DEL CAOS A LA RECONSTRUCCIÓN
Sea anunciada o de repente la muerte de un ser inmensamente querido nos deja sin suelo bajo los pies. La vida misma se vacía de contenido. Nada va con nosotros, nos sentimos ajenos, a años luz de lo conocido. Así suele iniciarse el duelo de las muertes que consideramos a destiempo, esas que nos dejan con un vacío inmenso, congelados por dentro.
Al deshielo le siguen multitud de emociones que nos arrastran sin freno hasta el límite de la cordura. Nuestro corazón, roto y devastado, estalla en mil pedazos ante tanto sentimiento desatado.
No temas, entre medio de este caos suelen surgir, de muy hondo, destellos de luz que nos conectan con la esencia, con el amor en estado puro. Duran nada, milésimas de segundo, en todo caso el tiempo suficiente para respirar hondo y sobrevivir.
Esas chispitas de claridad, tan reconfortantes, a veces vienen en forma de una buena amiga, de la sonrisa de un niño, de una palabra bonita, de la calidez de un abrazo de la lectura de algo que nos llega al alma, de un encuentro agradable, inesperado o simplemente al mirar el cielo.
Lo importante, a mi entender, es ir poniendo la atención en esa conexión con algo más grande, incomprensible, que nos sostiene, mientras vamos, con suavidad, acogiendo nuestro propio desespero. Los duelos abren heridas antiguas, temores ancestrales y hay que ir acariciando con ternura las emociones aparcadas que nos aterran. Por eso a mi me parece adecuado ir acompañado, de la mano de uno o muchos terapeutas.
A medida que vamos haciendo limpieza en nuestro interior es más fácil entregarse, aceptar lo que es y no lo que nos gustaría que fuera, tanto en nosotros como en los demás. El consuelo de rendirse a la vida es inmenso. Nos libera de un peso tremendo. Nos damos cuenta que el control desgasta, que la queja, el juicio y la crítica nos quitan energía. En cambio, el agradecimiento y la amabilidad nos elevan el ánimo. No es teoría, lo he comprobado. Expandir amor, del que fluye de dentro, sin esfuerzo, sin condiciones es el antídoto, devuelve sentido a la vida.
Después de recorrer el desierto somos distintos y existe la posibilidad de ser una versión más amorosa de nosotros mismos. Aunque, seguramente, por el simple hecho de vivir, volvamos a rompernos. La marea es interminable y trae de todo. Pero no será lo mismo, seguro, porqué ya hemos aprendido a amarnos un poco más ¿no es cierto?
LA MAGIA DEL CARIÑO
Han pasado 18 años de la muerte de mi hijo Ignasi. Se fue justo cuando entraba con suavidad en la adolescencia. No tengo, por tanto, una imagen suya de hombre, pero eso no ha impedido que nuestra relación continuara, que fuéramos creciendo juntos. No sé cómo explicarlo pero no hemos dejado de estar en contacto nunca. Sentimos el uno por el otro un amor inmenso, más allá del tiempo y de la realidad conocida.
Sé que al principio del duelo (y ese principio puede durar mucho) oír eso no reconforta, al contrario, suena, quizá, a mentira piadosa o a locura surgida del desespero. Lo que queremos, lo que nos daría verdadero consuelo, es oírles de nuevo, abrazarles, verles crecer como antes, ¿verdad? Cualquier otra cosa es una pesadilla durante mucho tiempo.
Una pesadilla que persiste cada día al despertar. No hay modo de escapar de ese infierno. La única salida consiste en atravesarlo de rodillas y a ciegas. En rendirnos, en desgarrarnos y cambiar de piel tantas veces como sea necesario. Hay que mirar con humildad muy adentro y acoger con cariño nuestro inmenso dolor, nuestros miedos más profundos.
A medida que, con ternura, nos vamos doblegando, empiezan a surgir en nuestro interior brotes de luz, de comprensión, de sosiego. Cuanto más sincera es nuestra entrega, más agradable y sencilla se vuelve nuestra vida. Y entonces nos damos cuenta que no hemos “perdido” a ningún ser querido, que el amor, más allá del velo de la muerte, nos sigue manteniendo unidos. La magia del cariño persiste y nuestra entrañable complicidad perdura. Si hay infinitos universos paralelos, quién puede afirmar que existe una única verdad.
CURSO SOBRE DUELO
¿ME PERMITES ACOMPAÑARTE?
Inicio esta primavera un curso que constará de tres talleres para que las personas que atraviesan un gran duelo tengan la posibilidad de recuperar serenidad y energía.
PRIMER TALLER
SÁBADO 1 DE ABRIL
HORARIO: de 10h a 13:30h
LUGAR: BARCELONA
INFORMACIÓN E INCRIPCIONES:
650 98 38 80
mercecastro@mercecastro.com
Comienza otra primavera y la fuerza de la tierra lo inunda todo. Es un buen momento para abrir el armario de nuestro corazón y empezar, sin prisas y con cariño, a dar nombre a nuestras emociones antes de que la nostalgia, quizá, nos paralice.
Por eso, porqué los cambios de estación no son fáciles cuando uno atraviesa una gran pérdida, abro la posibilidad de participar en un curso que consta de 3 talleres (con posibilidad de continuación), en el que ofrezco las herramientas que a mí me han ayudado a transitar el camino del duelo, a encarar mis primaveras y la vida entera, con una actitud más alegre y sosegada.
La intención es crear un espacio íntimo y seguro que nos permita mirar en nuestro interior, con amabilidad y volver a estar presentes con más energía, paz y confianza. ¿Me permites acompañarte?
Fechas de los 3 talleres:
Sábado 1 DE ABRIL
Sábado 13 DE MAYO
Sábado 10 DE JUNIO
VALOR: 60 euros (por taller)
JORNADAS SOBRE DUELO EN LLEIDA 17 DE MARZO-2017
El próximo 17 de marzo se celebran en la Universidad de Lleida las
X Jornadas de Acompañamiento el Duelo y la Enfermedad.
De la muerte se habla poco por eso valora enormemente que la Universidad convoque estas jornadas y agradezco muchísimo poder participar para hablar de mi libro “Palabras que Consuelan” y explicar mi experiencia. La muerte de mi hijo me dejó sin suelo bajo los pies, sumergida en el caos, pero poco a poco, con muchas ayudas y la intención de salir adelante, aunque no sabía cómo, pude renacer, volver a la vida.
Una vida que adquiere un sentido más profundo, más reconfortante, cuando podemos hacer algo útil y amoroso para los demás.
EL DESCONSUELO DE LOS HERMANOS
Mis hijos nacieron con tan solo 21 meses de diferencia y, a la que el pequeño empezó a gatear se convirtieron en una unidad inseparable. Se pasaban el día jugando, casi todo lo hacían juntos hasta que el mayor, Ignasi, murió, de repente, a los 15 años.
Qué difícil, que desgarrador tuvo que ser para mi hijo Jaume, justo cuando empezaba a despertar del sueño dulce de la infancia, encontrarse, de golpe, con el vacío inmenso que dejó la muerte de su hermano.
Tengan la edad que tengan, a menudo, por amor, los hijos aplazan su dolor para sostenernos. ¡Cuánta ternura en medio de tanta desolación!
Al principio, nuestra agonía nos ciega, no podemos estar igual de presentes y es posible que nuestros hijos vivos queden un poco desamparados. Con el corazón roto solo es posible sobrevivir.
Por eso, quiero hacer hincapié en la bondad de abrazarlos, de decirles una y mil veces que les queremos. Necesitan tanto nuestras miradas de cariño, de aprobación.
Sé que la nostalgia de la ausencia del hijo muerto es tremenda. Lo sé. Pero en el fondo tenemos la convicción de que los que se han ido están bien, ¿verdad? Son los que están aquí los que necesitan nuestra atención, nuestros mimos, nuestras caricias, nuestras palabras de admiración.
Las madres y los padres queremos morir cuando se nos muere un hijo, pero por amor volvemos a la vida. Y, con el tiempo, sentimos con ternura en el corazón a todos nuestros hijos, vivos y muertos.
CON QUERERNOS BASTA
Mi madre, de pequeña, me decía que yo tenía vocación de abogada de causas perdidas, abogada de los pobres decía ella. “Contigo tienes suficiente, deja que la gente se apañe y no intentes remediar la vida de los otros”, cuánta razón tenía y cuánto tiempo me costó entender que cada uno tiene una verdad distinta y la capacidad para vivirla. Con querernos basta.
No sabía, entonces, que, aunque nuestra intención sea buena, la humildad brilla por su ausencia cuando pretendemos “solucionar” la vida de los que queremos. Eso tiene que ver más con el miedo, con la necesidad de control que con el amor. Y nos ocurre tan a menudo, estamos tan dispuestos a evitar el dolor de los que amamos que no nos damos cuenta que así les cortamos las alas y les impedimos aprender de sus supuestos errores.
Cada ser que llega al mundo tiene un mapa escondido en su interior y alma de explorador. En este largo o corto viaje puede ocurrir de todo, a veces recorremos un lugar fantástico en el que sopla una brisa agradable que invita al placer y la dulzura. Otras, entramos en un paisaje árido, solitario, azotado por grandes vientos que despiertan en nosotros las mil sensaciones que produce el miedo. El temor forma parte de nuestro particular itinerario y, si lo vemos con ojos de explorador, no asusta tanto.
Cuando regresamos al hogar, seguramente lo que nos pareció durante el viaje duro y difícil de pasar es lo que más nos satisface y lo que más valoran los demás, ¿quién sabe? Los grandes desafíos, con frecuencia, nos templan, encierran la posibilidad de ampliar nuestra comprensión, nuestra capacidad de amar. Son los tesoros que se trae el alma de vuelta a casa.
TAL VEZ NADA SE PIERDE
Estos días ando en casa poniendo orden a mis fotos antiguas y, aunque algunas de las imágines que he estado mirando tienen más 30 años, me he sorprendido a mi misma recordando como si fuera hoy lo que sentía en aquel momento inmortalizado. Los gestos, la complicidad en las miradas me han evocado retazos de conversaciones que creía olvidadas. Qué extraño es el tiempo; en una fracción de segundo es posible recorrer décadas y vivir lo vivido con la misma frescura que la primera vez.
Tal vez nada se pierde, ni una palabra, ni una caricia, todo está dentro de nosotros aguardando despertar con calidez.
Y, seguramente, es cierto porqué, a menudo, siento que todas las personas que han formado parte de mi vida están en mi. Nuestras relaciones, sean largas o cortas, no se acaban nunca, ni con la muerte. Esas personas están conectadas a nuestra alma y, si las amamos, suelen hacerse presentes, con facilidad, en los lugares dónde surge espontánea la belleza. Por eso, cuando voy por la calle y, de repente, me alcanza la hermosura de un rojo atardecer, siento, con cada una de mis células, la presencia sublime de mis seres queridos, vivos o muertos. Cómo si fuéramos uno y estuviéramos embelesados mirando el cielo. Son momentos de alegría serena, sagrados, en los que es posible ver con claridad que existe algo más grande, que va más allá del tiempo, algo imposible de comprender.
REIR Y LLORAR
La vida es surrealista y del todo impredecible y, a veces, algunas madres pasan por el horror de vivir la muerte repentina de uno de sus hijos mientras mecen en sus brazos a su bebé de pocos meses, casi un recién nacido o acarician sus barrigas embarazadas, a punto de dar a luz. ¡Qué desgarro! ¡Qué contradicción más grande!
No estoy midiendo dolores, ni dificultad, eso es imposible, la muerte de un hijo, en cualquier situación, es para los padres un tormento difícil de soportar. Sean las que sean las circunstancias, todos atravesamos un infierno. Cada uno conoce el suyo, ¿verdad?
Tan solo intento acompañar, hoy, con palabras, a esas madres que no tienen tiempo, ni casi permiso para expresar su agonía porqué la vida recién estrenada las empuja a seguir adelante sin un solo momento para parar. ¡Cuánto dolor aparcado, cuántas lágrimas contenidas!
Por eso les pido a las personas que las quieren que las dejen llorar, también les ruego a ellas que se permitan hacerlo y, luego, se refresquen la cara y, aunque crean que sus bebés no entienden nada, les expliquen con dulzura el porqué de tanta tristeza y cuán grande es su amor por ellos. A su manera, lo entenderán.
Los bebés están muy cerca de su esencia y, aunque no puedan hablar ni razonar, se tranquilizan cuando sus madres les hablan desde el corazón. Les pueden contar que están tristes, sí, pero, al mismo tiempo, les adoran y su desconsuelo no tiene nada que ver con ellos.
No sirve disimular entre madre e hijo, al contrario, me parece que empeora las cosas. Es mejor la verdad, aunque duela.
GRACIAS A ELLOS ESTOY YO AQUÍ
A mi me fascina pensar en las generaciones de hombres y mujeres que me han precedido y han hecho posible que yo esté aquí. Siento un profundo agradecimiento por mis ancestros y no excluyo a ninguno aunque no tengo memoria de ellos. No sé nada de sus vidas, apenas me ha llegado algo de información de mis bisabuelos, aunque muy difusa y seguro sesgada…
Mis abuelos vivieron una guerra, no quiero ni imaginar lo que tuvieron que encarar los de más atrás. En todas las familias ha habido de todo y cada uno ha cumplido su papel, de bueno o malo, para que los demás pudiéramos tomar conciencia y evolucionar. Por eso, porqué sé que con su vida cada uno hace lo que puede, en mis momentos claros, doy un espacio amoroso en mi corazón a los excluidos, a los que, en un arrebato, cruzaron el océano, para huir de sus miedos, dejando a los de aquí huérfanos; a los que bebían de más para intentar apagar el fuego de sus entrañas; a los que se jugaron a las cartas más de lo que tenían, a los que quedaron en vida ausentes de tanto dolor como sentían, a los que murieron fuera de tiempo dejando un inmenso vacío, una gran sensación de desamparo, algunos fueron ricos y otros pobres, hubo canallas y vividores…
A todos les doy un lugar de honor en mi corazón, ¿quién soy yo para juzgar lo que hicieron o dejaron de hacer? Sólo sé que su historia, sea la que sea, mereció la pena, que cada uno, como pudo, pasó un valioso testigo y gracias a la suma de sus esfuerzos, de sus tristezas y anhelos, he podido ser madre y abuela y emocionarme contemplando las estrellas en las noches cálidas de varano y pasear sin prisas por la orilla del mar infinito que tanto quiero. He conocido el dolor y la alegría inmensa del amor. Sé lo que es la tristeza y el placer de ser amada. Gracias a ellos puedo sentir. No traiciono a ninguno, estoy convencida, queriéndolos a todos. No hubo una sola vida que no mereciera la pena. El amor une, nos da fortaleza. Por eso, en mis noches oscuras, sé que su cariño, con dulzura, me sostiene y me ayuda a afrontar la muerte. Qué más da que haga siglos que estén muertos. Son parte de mi y con respeto y ternura los reconozco.
ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
De pronto, nuestra vida da un giro y aquello que nos parecía sólido se desvanece. En su lugar aparece el dolor. Un dolor insoportable que lo envuelve todo como la niebla espesa: la calle, los árboles, el cielo, su habitación, la nuestra, la cocina, los cuadros, los libros, las plantas, las fotos, su ropa, los zapatos… todo duele.
Buscamos una salida rápida, de emergencia, nos ahogamos y huir parece lo más apropiado, pero no, de nada sirve irnos al otro extremo del mundo. Solo quedándonos, sintiendo nuestro dolor, es posible salir del desamparo, respirar y, a ratos, volver a ver la luz.
Durante los primeros tiempos de mi duelo a mi me parecía que vivía en una especie de mundo paralelo, como Alicia en el País de las Maravillas. La muerte de mi hijo me llevó al otro lado del espejo y allí, lo normal era que ocurriera lo más inesperado en cualquier momento.
Al oír en el supermercado una canción o al doblar una esquina podía encontrarme de cara con la tristeza, el miedo o la rabia. Nunca antes me había sentido tan frágil, tan poca cosa, tan atemorizada. A menudo pensé que me volvería loca. Pero no, al contrario, la vida me estaba forjando. El dolor puede ser un gran maestro.
Cuantas lágrimas cuesta y qué alivio supone aceptar que las cosas son como son y no cómo nos las habíamos imaginado. Qué extremadamente difícil y, al mismo tiempo, liberador resulta rendirse sin condiciones. Qué reconfortante es querer y quererse porqué sí, aunque estemos rotos. Qué peso de encima nos sacamos al reconocer que no sabemos nada…tan solo que una mirada amorosa, una palabra amable, una caricia nos rescatan del infierno y nos devuelven a la vida.
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