ES NORMAL ROZAR LA LOCURA, SENTIRSE PERDIDO (DIARIO)
11 de junio de 1999
(Mediodía)
El otro día iba andando hacia el trabajo y mis ojos tropezaron con unas manos adolescentes que hacían girar el bolígrafo entre los dedos como Ignacio. El corazón me dio un vuelco, el tiempo se paró y yo no sé cuento rato estuve mirando aquellas manos que se parecían a las de mi hijo hasta que levanté la cabeza y miré a la cara del chico. Mi corazón quiso ver a Ignacio. Hubiese podido ser él. Me entró vértigo y me fui despacio. El límite entre la cordura y la locura es finísimo. Me sentí en la frontera y me asusté. No sé si estoy tocando fondo, pero lo estoy pasando muy mal. Desde la muerte de mi hijo es como si una nube espesa me acompañara siempre. Estoy tan cerca de lo irreal, como de lo real.
Hace un par de años leí que estar de duelo es como atravesar un túnel. Yo estoy entre tinieblas. No sé qué hacer conmigo, con mi vida. Tengo muy pocas fuerzas, pero las suficientes todavía para darme cuenta de que he de ser paciente conmigo misma, dejar pasar el tiempo y pedir ayuda“a los de arriba”.Cuando perciben que la cosa va en serio, que no puedo más, siempre acuden; a veces en forma de llamada de una buena amiga, como Carmen Galard, que con su saber me reconforta. Me da aliento y pistas para ver más claro. Otras aparece mi hermana y prepara con todo su amor la cena para mi familia, mientras me ruega que me estire en el sofá y descanse… en ocasiones surgen en mi mente, como por arte de magia, ráfagas de pensamiento que me ayudan a entender qué ocurre, frases como: “después de un momento difícil llega otro feliz de la misma intensidad” o “una cosa es saber y la otra comprender”. Pensamientos que, intuyo, no son míos. Pertenecen al saber cósmico, a la energía del bien. Y me los mandan mis maestros, mis guías, gente espiritualmente más evolucionada que me quiere. Cuando estoy realmente mal actúan con rapidez. Antes yo sabía, porque lo había leído en los libros, que existe otra vida, otras dimensiones, que la energía no se crea ni se destruye… pero ahora lo siento, lo vivo. Nada ocurre por casualidad, ni lo bueno ni lo que consideramos malo, aunque nos duela. Todo tiene un por qué y forma parte de un plan perfecto, infinito.
NOS SALVA EL AMOR (DIARIO)
16 de Abril de 1999
Sábado
Ayer cuando iba andando hacia el trabajo a las 9 h. de la mañana, Barcelona estaba preciosa. Desde el Paseo de Gracia miré el Tibidabo. Estaba allí, como un referente nítido. Muy cerca de la montaña estaría ya en el colegio mi hijo Jaime. Pensé que se merecía pasar un buen día. Al atravesar la Rambla de Catalunya busqué con la mirada el balcón con flores que me gusta. A esa hora tiene una luz especial (la “buena” diría Lluis, mi marido, que es fotógrafo). Quiero sentir la vida como una unidad. Vivir el dolor, la nostalgia, la tristeza… y a la vez todo lo bello que encierra la existencia. En la calle Enrique Granados compré una maceta grande, llena de margaritas amarillas, para la terraza de Carmen, mi compañera de redacción. Era como regalarle un trocito del campo menorquín en primavera.
Desde el accidente percibo mejor la esencia de la vida. Con la desesperación se roza a veces la lucidez. Antes, yo ya sabía que lo importante era la actitud, la predisposición que tiene cada uno ante lo que le ocurre. Pero ahora, además, lo siento. No se trata de un razonamiento intelectual, sino de pura supervivencia. En las situaciones límites sólo sirve el amor. La solidaridad es lo único que te mantiene. Tanto Lluis como yo seguimos rumbo a la felicidad. No es fácil. Pero es una manera de conseguir que Jaime vuelva a ser feliz. Si lo conseguimos nosotros es muy probable que lo consiga él. Si nos hundimos seguro que él saldría muy mal parado de todo esto. Como dice Luis: “ya sabemos el camino, sólo falta reencontrarlo.
DEJAR FLUIR LA TRISTEZA (DIARIO)
22 de julio de 1999
(Jueves-mañana)
Algunos días son más nostálgicos que otros. El cuerpo queda reducido a la mínima actividad y la mente se distancia. Me pierdo en los recuerdos. Me invade una somnolencia suave y me alejo.
Buenos días tristeza. Hoy eres tú mi compañera. Me dejaré guiar por tu mano a dónde quieras. No voy a luchar contra ti. Tienes tanto derecho como otras emociones a invadirme. Pasaremos el día juntas. Con movimientos lentos, las dos permanecemos sentadas, como ausentes. Pero es posible que, como ha ocurrido ahora, llame a la puerta alguien. Delante de la fuerza de Adelina, madre reciente, te desvaneces… aunque no tardas mucho en reaparecer. Es tu día, lo sé. La visita de Adelina ha sido corta y volvemos a estar solas. Sin pasión, hablamos de antes, del bullicio que había en casa, de la alegría que desprendían mis dos hijos juntos. De la música a todo volumen, de los partidos de fútbol en el recibidor, de las risas, las peleas, los proyectos… De la energía de Ignacio inundándolo todo. Y de repente el golpe seco, la despedida, el silencio. El contacto con una realidad nueva, desconocida, complicada. El dolor hondo de la ausencia y por encima de todo la voluntad de seguir adelante, de comprender, de aceptar.
Acurrucadas las dos en el sofá esperamos que pase el tiempo. Es lo único que podemos hacer hoy para deshacer el nudo, la congoja, el miedo.
Cuando tú, tristeza, te hayas ido será distinto. La mente y el cuerpo despertarán, y la luz encenderá la vida. Entonces volverá a reinar la claridad, la esperanza, el amor y la existencia fluirá con facilidad y dulzura.
SEGUIR EL PROPIO RITMO (DIARIO)
21 de junio de 1999
(Tarde)
A los pocos días después del accidente vino a visitarnos una amiga de Luis a casa. A esta chica se le murió hace años una hija pequeñita. Con toda la buena intención del mundo, le dijo a mi marido que nos iría muy bien que algún familiar guardase todos los objetos de Ignacio en cajas para evitarnos a nosotros el dolor de hacerlo, y para que no nos encontráramos con sus recuerdos por todas partes. La idea me aterrorizó, me entraron ganas de “asesinarla”.¿Cómo se había podido imaginar que me iría bien borrar de un plumazo la presencia de Ignacio en casa? A mí me gustaba encontrarme con las cosas tal como las dejó. Me era imposible pasar de tenerlo físicamente, besarle, mirarle, abrazarle… a, de repente, no ver sus camisas, sus libros, sus apuntes, sus libretas, el equipo de fútbol, sus dibujos, sus papeles… De hecho, estuve casi un mes durmiendo con una piedra de cuarzo que Elisabeth le regaló cuando tenía once o doce años.Él se había acostado muchas veces con la piedra en la mano y durante aquellos días yo la llevaba como un talismán, como si el contacto de aquel objeto me permitiera estar unida físicamente a mi hijo. Necesité tiempo para despedirme despacio de todas sus cosas. Algunas, como esa piedra, su libreta de literatura y sus diarios, las guardo como joyas. Otras, que ya no tenían valor para él ni para nosotros, como los apuntes que fue acumulando curso tras curso, las fuimos quemando en Menorca, en la chimenea, tres meses después del accidente. Yo no tuve el valor de tirar ni un sólo papel al fuego. Fue Luis quien, con lágrimas en los ojos, se encargó de hacerlo.
Creo que el duelo es algo muy personal, que cada uno ha de ir a su ritmo, sin imposiciones. No existen recetas mágicas. Lo único que sirve de forma general, pienso, es no eludir el dolor. No darle esquinazo, ni recrearse en él, dejarlo fluir. Y avanzar despacio, muy, muy despacio.
AYUDARLE A MARCHAR (DIARIO)
2 de juniode 1999
Miércoles (tarde)
El día 27 de Diciembre, por la mañana, cuando vi por primera vez a mi hijo después del accidente, ya sólo me encontré con su cuerpo. Vivía con respiración artificial y la actividad de su cerebro era nula. Media 1,85 m. y estirado en aquella cama parecía que tuviese más de 15 años. Su rostro no manifestaba dolor, se le veía tranquilo. En el lado izquierdo de la frente llevaba una gasa pequeña que le tapaba los puntos de sutura, tenía los párpados cerrados y amoratados, pero el resto de su cara y de su cuerpo estaban intactos. Las mismas manos, las mismas piernas, los mismos pies que yo había visto crecer centímetro a centímetro. Pero él no estaba. Le cogí de la mano y le dije que luchara, que su organismo era joven y podía superar cualquier cosa. Le pedí fervientemente que no se rindiera, que le quedaban muchas cosas bonitas por hacer. No sabía como devolverle a la vida;incluso llegué a prometerle uno de sus sueños: que le haría socio de su equipo de fútbol favorito, el Barça, cuando se recuperara. Sentada en la silla de ruedas en la que me trasladaban, le besaba la mano con toda mi ternura, con la profunda intención de devolverle a la vida. Sabía que él, aunque estaba en coma, oía mis palabras y sentía mis pensamientos. De eso no tenía duda. Su energía estaba todavía por allí. Durante aquel día fui varias veces de mi habitación a la UVI. Cuando el cansancio me vencía, mi padre, con todo su amor, ocupaba mi lugar hasta que las enfermeras le invitaban a salir.
Aquella misma noche intuí que todo iba mal, mi hijo no reaccionaba a la medicación y el tiempo jugaba en contra y acentuaba la gravedad de las lesiones cerebrales. De madrugada le dije a mi marido que estaba en la cama contigua a la mía, con dos vértebras, varias costillas y la rodilla rota, si le parecía que había llegado el momento de darle permiso a Ignacio para que se fuera. Elisabeth, nuestra querida amiga y doctora, estaba con nosotros. Nos miró y confirmó que médicamente ya no se podía hacer nada.
Pedí un ansiolítico que, sobre todo, no me diera sueño y me llevaron a la UVI. Y recordé con la mano de mi hijo entre las mías, lo feliz que me había hecho sentir, desde el primer momento que supe que estaba embarazada. Desde aquel día nunca estuve sola. Mientras él crecía en mi barriga, yo me sentía como una diosa. Fuimos cómplices desde siempre.Y hablándole sin palabras le conté lo inmensamente felices que nos hizo a su padre y a mí su nacimiento. Y de mayor, cuando entraba en casa, la alegría que sentía con sólo verle. Le expliqué que su existencia me había dado la fuerza para avanzar, aprender, amar. Me sentía la madre más dichosa del mundo mirándole. Le agradecí, con toda mi ternura, el amor que me había dado. Y le dije que se marchara, que nada le retenía, que todo había sido perfecto y podía irse tranquilo. Luis, mi marido, en una cama con ruedas, también fue a despedirse. Al cabo de unas horas, me llevaron a una sala donde encontré reunida a toda nuestra familia. El jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos nos dijo que Ignacio estaba clínicamente muerto. Nos pidió la donación de sus órganos y yo le dije que nada me reconfortaría más que contrarrestar mi dolor con la alegría de otras madres que esperaban impacientes que surgiera algún donante que acabara con el sufrimiento de sus hijos. Pero antes debía consultarlo con mi marido. Le di las gracias por todo lo que habían hecho por Ignacio. Le pregunté si consideraba que había sufrido y me dijo que desde que entró en la ambulancia podía asegurarme que no. Entonces le pedí que toda la familia y algunos amigos pudieran entrar, de uno en uno, a despedirse de mi hijo. Más de 30 personas se despidieron de él con todo su amor después de aquella reunión.
La doctora encargada de la donación de órganos vino a nuestra habitación y Luis y yo le dimos nuestro consentimiento. Me temblaron las manos cuando firme la autorización. Le rogué a la doctora que me dejara estar presente en el quirófano cuando le desconectaran. Era del todo imposible. Entendía mis sentimientos, pero no podía ser. Le pregunté si ella estaría allí. Contestóque sí. Entonces le pedí un favor: que le dijera a mi hijo, aunque fuese mentalmente, que sus padres le queríamos, que no tuviera miedo y se dirigiera hacia la luz. Eso es lo que le hubiese dicho yo, si hubiera podido estar allí, y estoy segura que ella lo hizo.
Aquellos dos días actué con la ayuda de una fuerza superior a mí, lo sé. Mi amiga Elisabeth me explicó después que parecía como si tuviera un radar; estuve serena, atenta a todo lo que sucedía y no lloré. Pero durante la madrugada de la noche que desconectaron a Ignacio, Luis y yo lloramos desconsoladamente. Mi madrina, enfermera de Bellvitge, estuvo con nosotros. Ella aguantó todo mi dolor, mi angustia, mis quejas, mi desesperanza. Ella me ayudó, 41 años atrás, a nacer y a ella le conté aquella madrugada que la vida siempre me pedía más de lo que yo era capaz. Que no podía más, que seguir suponía demasiado esfuerzo. Que estaba cansada de luchar. Su vida tampoco ha sido fácil, tal vez por eso las dos nos comprendemos. Mi madrina me quiere desde siempre. Me escuchó y me dijo que tenía que continuar y que no idealizara demasiado a Ignacio porque entonces no dejaría espacio para Jaime. Un consejo de mujer sabía.
Esto es lo que hice yo, gracias a que dos años antes tuve la suerte de leer algunos libros de Elisabeth Kübler-Ross. Un buen día pensé que si todos tenemos que morir, lo mejor que podía hacer era documentarme sobre el tema. Siempre he pensado que la información, el conocimiento ayudan a desvanecer el miedo. Nunca hubiese podido imaginar que lo que aprendí de aquellas lecturas lo utilizaría para acompañar a mi hijo. Ahora, además de darle permiso para que se fuera le diría también que no sufriera por nosotros, que aprenderíamos a vivir sin su presencia física, que la semilla de amor que él plantó en nuestros corazones florecería. Pero en aquellos momentos eso no lo sabía. Lo desconocía todo sobre la vida después de la muerte. Ahora sé que lo que llamamos muerte no existe, que la energía se transforma, pero es eterna. Y también sé que es más fácil el camino para los que se van si perciben en los corazones de sus seres queridos el compromiso de salir adelante sin ellos, cueste lo que cueste.



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