sus tragedias les han enseñado a valorar las pequeñas cosas y conocen el arte de convertir lo sencillo en extraordinario. Eso, creo, sólo se consigue creando lazos de amor. En las condiciones más adversas todos podemos recurrir al cariño que hemos dado y recibido. Incluso en un orfanato, un niño puede sobrevivir si encuentra la mirada amorosa de una cuidadora y la guarda en su corazón para invocarla en sus noches de soledad. Si nos agarramos al amor –y eso sí está en nuestras manos- las noches oscuras durarán poco.
CÓMO CARGAR LAS PILAS
Durante los primeros tiempos del duelo hay días que uno no puede con su alma, pero incluso en esos días más negros hay chispitas de luz. Cuando se producen hay que aprovechar el momento para que esa luz se engrandezca. Una de las maneras para calmar la ansiedad y expandir el amor que yo utilizo es la siguiente: busco un lugar en mi casa donde pueda estar sola, sin interrupciones, cierro los ojos y en la pantalla de mi mente y en mi corazón hago que desfilen todas las personas que quiero. Les doy las gracias por todo el amor que me han dado, no importa que ya no estén aquí y si lo están que haga “mil años” que no las veo; hay almas que han estado poco junto a nosotros, eso da igual, el amor que hemos dado y recibido perdura, es eterno. Me imagino el inmenso cariño que me tienen y les envío el mío, junto a todos mis mejores deseos de felicidad para ellos. Luego intento hacer lo mismo con las personas con las que me cuesta conectar, pero que forman parte de mi vida. Las personas difíciles para nosotros son nuestros verdaderos maestros, ellas reflejan nuestro lado oscuro, lo que no queremos ver de nosotros mismos. Les doy las gracias por enseñarme mis debilidades, que son precisamente los defectos que yo veo en ellos, les agradezco que me muestren el camino de lo que escondo, de lo que no reconozco en mí. Los que más nos cuestan son los que más nos ayudan a avanzar, a conocernos y aceptarnos mejor. Porque en realidad todos somos uno y en el corazón de las personas que menos nos gustan se esconde también la semilla de amor que nos une a todos. Eso me ayuda a cargar las pilas, a conectar con el cariño que no juzga, que lo acepta todo, porque cualquier defecto imaginable es humano y perdonar nos libera. No se trata de encontrar bien lo que está mal, si no de aceptar que todos nos equivocamos y que cada uno hace lo mejor que sabe con su vida.
EL AMOR QUE DAMOS A LA VIDA ELLOS LO RECIBEN
Cuando muere un hijo, todo pierde sentido. De repente, nuestra cotidianidad se rompe y el futuro que nos habíamos imaginado se desvanece y no sabemos qué hacer con tanta añoranza, con tanta tristeza, con tanto dolor y ¡con toda una vida por delante! Eso es así al principio y ese principio puede ser más o menos largo, porque para cada uno el viaje del duelo es distinto. Lo esperanzador es que ese tramo del camino tan difícil es posible dejarlo atrás, aunque nos cueste años recorrerlo. Lo importante es la voluntad de seguir adelante, sin regatear esfuerzos. A medida que somos capaces de sentir amor, el paisaje va variando y la vida, con intermitencias, va recobrando sentido.
A mi me ha ayudado descubrir que Ignasi, aunque no esté aquí, sigue formando parte de mi proyecto de vida, de mis ilusiones, de mis deseos, de mis logros… Sigue formando parte de mí como antes, de otra forma, pero con la misma intensidad. Cuando nacieron mis hijos nació en mí un anhelo grande de ser mejor persona para poder ser una buena madre. Ese fue el pan que trajeron mis hijos bajo el brazo y eso ha quedado gravado en mi ADN, ahora que sé que la maternidad perdura aunque nuestros hijos mueran. El amor que damos a la vida ellos lo reciben. Todo lo que hacemos con amor da alegría y la alegría nos acerca a ellos. Lo veo en los ojos de mi hijo Jaume y lo noto en la energía que me transmite Ignasi.
VOLVER A LA VIDA
Después de la muerte de un hijo es preciso un trabajo interior para volver a la vida. Al principio el dolor nos paraliza, nos quedamos tan vacías, tan alejadas de este mundo, que levantarse de la cama es casi como escalar el Himalaya y salir a la calle una heroicidad. Al menos eso me pasaba a mí todos los días durante los primeros meses y luego de vez en cuando durante algunos años. Todas las pérdidas producen dolor, pero yo nunca me había enfrentado a un dolor así, tan grande que sólo te deja dos alternativas: o te agarras al amor o te quedas muerta en vida. Apostar por el amor, que es lo mismo que apostar por la vida, requiere ese trabajo interior que nos transforma tanto como a los gusanos de seda en mariposas. El proceso es largo, tan largo como el duelo y más. Pero como todos los grandes viajes se inicia con un primer paso. Este primer paso es la voluntad de salir adelante, sin regatear lágrimas ni esfuerzos. Y me refiero a esa voluntad silenciosa y profunda, más fuerte que nosotras.
Si optamos por la otra alternativa, la de quedarnos con la rabia, el dolor, la frustración, la culpa o la pena, no sólo malgastamos nuestra vida, también ensombrecemos a los que están a nuestro alrededor y a todas las personas que nos quieren, estén aquí o en el otro lado. Nuestros hijos, los que se han ido, han sembrado semillas de amor en nuestros corazones y nos toca a las madres y padres que nos quedamos regarlas en su nombre para que florezcan.
El segundo paso para volver a la vida, para florecer, requiere precisamente eso: desprenderse de la rabia, que es la otra cara de la pena.” Donde hay rabia hay pena y donde hay pena hay rabia escondida”, me decía mi amiga Amelia, fisioterapeuta y profesora de yoga, mientras me ayudaba a sacar el dolor que llevaba dentro. El duelo sirve para poner orden a nuestras emociones, para limpiar todos los rincones de nuestra alma; para sentir todo lo que no hemos querido o podido sentir antes.
Cada una de nosotras, a su manera, tiene que revisar y elegir lo que le es útil para vivir y deshacerse de lo que le estorba. Todas hemos heredado penas o maneras de hacer que no son nuestras. Yo, por poner dos ejemplos,aprendí de pequeña a sufrir por sufrir como mi abuela y a ser capaz de agotarme hasta enfermar como mi madre… y eso no lo quiero, no me sirve para volver a amar la vida. Todas hemos recibido mucho de nuestras familias y ahora, después de la muerte de nuestro hijo, no tenemos más remedio que quedarnos con los dones y devolver con cariño las cargas. Y ese trabajo arduo es también una bendición porque con el tiempo nos permite vivir más felices y dejar una herencia más valiosa y ligera.
Nos toca, aunque parezca mentira, romper la cadena del sufrir, porque sufrir no sirve para nada. Hemos de aprender a querer sin condiciones, a abrirnos a lo que venga, porque la vida trae de todo, esa es su esencia. A veces, como el mar, amanece tranquila y nos envuelve su dulzura y la paz se apodera de nuestra alma… hasta que se levanta viento y casi sin darnos cuenta volvemos a tener encima la tormenta. Embravecido o en calma, el mar siempre es el mar. ¿Para qué pedir imposibles? Mejor amar lo que tenemos. Buscar la hermosura en todo. Llorar sin freno y reír con ganas. A nadie tenemos que dar explicaciones, ni a nosotras. Para andar por la vida, con saber dar y recibir cariño basta.
La muerte de un hijo, sin más, a nadie hace mejor persona, lo que sí puede ayudarnos a ser más sabias es lo que hacemos con esa muerte tan sentida. No hay prisa, tenemos toda una vida por delante para reaprender a vivir.
Ser madre es lo mejor que me ha ocurrido en la vida y no me siento menos madre porque uno de mis hijos no se encuentre aquí. Persigo la felicidad de los míos estén donde estén. A Jaume tengo la suerte de poder tocarle, con Ignasi los abrazos tienen lugar en mi corazón, son virtuales, pero de ninguna manera menos intensos. A jaume le digo a menudo que le quiero y a Ignasi también. Ni uno porque está vivo ni el otro porque está muerto ocupa más mi corazón. A uno procuro enseñarle a vivir y al otro a vivir en paz allá donde esté y eso me hace feliz. Pero este sentimiento de amor va más allá y, cuando se apodera de mí, me parece que todos los niños del planeta son hijos míos, todas las mujeres mis hermanas y cualquier hombre mi amigo.
El tercer paso para amar la vida para mí es perdonarme y perdonar tantas veces como haga falta. Porque me equivoco y mucho y hay días en que todo lo que escribo aquí parece que lo haya escrito otra. Los disgustos se convierten en un nudo en el estómago y vuelve a aparecer el miedo. ¡Nos conocermos tanto el miedo y yo! Se podría decir que somos íntimos. Por eso, porque nos miramos de cara, nos tenemos respeto. Cuando viene a visitarme por cualquier cosa, siempre me coge por sorpresa y enmudezco. Su paciencia es infinita y me da tiempo a convocar el insomnio, a sentir en el pecho la angustía, a verlo todo negro… Luego nos miramos a los ojos y los dos sabemos que hemos de separarnos, que no estamos hechos para vivir juntos. Es como esos amantes tan intensos que no nos sirven para marido.
CÓMO CUIDAR A NUESTROS HIJOS MUERTOS
Así como a algunas personas les cuesta nacer, a otras, una vez muertas, les cuesta irse de este mundo. La noche en que desconectaron a mi hijo los médicos no me permitieron estar presente. Se lo supliqué varias veces pero imagino que, como inmediatamente entraba en un programa de donación de órganos, era imposible que nadie que no fuera del equipo médico estuviera presente. Entonces le dije a la doctora que habló conmigo que tendría que ser ella la que le dijera a Ignasi que siguiera la luz, que contaba con el cariño de los suyos para irse tranquilo.
Tanto Lluís como yo hubiésemos dado nuestra vida por la suya, pero como eso no es posible, al menos intentamos suavizarle el camino. Por suerte yo había leído los libros de Elisabeth Kübler-Ross y sabía que no es lo mismo marchar con el consentimiento de las personas que quieres que sin él. Tiempo después se lo conté a un amigo y me dijo que él nunca podría hacer eso; que no podría darle permiso a su hijo para que se fuera.
“Ponte en el lugar de la persona que se tiene que marchar–le dije–. ¿Verdad que si una noche quedas para ir a cenar con tus amigos te irás más tranquilo si tu mujer acepta con agrado que salgas y te diviertas? Pues eso, salvando las distancias, es algo parecido.
Cuando no tienes más remedio que dejar este mundo, tu energía se eleva con más facilidad si no te retienen tus seres queridos.
Con eso no digo que haya que reprimir el llanto o la pena. Durante la larga travesía del duelo hay que aceptar y dejar fluír todas las emociones y llorar alivia mucho, pero para no preocupar a Ignasi yo le decía que estuviera tranquilo, que lloraba por mí no por él, y que ya aprendería a vivir sin su presencia física. Siempre que tenía un mal momento le recordaba que era cosa mía, que él siguiera con lo suyo, que el aprendizaje del desapego me tocaba a mí, que él estuviera atento a las instrucciones de los seres de luz que me imagino hay al otro lado, los maestros que cuidan de su evolución.
Si mi hijo estuviera aquí yo intentaría que fuese feliz, me equivocaría en muchas cosas, como a veces me pasa con Jaume, pero mi intención estaría puesta en su felicidad. Yo no sé mucho de la vida después de la muerte pero lo suficiente para entender que los lazos de amor no se rompen y que cuanto mejor estoy yo, mejor están los míos, porque ellos son más felices si me ven feliz.
TODA MUERTE DE UN SER QUERIDO DEJA UN VACÍO
Hace tres días que mi madrina, muy querida por mí, ha muerto después de una larga enfermedad, que le ha causado sufrimiento y la ha tenido hospitalizada durante largos periodos de tiempo.
Su muerte, después de tanto sufrir, es para ella una liberación y también lo es para las personas que la queríamos. Sus hijos y su sobrina la han acompañado a diario y amorosamente durante la larga travesía de su enfermedad y seguro que están agotados, tristes y también en paz por todo lo que han hecho por ella. Su muerte no es desgarradora como la muerte de un hijo, pero como todas las muertes sentidas deja un enorme vacío. Para mí mi madrina ha sido un referente. Ha estado presente em mi vida en momentos cruciales; cuando ella todavía era una estudiante de enfermería asistió en casa a mi madre el día en que nací -fue la primera persona que me cogió en brazos-; durante mi adolescencia me sentí reconfortada por ella y la noche en que desconectaron a mi hijo Ignasi, en el hospital de Bellvitge, estuvo conmigo, aguantando mi dolor.
Ahora, tras su muerte, como sucede siempre que atravesamos un duelo, nos toca a los que nos quedamos aprender a llenar ese vacío, a relacionarnos con el ser que se ha ido de manera distinta, pero igualmente amorosa. Para eso es preciso que, poco a poco, lo empecemos a sentir en nuestro corazón. Eso no sucede porque sí, requiere siempre una transformación que nace de un trabajo interior. Nada es igual que antes cuando muere un ser querido. El camino que llevamos hecho con otros duelos nos sirve, en parte, si hemos podido transmutar las ausencias en amor, con ese amor en mayúsculas, el que nos permite amarnos un poco más a nosotros y a la vida… Pero el camino del nuevo duelo lo hemos de recorrer también en solitario, es distinto a los anteriores y por tanto desconocido. A medida que dejamos fluir las emociones que afloran y descubrimos en nosotros dependencias y antiguos dolores ocultos, sin rechazarlos ni esconderlos, el duelo se transforma en otra gran oportunidad de amar la vida.
SENTIR A NUESTROS SERES QUERIDOS MUERTOS
Al principio, el desconsuelo de no verles es grande y su ausencia provoca una tristeza enorme. Es normal, pero con el tiempo, si mantenemos nuestros corazones abiertos al amor, es posible establecer una nueva relación con ellos y aunque parezca mentira, no es peor, solo es distinta y absolutamente reconfortante. Eso lo sabemos todos los que hemos perdido a alguien muy querido. Porque el velo que separa a los de aquí y a los del otro lado es ténue, muy ténue. En una entrevista a Vicente Ferrer le oí decir que la muerte como final del ser no existe, siempre somos, simplemente estamos a un lado o a otro de lo que denominamos realidad. Y eso, los que lo sentimos así, está bien que lo digamos porque ayuda a desvanecer muchos miedos a los que están pasando por el principio del duelo y, en definitiva, nos va bien a todos para encarar la vida y la muerte de otro modo más natural, menos dramático.
¿Cómo es esta comunicación? Puede ser de mil maneras. En mi caso algunas veces se produce en sueños. En algunos de estos “sueños” he podido abrazar a mi hijo y sentir una intensidad de amor tan fuerte, que en nada se diferencia a los abrazos “reales”. Pero no siempre que sueño con él es lo mismo. Algunas veces el inconsciente utiliza su imagen para mostrarme algunos miedos, algunas emociones no resueltas, algo que me preocupa…. Esos sueños son distintos, aunque salga Ignasi.
Sean del tipo que sean, los sueños siempre son de gran ayuda; nos acercan a nuestros anhelos más auténticos, nos hablan de nuestras alegrías y temores más profundos, de nuestras emociones menos conscientes… Siempre son portadores de mensajes, bien de nuestros guías o maestros, bien de nuestro inconsciente. De noche, durmiendo, es posible sanar muchas cosas.
Pero no sólo en sueños hablo con mi hijo, también lo noto a veces, de forma imprevista en cualquier momento del día. Recuerdo estar cocinando y notar de repente ese amor profundo e indescriptible que te envuelve, esa certeza de que él está allí conmigo. En esos momentos no existe nada que se parezca al temor, al contrario, son momentos de una paz, de una alegría serena inmensa. Cuando se desvanece esa sensación, en mi corazón queda una gratitud infinita. Pero no siempre estos encuentros son tan trascendentes. En la mayoría de ocasiones soy yo la que inicia una conversación como cualquiera de las que teníamos antes. Nunca le reprocho que se haya ido, para qué sí se que todos tenemos un tiempo limitado aquí y él no puede volver aunque se lo pidiese. Al menos no puede volver como antes. Además no tiene sentido cambiar lo que és; él está en sus cosas y yo en las mías, pero nuestros lazos de amor se mantienen firmes. Mi hijo me reconforta ahora como me reconfortaba antes y así eternamente porque el amor y la energía nunca mueren, solo se transforman.
VOLVER A VIVIR
El día 4 de este mes de junio de 2009 estará en las librerías “Volver a Vivir”, el diario completo que escribí durante el primer año de la muerte de mi hijo. Agradezco de todo corazón a los editores de RBA, Oriol Castanys y Clara Sabria que este manuscrito –que incluye también el diario de Ignasi- haya podido ver la luz en forma de libro.
A las pocas semanas de morir Ignasi me llamó una buena amiga y me dijo: “tienes que escribir Mercè, escribe todo lo que sientes, escribir te ayudará”. Yo no podía con mi alma. No sé con que fuerzas me levantaba de la cama para despertar a mi hijo Jaume pero lo hacía, aunque la poca energía que tenía se desvanecía cuando él cerraba la puerta para ir al colegio. Cuando Jaume no estaba, yo me perdía en ese tiempo sin tiempo que envuelve las grandes penas y sólo podía deambular por la casa, sin poder coger un libro ni mirar siquiera por la ventana. Hasta que un día, meses después, empecé el diario que ahora sale publicado. Recoge lo que viví y sentí durante el primer año de duelo, algunos de cuyas páginas han salido publicados ya en este blog.
De la muerte se habla poco y de la muerte de un hijo mucho menos, pero los padres y las madres que hemos pasado por el horror de ver morir a un hijo necesitamos, desesperadamente, expresar nuestros sentimientos. Es, creo, una necesidad vital que nos aleja de la locura y nos ayuda a encontrar, de nuevo, sentido a la vida. Porque, aunque parezca mentira, es posible renacer después de un golpe así. Hace ya más de 10 años que Ignasi murió y la buena noticia que quiero compartir es que un hijo nunca muere y eso los saben todos los hombres y mujeres que mantienen en sus corazones el amor de sus hijos muertos. El amor es lo que nos permite volver a la vida. Después de naufragar de noche en un mar embrabecido y atravesar una de las peores tormentas, al llegar a tierra todo es más bonito. Es más fácil ver la belleza, donde antes apenas veíamos nada, agradecer la calidez del sol, el frescor de la lluvia, la dulzuna de la brisa… Sí, al llegar a tierra la vida es más bónita porque sabemos que la muerte es tan sólo un nuevo principio.
Mi hijo se fue pronto, pero durante el último mes antes de irse dejó por escrito un testimonio de vida, un tesoro, que da sentido a “Volver a Vivir”. No importa lo corta que sea una vida, lo que importa es vivirla.
Ojalá que el consuelo que me ha producido a mí escribir, sirva también para acompañar con dulzura a otros padres durante sus primeros tiempos de duelo..
EL AMOR DE LOS HERMANOS
Mis hijos se llevaban 21 meses, Igansi era el mayor y al morir, Jaume se quedó sólo muy solo. Perdió su referente, el guía que había tenido desde que nació. En casa éramos Lluís y yo y los niños, formaban casi una unidad, se entendían bien, cuando se peleaban lo hacían como cachorros, nunca con malicia y de repente, cuando a Jaume le faltaban 3 meses para cumplir 14 años, la vida se le partió en dos.
Hay que ir con cuidado con los niños, porque tienen la habilidad de recubrir el dolor con una capa de naturalidad que pude hacernos pensar que su sufrimiento es menor que el nuestro, cuando en realidad su herida es tan profunda, tan honda que puede acompañarles con amargura toda su vida. Las heridas del alma sólo se curan con amor, hablando del hermano muerto con ternura pero sin magnificarlo, explicándoles que la muerte como final no existe y que pueden contar con él o ella, aunque de otra manera. Las familias que hacen el vacío a sus muertos, creyendo que es mejor, que así evitan recuerdos dolorosos, corren el riesgo de convertirse en familias enfermas. Hay que dejar espacio a los que no están porque, por derecho propio, forman parte de nosotros.
Al principio es verdad que los recuerdos duelen, porque la muerte de un hijo o un hermano duele, es así, duele y todos los que pasamos por eso sabemos cuánto, pero cuando la dulzura vuelve a nuestros corazones, el amor envuelve los recuerdos y, en el día a día, no hay diferencia entre vivos y muertos, sólo cariño.
En los momentos de felicidad y en los de apuro, Jaume, como todos en casa, recurre a Ignasi. Cuenta con su hermano cuando gana el Barça y el día de Sant Jordi llega a casa con dos rosas; la que me regala él y la que traería Ignasi.
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