TAL VEZ NADA SE PIERDE

 

Estos días ando en casa poniendo orden a mis fotos antiguas y, aunque algunas de las imágines que he estado mirando tienen más 30 años, me he sorprendido a mi misma recordando como si fuera hoy lo que sentía en aquel momento inmortalizado. Los gestos, la complicidad en las miradas me han evocado retazos de conversaciones que creía olvidadas. Qué extraño es el tiempo; en una fracción de segundo es posible recorrer décadas y vivir lo vivido con la misma frescura que la primera vez.
Tal vez nada se pierde, ni una palabra, ni una caricia, todo está dentro de nosotros aguardando despertar con calidez.

Y, seguramente, es cierto porqué, a menudo, siento que todas las personas que han formado parte de mi vida están en mi. Nuestras relaciones, sean largas o cortas, no se acaban nunca, ni con la muerte. Esas personas están conectadas a nuestra alma y, si las amamos, suelen hacerse presentes, con facilidad, en los lugares dónde surge espontánea la belleza. Por eso, cuando voy por la calle y, de repente, me alcanza la hermosura de un rojo atardecer, siento, con cada una de mis células, la presencia sublime de mis seres queridos, vivos o muertos. Cómo si fuéramos uno y estuviéramos embelesados mirando el cielo. Son momentos de alegría serena, sagrados, en los que es posible ver con claridad que existe algo más grande, que va más allá del tiempo, algo imposible de comprender.

 

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