EL AMOR VA MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
Dicen que el velo que separa a los vivos de los muertos es liviano como la seda, que están tan cerca de nosotros como la brisa de nuestra piel.
Sin embargo, al principio del duelo el abismo es insalvable. Duele tanto la ausencia de su voz, de su presencia… Estamos tan acostumbrados a su sonrisa, a sus ojos, sus caricias que nos es difícil encontrar consuelo en nada que no sea volver a abrazarles. Vivir después de la muerte de un ser inmensamente querido pierde el sentido. Hasta que le damos la vuelta a lo imposible.
Mi duelo dio un vuelco cuando empecé a vislumbrar y luego a tener la certeza de que yo seguía y sigo viviendo con mi hijo, Ignasi, después de su muerte. Nuestra relación no es tangible, pero no por ello es menos firme y cierta. El amor suma, siempre suma, nunca resta.
Eso sí, voy mudando como las serpientes. Principios que antes mantenía como inalterables van quedando en el camino. Ahora sé que aquí todo es incierto, que nada sirve para siempre.
Y ese velo tenue que nos separa es tan tenue que a menudo parece casi inexistente. En mis mejores días, Ignasi inunda mi corazón con tanta alegría que me siento poderosa, fuerte, valiente. Yo, que soy miedosa…
En esos momentos claros, en los que el amor no encuentra resistencia, me acompañan también mi madre, mi madrina y mis abuelos muertos. Entonces, la felicidad es completa y todo adquiere una gran belleza.
ESTAR EN PAZ
Así como el silencio es el guardián de las puertas del alma, la no-acción suele ser la antesala de la transformación.
No me estoy refiriendo a quedarnos en la cama cuando la realidad nos atemoriza y el dolor lo impregna todo, no. Esa inmovilidad nos suele hundir más y conviene, con dulzura, buscar motivos para incorporarnos despacio al día a día y remontar. Hablo de tener paciencia con uno mismo, de contar “hasta 10 o hasta 100” y resistir el impulso de actuar y juzgar cuando sentimos emociones que nos angustian.
Cuando emprendemos acciones movidos por el miedo, instintivamente cogemos el camino conocido, el que nos resulta familiar. Se dispara el piloto automático. Ese sendero, aunque en apariencia sea distinto, nos suele llevar siempre al mismo lugar. Nos movemos en circulo, así es imposible avanzar y es fácil repetir los mismos errores.
He podido comprobar que cuando algo me inquieta me va bien parar, no mover ficha, aguantar el “subidón” emocional, permitirme sentir lo que siento y esperar a que sea la vida la que de el siguiente paso. Intento limitarme a observar y eso suele ser el preámbulo de alguna agradable transformación personal que cambia a mejor mi realidad y la de los que me rodean.
Estoy en ello, no soy ni de lejos una experta, a menudo me equivoco y caigo en los errores conocidos. Pero tengo absoluta confianza en que es posible y maravilloso ampliar la conciencia, descubrir que los límites son autoimpuestos y que en nosotros reside el poder absoluto de estar en paz.
EN BRAZOS DEL SILENCIO
A mi me gusta pasar ratitos en silencio, sin música, ni televisión, ni radio. Me encanta crear un espacio íntimo para estar cerca de mi. En este lugar imaginario donde estoy a solas conmigo misma me permito cometer locuras y me siento cómoda y libre para sentir lo que sea que siento.
El silencio me arropa cuando estoy triste o tengo miedo. Me calma con dulzura cuando estoy inquieta. Nunca me juzga. En sus brazos siento el placer de ser yo misma, se me encienden las mejillas de puro gozo y, poco a poco, vuelvo a sentirme feliz, confiada y serena.
Después de estar en este lugar imaginario, donde me siento tan acogida, el mundo me parece más bonito, percibo con más claridad que las palabras amorosas son un tesoro, una auténtica bendición, y tienen la capacidad de crear vida.
NADA ES COMO ANTES
Estoy leyendo con la puerta del patio abierta y, de pronto, distraída, levanto la vista y contemplo las gotas de lluvia y las flores de bugambilia, de un fucsia precioso, esparcidas por las baldosas mojadas del suelo. Sin querer, me invade la certeza de la impermanencia.
Hace solo dos días, en la isla del mediterráneo en la que estoy, el cielo era de un azul intenso y el calor casi insoportable. La luz del sol, sin matices, cegadora, lo dominada todo. Hoy predominan los grises y el frescor impregna el aire suave y tibio.
Todo cambia, nada perdura, esa es la certeza que he sentido en la piel cuando he levantado la vista del libro y he posado la mirada en el patio de mi casa menorquina.
Sin embargo, a menudo nos aferramos a lo que ha sido como si la vida fuera una foto fija que anhelamos. Es muy posible que tengamos la idea de que todos los veranos tienen que ser como aquel que recordamos. Pero lo cierto es que nunca nada es como antes, nunca. Cada instante es único, irrepetible, distinto. La vida se simplifica mucho y adquiere una gran belleza cuando, aunque sea por unos instantes, intuimos eso.
ME GUSTA IMAGINAR
Hoy me dejo mecer por la nostalgia. Es una nostalgia dulce; contiene tristeza por lo que fue y dicha por haber vivido lo perdido.
No hay en este sentimiento quejas ni reclamos. La vida es lo que es y cada día encierra la posibilidad de un nuevo comienzo.
He vivido momentos de intensa plenitud y otros de dolor inmenso. No reniego de nada. Cada experiencia, error, alegría y desengaño han ido esculpiendo con paciencia lo que soy y señalan, tal vez, el camino de lo que seré.
El dibujo final, el definitivo, no obstante, aparecerá con claridad el día de mi último suspiro.
Mientras, me gusta imaginar que tengo la libertad de vivir a mi aire, de reír, de crear mi realidad. Me encanta correr velos, abrir puertas y sentir que mis muertos están tan cerca de mi como los vivos.
Me gusta imaginar que por la noche, cuando cierro los ojos, un manto de paz cálido envuelve todos los rincones de este mundo y nadie, nadie siente frío, hambre o miedo.
«VOLVER A VIVIR» Y «PALABRAS QUE CONSUELAN» EN AMAZÓN.ES
Para las personas que viven fuera de España no es fácil a veces encontrar mis libros “Volver a Vivir”, el diario que escribí durante el primer año después de la muerte de mi hijo Ignasi y «Palabras que consuelan», el que publiqué a los 15 años de su muerte y que habla de las herramientas que he utilizado para afrontar mi duelo y volver a encontrar sentido a la vida.
De la muerte se habla poco y de la muerte de un hijo menos. Por eso, me reconforta y me parece útil compartir el camino recorrido. Agradezco a las nuevas tecnologías que permitan que esta información sea más accesible y que mis libros forman parte del catálogo de http://www.amazon.es.
La muerte de un hijo nos deja sin suelo bajo los pies, nuestra realidad se rompe. Todo lo que hasta entonces nos sostenía desaparece y entramos en el tiempo sin tiempo de las grandes pérdidas.
Durante la travesía de mi largo duelo he podido constatar que el amor es lo único que de verdad sostiene, que no es posible dejar atrás la rabia, el dolor, la culpa o la locura si no miramos, en silencio, en nuestro interior y dejamos ir con cariño el pesado lastre que arrastramos hasta quedar desnudos y empezar a renacer.
El duelo supone una gran transformación. El proceso es lento, casi imperceptible, como todos los movimientos profundos, y nada tiene que ver con lo externo. La clave, lo que nos permite ver la luz después del túnel, reside en nuestro interior, no se encuentra fuera. Hay que ir atravesando capas de rencores antiguos, de angustias heredadeas, de abandonos y desesperos hasta dejar al descubierto el amor y la serenidad.
APRENDER A DISFRUTAR DE LA VIDA
Tal vez fue cuando empecé la adolescencia o incluso antes, durante la niñez, no sé. Pero hubo un día en que, igual que la diosa Atenea, me armé con un escudo para poder salir indemne de la desazón y el miedo de no saber quién era ni de dónde venía, ni qué hacía yo aquí, en lo que llamamos vida.
Necesité con urgencia huir de la incertidumbre, sacudirme las emociones y pisar tierra firme con pies de guerrera. Supongo que me pareció buena idea vivir acorazada para no sentir. No siempre lo conseguía, claro. El malestar, como la niebla espesa, se apoderó en diversas ocasiones de mi alma pero no lo suficiente como para hacer estallar de golpe la guarnición de acero que me recubría entera. Eso solo lo consiguió la muerte de Ignasi; el dolor desgarrador de su partida me dejó sin protección y en carne viva.
Eso, aunque tardé mucho en darme cuenta, fue uno de los muchos y preciosos regalos que me dejó mi hijo: aprender a sentir “a capela”, sin resistencias. Lo que nos disgusta e intentamos rechazar a toda costa se hace grande, crece, en cambio si le permitimos existir deja de molestarnos, incluso es posible que llegue a transformarse en algo agradable. Lo sé, he podido comprobarlo.
Por eso, ahora, cuando me asalta el miedo y la incertidumbre les permito que entren. Me quedo quieta y les escucho en silencio sin pretender modificarlos. Lo mismo intento con cualquier pensamiento negativo. A menudo siento vergüenza de pensar lo que pienso, pero no me riño. Me limito a sentir la vergüenza con la esperanza de que, tarde o temprano, se desvanezca.
Con cada situación complicada que me presenta la vida procuro aplicar el mismo sistema. Verla como una oportunidad de darle la vuelta. Quizá no lo consigo ni al primero, ni al segundo ni al tercer día, da igual el tiempo, lo importante es que confío en poder transformarla. Me gusta imaginarme que, de esta manera, voy quitando capas y capas de polvo acumulado durante siglos que me impiden vislumbrar quién soy. Qué hago aquí ya lo sé: aprender a amarme y a disfrutar de la vida con ilusión.
SENSIBILIDAD A FLOR DE PIEL
A veces, la emoción me inunda. No se trata de una emoción en concreto, al menos yo no sé reconocerla. Es más bien un “subidón” de sensibilidad que en apariencia me convierte en un ser absolutamente vulnerable; se me humedecen los ojos al abrazar a mi padre, me quedo hipnotizada mirando a un bebé en la calle, noto como mi corazón se abre de par en par, de tanto cariño, al encontrarme por casualidad, en el mercado, a un sobrino que he visto nacer y que ahora ya es un hombre.
En estos días de sensibilidad a flor de piel siento, con gran intensidad, como se hacen presentes, dentro de mi, las personas que amo y hace mil años que no veo.
Y me gusta imaginarme que el “plan es perfecto”, que puedo permitirme ser sensible y abandonarme, sin armaduras, en los brazos de la vida, muy quietecita, sin hacer ni pensar nada, simplemente respirando amor.
PURA VIDA
El verde tierno de las hojas nuevas de los árboles, suaviza la luz de mi calle con una promesa de intimidad, de frescor, de sosiego.
Sin embargo, la calma es aparente, tan solo un ligero velo. Detrás hierve la vida que despierta a borbotones. Estamos en Mayo y vivo en el mediterráneo.
De la noche a la mañana, el aire cálido, casi de verano, ha ido despertando, uno a uno, los balcones y terrazas. De la nada, como un milagro, ha explotado, de repente, el fucsia de las buganvilias y el rojo vivo de los geranios.
La vida es imparable, va sola, no tiene sentido que carguemos el mundo a nuestras espaldas. Me resisto a cerrar los ojos a tanta hermosura.
Cuánta más belleza atesore, más y mejor acompañados se sentirán los amores que viven en mi corazón.
AMOR Y NOSTALGIA
Recuerdo algunos primeros de mayo, de pequeña, y me veo robando rosas de las que sobresalían de las verjas de las pocas casas con jardín de mi barrio. Con suerte, juntaba dos o tres para llevárselas a mi madre, con el corazón rebosante de ese amor absoluto y dulce de la niñez. La alegría de mi madre era la mía, yo no sabía nada del mundo pero sentía, con una certeza antigua y profunda, que mi felicidad dependía de la suya. Su sonrisa y sus caricias me daban la paz, la vida tanto como el agua, el aire y el sol.
Mientras ella vivió creo que no hubo un solo primero de mayo que no estuviéramos todos entorno a su mesa festejando su amor.
Y ahora me doy cuenta que fue su amor el que me sostuvo cuando fui madre y todo mi ser explotó de emoción. Mi madre abrazaba y alimentaba a mis hijos cuando yo no estaba, igual que la Madre Tierra nos alimenta y nos sostiene a todos.
Fueron mi madre, mi abuela, mi tatarabuela y todas las mujeres de la familia que nos han precedido las que me enseñaron con susurros cómo cuidar con amor.
El día de la madre es el día de todas las mujeres lo sean o no. Para nutrir a los demás no hace falta engendrar un hijo.


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