ACEPTAR A NUESTRA MADRE ES EL PRIMER PASO PARA ACEPTAR LA VIDA
Si para construir un edificio sólido son necesarios unos buenos cimientos, para crear una vida amorosa es necesario aceptarnos a nosotros mismos y a la propia vida tal como es. Y eso se convierte en una misión imposible si uno no ha hecho antes las paces con su propia madre. Cada madre hace con sus hijos lo que mejor sabe, aunque a muchos les hubiese gustado que su madre fuese distinta. Todos llevamos dentro una madre idealizada que a menudo no coincide con nuestra madre real. Es cierto, pero también es cierto que para nuestro crecimiento, para conseguir trascender nuestros límites, la nuestra es, sin duda, la mejor madre. Dicen los maestros que antes de nacer elegimos a los padres más adecuados para nuestra evolución en la Tierra. Si mi madre no hubiese sido una madre protectora en exceso, yo no me hubiese dado cuenta de la falta que le hacía a mi alma aprender a dejar que mis hijos y las personas que quiero sigan su destino. Si mi madre no hubiese sido una persona sufridora, como lo fue también mi abuela, yo no hubiese sido capaz de trascender ni un milímetro el dolor que a veces produce la vida. Ella era como era para que yo pudiese ser un poco mejor, por eso siento hacia mi madre una gratitud inmensa. Ella hizo de espejo de mis propios miedos y debilidades para que yo tomara conciencia de ellos. No solo me ha dado la vida, también me ha mostrado el camino, un acto de amor incondicional inmenso. La adoro porque ha sido mi mejor maestra y lo sigue siendo ahora que está muerta.
Aceptando a mi madre he podido empezar a aceptarme a mi misma. Me es más fácil respetarme si la respeto a ella. Cada uno es como es y ninguna vida carece de sentido, al contrario, cada padre o madre, aunque a veces nos cueste verlo, pone los cimientos necesarios para que nosotros vayamos creando nuestra vida. Depende de cada uno construir una casa acogedora o no con lo que le han dado. Los padres, como en las carreras de relevos, nos dan el testigo que más tarde nosotros pasaremos a nuestros hijos, a la humanidad, pero a la meta tenemos que llegar solos.
Aceptando la vida, entregándonos como los caballos a la carrera, trascendemos el duelo. Nadie muere antes o después de haber llegado a su meta. Hay carreras cortas, muy intensas, otras largas, de fondo, pero todas encierran alguna lección para el propio jinete. Una lección de la que podemos aprender todos.
CÓMO DARLE LA VUELTA A UN DÍA DIFÍCIL
Si nuestra energía es baja, es fácil dejarse arrastrar por el carrusel del desasosiego y el sufrimiento. Cuando no estamos en nuestro mejor momento, es cuando más atentos hemos de estar a nuestros pensamientos. Si no les ponemos límites, los pensamientos derrotistas crecen como las bolas de nieve. En los días en los que no me siento a gusto, ni conmigo misma,procuro parar unos minutos y recordar lo bueno que hay en mi vida, por pequeñito que sea. Me detengo en las cosas bonitas que me han sucedido. En esos días difíciles no escucho los telediarios, no dejo que entren en mi corazón las malas noticias, el miedo a la crisis, la crispación. En vez de eso, en la pantalla de cine de mi mente repongo las palabras cariñosas de una compañera, la sonrisa que me ha regalado un niño por la calle, el precioso tono rojizo de las nubes que he visto en el cielo, todas las veces que llamo a mi padre y me dice que ha pasado un buen día, la gratitud por tener unos hijos que me quieren, aunque a uno de ellos no lo vea, el amor de mi madre desde el otro lado, el de mis abuelas, la agradable sensación de tener una casa donde cobijarme, la tarde en que me bañé en el mar hasta que se puso el sol… Así voy deshaciendo las bolas de nieve. El día es el mismo, pero yo, después de recordar lo bueno, lo veo todo distinto.
EL CONSUELO DE RENDIRSE A LA VIDA
Estoy en nuestra casa de Menorca y llueve. Es una lluvia persistente, de las que empapan la tierra y dejan las hojas de los árboles limpísimas, dispuestas para relucir cuando el gris amaine y aparezcan los primeros rayos de sol. Es un día propicio para desempolvar emociones, arropada como estoy por la suave cortina de agua que, con dulzura, me resguarda del mundo exterior y me da una tregua para estar conmigo misma, recogida.
Mirando por la puerta abierta de la cocina que da al patio, recuerdo nuestro primer verano silencioso, aquí en la isla. ¡Qué doloroso y agradable, al mismo tiempo, es rendirse a la vida!, sin expectativas.
Cuando uno no espera nada, es más fácil apreciar la bondad de pasear por la orilla del mar, notar como el sol reconforta el alma, sentir el sostén de la tierra al andar descalza… La naturaleza es una buena compañera en los procesos de duelo. Tiene efectos terapéuticos. Pero cuando uno está inmerso en el tiempo sin tiempo que envuelve las grandes pérdidas, todo lo que reconforta vale. A mí, impaciente y ansiosa de nacimiento -mi madre contaba que nací en menos de un minuto-, me apacigua la lentitud y el silencio. Otros necesitarán bullicio y compañía. Lo que no sirve, de eso estoy segura, es castigarnos, hacer las cosas por obligación, por el que dirán, porque siempre ha sido así, por huir de uno mismo.
Rendirse no tiene nada que ver con resignarse, con abandonarse y dejarse morir, al contrario, es el impulso que nos ayuda a volver a encender la velita de la vida. En definitiva, es dejar de pelearnos y aceptar lo bonito, creer en que todo pasa, todo, menos el amor.
BENDITA MENORCA
Cuando dirigía la revista Mente Sana, fui a entrevistar a Satish Kumar. Es un indio, seguidor de Gandhi, afincado en Inglaterra, que ha dedicado su vida a crear armonía y paz. Me impresionó su humildad, su entusiasmo por la vida, su mirada vivaz de niño, a pesar de sus muchísimos años. Él me contó que para encontrarse a uno mismo hay que dedicar tiempo a distanciarse del ruido exterior; dejar de leer, de ver la tele, de ir al cine… En resumidas cuentas, apartarse de las distracciones y dejar que fluya lo que llevamos dentro. Lo más parecido a esto es lo que me ocurre cuando estoy en Menorca, como ahora. Aquí, en esta isla pequeña y mediterránea, en esta casa vieja y querida, me encuentro con las emociones que he ido guardando para poder seguir con el día a día.
De momento, cuando llego a la isla me invade una alegría inmensa: el aire es limpio, el verde es verde y hay flores por todas partes. Pero pronto, tal vez ya al día siguiente, empieza a surgir la nostalgia, la tristeza aparcada, el nudo en el pecho, la tensión en los hombros… y me voy alejando del mundo para estar conmigo, sintiendo. En Menorca, mirando el mar tan bonito, puedo llorar mis penas, las de las mujeres de mi familia, las que me cuentan las madres a las que se les ha muerto un hijo… Aquí todo es tan auténtico, la luz brilla tanto, que puedo lavar con lágrimas mis pesares, a mis anchas, y tenderlos luego para que les de el aire y el sol. Sí, aquí limpio mi alma y curo mis heridas.
Cuando mis fantasmas y yo hemos despachado los asuntos pendientes, regreso despacio, acompañada del verde tan verde, del azul tan intenso, de las flores, amarillas, de primavera que lo cubren todo. Con suavidad recobro la alegría de estar viva.
DESTELLOS DE LUZ
Hay muchos destellos de luz que iluminan el camino del duelo. Pero hay uno al que le tengo un cariño especial por su gran eficacia en devolvernos a la vida. Consiste en ayudar, en ser útiles a los demás. No estoy proponiendo hacer grandes cosas, me refiero sobre todo a los pequeños gestos. Por ejemplo: preparar algo de comer para una vecina o un amigo que no se encuentra bien o que simplemente no sabe cocinar, nos permite salir un poquito de nuestro dolor, transformarlo en un acto amoroso. Cuando yo hago lentejas en casa, preparo unas cuantas más para dos o tres compañeros de la redacción. Es una tontería, pero a mi me reconforta y a ellos les gusta. Todos tenemos pequeños o grandes dones, hay quien sabe coser y puede hacer una preciosa capa de mago o de superman para un niño… Su alegría al recibir el obsequio inundará de calorcito nuestro corazón, seguro. Ir a visitar a alguien que está solo, llamar a quién está pasando apuros, ofrecer una sonrisa o un abrazo nos ayuda a disolver, aunque sea por unos instantes, la tristeza. Ayudando a los demás nos ayudamos a nosotros. Es una frase hecha, ¡pero es tan cierta!
SAN JOSÉ
Mi padre se llama Pepe, hoy es su santo y después del trabajo he ido a darle un beso. Va a cumplir 81 años a finales de este mes y vive solo desde que murió mi madre, hace 9 años. Mi padre es un ejemplo de la fortaleza que tenemos las personas, de nuestra capacidad de crecer y avanzar hasta el final.
Desde que se quedó viudo ha aprendido a cocinar. Antes no había hecho ni un huevo frito y ahora prepara incluso lentejas, cremas de calabacín y puerros, verduras al vapor… Come sano y va cada día al gimnasio. Nada una hora de corrido, sin descansos, y luego hace yoga o tai-chi y un poco de máquinas. Cuando le llamo por las noches y le pregunto si ha pasado un buen día, casi siempre me dice: “he pasado un día muy bonito, cariño”. A todos los días le encuentra alguna gracia. Yo sé que tiene sus momentos, sus preocupaciones, pero su espíritu de superación es fuerte. Ha pasado de ser un hombre poco hablador, de los que van de casa al trabajo y para de contar, a ser cada vez más sociable, a interesarse por la gente de su edad y hacer amigos.
No ha tenido una vida fácil (¿quién la tiene?). Fue un niño durante la guerra, sus padres estaban separados, cuando casi nadie lo estaba (su padre se fue a Norteamérica y nunca más ha sabido nada de él), ha trabajado duro, se le ha muerto un nieto, al que estuvo acompañando en la UCI, se ha quedado viudo y, sin embargo, casi todos los días le parecen bonitos.
DEJAR QUE NUESTROS HIJOS SIGAN SU CAMINO
Si me hubiese muerto yo, en vez de Ignasi, me entristecería muchísimo percibir a mis hijos destrozados, a mi familia rota. Me gustaría que me recordaran, claro, pero con el corazón lleno de amor, en vez de pena, de amargura, de dolor. Si apostaran por la felicidad, incrementarían la mía. Siento que a Ignasi le ocurre lo mismo, eso me ha ayudado a aceptar la vida, a intentar desvanecer mis miedos. Cada porción de felicidad que alcanzo, es un regalo que ofrezco a los míos, a la gente que quiero, incluso a los que no conozco porque sé que el amor que cada uno desprende es un bálsamo para todos. En este mundo ya hay demasiado terror y miedo, lo que falta es cariño. De ese cariño que nace de dentro, que nos permite amarnos a nosotros mismos. Nadie puede dar lo que no tiene.
Nuestros hijos y todos los seres queridos que hay al otro lado, necesitan comprensión, cariño y luz para seguir su camino en paz. Y los que estamos aquí necesitamos lo mismo.
ACEPTAR LO QUE SENTIMOS
Hoy ha venido mi padre a comer a casa. Ha llegado pronto y mientras yo preparaba la comida y guardaba lo que había traído del mercado, se ha sentado a leer el periódico en la mesa de la cocina. Cada uno andaba en lo suyo hasta que me ha dicho: tienes la cara triste, ¿estás triste? Tiempo atrás le hubiese dicho que no, que tal vez un poco cansada o cualquier otra excusa. Pero hoy le he contestado que sí, que de vez en cuando me invade la tristeza igual que de repente se nubla el cielo. “Me he puesto triste en el mercado y no sé porqué”. “A mi a veces me ocurre lo mismo; estoy bien pero triste” , me ha respondido él. Y, entonces, los dos hemos notado un calorcito en el pecho, y si hubiésemos podido medir el cariño hubiésemos comprobado como subía unos grados. ¡Que agradable es aceptar lo que sentimos! ¡Cómo se alegra el corazón cuando compartimos emociones! ¡Qué reconfortante es mostrarnos tal y como somos! A partir de ese momento la tristeza, despacito, se ha ido desvaneciendo.
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