¿Y SI DEJAS DE ESCONDER TU LUZ?

 

En las épocas más oscuros de mi vida, cuando más pérdida y atemorizada he vivido, he sentido, al mismo tiempo, momentos de amor en estado puro, reconfortantes destellos de luz, que inundaban mi ser de comprensión, de agradable certeza. Duraban un instante, dos o tres, pero eran como agua de mayo, me servían para coger aire, para no sucumbir, sin límites, a la desesperación.

 

Yo no sabía entonces que esos destellos, esa conexión sagrada con mi propia Diosa requiere intimidad y silencio y, sobre todo, mucho cariño para no perturbar la zona herida, esa parte nuestra, tan humana, que guarda infinidad de memorias terroríficas, dignas de hacer temblar a un santo.

 

Esa parte que compartimos, a través del inconsciente colectivo, se siente cómoda con el sufrimiento, lleva siglos experimentándolo y, cuando se suma a nuestra propia historia de dolor, puede arrasar con todo si no recurrimos al cariño, a los baños de dulzura, a las caricias, a avivar la luz de nuestra propia belleza, de nuestra divinidad.

 

La belleza de la que hablo no se encuentra, por definición, en los cuerpos de modelos, en los artículos de lujo o en las alfombras rojas de los grandes estrenos. No, la belleza terapéutica guarda relación con la delicadeza de nuestra mirada. En la sabiduría de encontrar lo bonito en los lugares más cotidianos, incluso en los inesperados.

A mi entender, el arte de ser feliz reside en poner la atención en la dicha en vez de en la crítica. Requiere su práctica. La tendencia es negarnos nuestra propia luz, como si no nos mereciéramos ser felices, pero sí perpetuamente desgraciados. Ese impulso destructivo, muy extendido, nada tiene que ver con el amor, ni tampoco con el olvido.

 

Estar en paz con uno mismo guarda relación con la honestidad, con el sentido del humor, con mirar con ternura lo que no nos gusta de nosotros mismos. Se trata de llevar la luz allí dónde hay oscuridad, de sernos útiles a nosotros mismos.

 

 

 

 

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