AMOR

RELACIONES MÁS ALLA DE LA MUERTE

 

Cuando me siento perdida, enfadada, confundida, triste o todo a la vez y me lamento del dolor que he vivido, a menudo, no tardo mucho en recibir información (en mi caso, generalmente, a través de los sueños) que me ayuda a ampliar mi mirada y mejorar mi estado de ánimo.

 

Yo no sé qué hay después de la muerte, no tengo ninguna verdad, no conozco el secreto de la vida, ni porqué estamos aquí, cobijados en esa esfera preciosa que llamamos Tierra, que nos sustenta, que nos nutre como una madre amorosa.

 

De lo esencial no sé nada, pero sí reconozco la calidez que me abraza, lo bien que me sienta el amor que me une a mis seres queridos muertos. En mí continúan las relaciones de amor más allá de la muerte.

Son relaciones distintas de cuando estaban aquí, sí, pero no están estancadas, siguen evolucionando en mi interior, incluso se fortalecen, rozan una ternura infinita. La muerte no ha roto nada, porque el cariño es indestructible.

 

A mi no me han dejado mis abuelos, ni mi hijo, ni mi madre, ni mi esposo, sigo notando su amor, no se han ido porque han querido, porque necesitasen alejarse, porque no me soportaran. No, no, tan solo han muerto como vamos a morir todos. Esos lazos de amor que nos unen, sin atarnos, me dan alas. No hay abandono cuando muere alguien que nos quiere, al contrario, su abrigo persiste y, sentirlo, es tan reconfortante.

SE ACERCA LA NAVIDAD

 

Hay días que desprenden una neblina triste y nada tiene que ver con que brille o no el sol.

 

En mi caso, esa nostalgia puede aparecer de repente y me origina, en principio, desconcierto. «¿Cómo puede ser que, sin previo aviso, me vea envuelta en esa pesadumbre, cuándo hace nada estaba alegre y en calma?»

 

Cuando me ocurre esto, no tengo más remedio que parar y hacer un recuento de las emociones y sentimientos que, quizá, estoy intentando pasar por alto, sin ni siquiera ser consciente de ello.

 

Se acerca la Navidad y el aniversario de la muerte de mi hijo Ignasi y un diciembre de hace 3 años Lluís, mi marido, cayó gravemente enfermo y ya no se recuperó. Y, aunque ahora soy feliz, de otra manera, sigue en mí el recuerdo del dolor vivido, igual que sigue el amor que hemos compartido.

Y, aunque me produzca cierto desasosiego, me siento agradecida porque puedo sostener la tristeza, la soledad, el abandono, el miedo… esas emociones que no son agradables, pero que forman parte de la vida, de mi vida.

 

No negarlas es lo que me da más fortaleza y me permite vivir otra Navidad con la esperanza de compartir momentos tiernos, dulces, amorosos. No llamaríamos luz a la luz si no conociéramos las sombras, la oscuridad ¿verdad?

 

Cuando me digo todo eso a mi misma, empieza a deshacerse el nudo en el estómago. Al permitirme ser y estar como estoy, sea como sea, algo se afloja y me puedo volver a conectar al amor. Sé que la calma, las risas, el silencio, la quietud también están ahí y me aguardan.

 

Siempre que me miro con ternura, sin exigencias, con respeto me siento mejor y, a menudo, la niebla desaparece  y vuelvo a estar contenta.

GRACIAS

 

Qué agradable sentir la calidez de las personas que, como yo, han vivido o empiezan grandes cambios con la mirada puesta en el cariño.

 

El encuentro de este pasado viernes en Andorra me ha regalado paz y dulzura. Me ha hecho ilusión estar en una escuela, con padres, maestros y psicólogos hablando de la muerte y el duelo para amar más la vida.

 

Gracias al Colegio Sant Ermengol, a Mª Pilar, a Montse, a Rosa, a Paco, a Eloy, a todos los asistentes, aunque no recuerdo vuestros nombres, sí guardo en el alma los abrazos compartidos.    

NOS VEMOS EN ANDORRA

 

Hablar de la muerte y el duelo es cada vez más frecuente, pero sigue siendo un poco tabú, como innecesario o de mal gusto hasta que tropezamos con la realidad.

 

Entonces, si la pérdida es de alguien que queremos con toda el alma, nos sentimos perdidos, el dolor es desgarrador y nos suelen faltar herramientas para sobrellevar lo que nos parece imposible.

 

A lo largo de la vida, casi todos perdemos a alguien que amamos, por eso agradezco la oportunidad de poder compartir, en un colegio, con padres y adolescentes lo que a mi me ha ido bien para afrontar la muerte de mi hijo Ignasi y de mi esposo. Me ayuda a sentirme útil.

 

 

Gracias a Mª Pilar Armengol del colegio Sant Ermengol y a la Asociación de duelo Marc G.G, por darme esta oportunidad. La entrada es abierta y gratuita. Si podéis venir, me encantará daros un abrazo.

AHONDAR EN LA TERNURA

 

 

Lo mire por donde lo mire, no encuentro nada más eficaz que el amor para atravesar momentos difíciles.

 

Es verdad que, en ocasiones, la vida nos pone a prueba de forma desgarradora, nos suele dar en la diana de lo que más nos duele y nos hundimos.

No somos santos y, al menos yo, suelo tropezar con la misma piedra unas cuantas veces hasta que me doy cuenta que algo estoy haciendo mal.

 

Generalmente, lo que ocurre es que me he dejado llevar por la envidia, el desaire, los celos o me he puesto en un lugar que no me corresponde. Casi siempre el origen tiene que ver con no soltar algún prejuicio o creencia que me limita, me confunde, me aleja de disfrutar de la calidez del cariño.

 

Es más fácil dar la culpa a otros, a una situación compleja, a la propia vida, antes de mirar hacia dentro e intentar ver qué nos puede ayudar a hacer las paces, a liberarnos, a cambiar nuestra actitud ante lo que sea.

 

Agarrarse a la ira, la rabia o el odio, aunque nos parezca legítimo, solo trae amargura. Estar enfadado siempre con el mundo desgasta mucho.
No vale la pena malgastar así la existencia.

 

 

Todos nos equivocamos, eso nos hace humanos y reconocerlo nos ayuda a rasgar otro velo, a sentirnos cerca de la tranquilidad, del bienestar, de la alegría.

 

Vamos a intentar querernos un poco más y así poder mirar con delicadeza y comprensión a los demás, a lo que nos sucede, aunque no nos guste.

 

Cuánta más ternura desprendemos, más agradable es vivir, menos dramático es todo, más cálido es el recuerdo de los que nos han precedido y los percibimos más cerca, ¿verdad?

 

 

 

NUNCA SE DAN SUFICIENTES ABRAZOS

 

He estado estos días leyendo un libro conmovedor, de esos que te envuelven con suavidad. Es una novela de Laura Imai Messina y se titula «Las palabras que confiamos al viento». Se trata de esos libros que una vez terminados te acompañan, al menos eso es lo que me ha sucedido a mi.

 

En un momento dado, los protagonistas hablan de la bondad de los abrazos no solo para curar las heridas del alma, también para que florezca en nosotros la alegría. Me encanta cuando algo tiene el poder de hacerme revivir emociones.

 

Cierro los ojos y vuelvo a sentir los abrazos largos que he dado con el corazón, sin pedírmelos, notando la calidez del ser que abrazaba. Esos abrazos que he recibido, entregada, dejándome mecer como cuando era niña. Los abrazos que logro darles a mi hijo y a mi nieto, antes de que se escabullan, los que doy y me dan mis amigos, los que me daba Lluís, que tanto añoro… Aunque, estos últimos, los de mi marido, me sorprenden, a veces, en el momento más inesperado y me los imagino siempre que los necesito.

 

Nunca se dan suficientes abrazos, nunca sobran las palabras cariñosas, ni los silencios dulces, ni las miradas de complicidad. Nunca llegamos tarde, no importa que estemos vivos o muertos, el amor nos une.

 

 

CABOS SUELTOS

 

 

Mi relación con la muerte es familiar, quiero decir que no me es desconocida. He vivido la devastación que supone ver morir a un hijo y el vacío que acompaña la muerte de un gran compañero de vida. Nos hemos mirado a los ojos y siento por ella mucho respeto. Nombrarla no me da miedo, no creo que al hacerlo la invoque, al contrario, me ayuda a diluir mis miedos.

 

Es imposible elegir no morir y, aunque nos desgarre el alma, nada podemos hacer por los nuestros cuando es su hora de partir. Todo eso lo cuento porque, de tanto en tanto, al acostarme, juego a hacer balance de mi existencia. Me digo: «si mañana no me despertara, que me quedaría pendiente». Y voy repasando lo que me gustaría dejar más arreglado. Está bien intentar dejar las cosas fáciles a las personas que queremos, pero me he dado cuenta que es absurdo intentar atar todos los cabos. Sin cabos sueltos no tendría sentido la vida, no aprenderíamos nada.

 

En realidad, solo tenemos que procurar hacer las cosas con amor hasta donde llegue nuestro recorrido y, luego, el testigo pasa automáticamente a los que se quedan, como en las carreras de relevos.

NOS UNE EL AMOR

 

 

Aquella entrañable Navidad del 98 yo no sabía que era la última que pasaría con mi hijo Ignasi, tampoco que el verano del 2019 sería el último que Lluís y yo estaríamos en Menorca, compartiendo la deliciosa sombra de la morera del patio, las primeras horas del día en el mar, las largas siestas… Su enfermedad y su muerte, en febrero del 21, me han llevado de nuevo a otra realidad.

 

Sí, hay un antes y un después tras la muerte de seres muy queridos, mucho dolor, rabia y tristeza, pero también es agradable constatar que el hilo de amor que nos unía sigue intacto. Mi hijo y mi esposo forman parte de mi, así lo siento. Como si, al irse, algo de su bondad, su fuerza y su sentido del humor hubieran quedado impregnados en mi ADN.

 

Cuando pienso en ellos, siento como florece en mi interior la ternura. Ese cariño lo puedo ofrecer a todo lo que me rodea. Amar es una opción, una forma de vida, una buena inversión. El amor no se desgasta, al contrario, cuánto más damos más recibimos.

 

En los días claros, mágicos, todas/os hemos experimentado la agradable sensación de hacer las cosas con mimo, con suavidad, con amor. No es lo mismo ir a comprar, fregar los platos o cocinar con desgana que con cariño, ¿verdad?

 

Por eso, porqué no sabemos si este será el último verano, vale la pena saborearlo, vivir un día a la vez, convertir lo sencillo en extraordinario. Sentir gratitud, regalar palabras dulces, abrazar a los nuestros y mecer en nuestro corazón a los seres queridos muertos.

 

NO ESTÁS SOLA

 

Siempre me resulta sorprendente, a pesar de que lo he experimentado muchas veces a lo largo de mi vida, que después de días raros, pesados, difíciles, en los que no encuentro sentido a nada, vienen otros ligeros, en los que predomina en mí una sensación de amor, de armonía que agradezco infinitamente.

 

En esos días claros, hago las paces con alguna parte mía que, tal vez, mantenía cautiva y disfruto cocinando, arreglo las plantas, me pongo a escribir y veo cómo brotan las palabras con soltura, sin esfuerzo, con cariño.

 

Puede ser que los días oscuros, le den más luz a los que percibo como claros. Sea como sea, eso me da fuerza, me ayuda a atravesar mi duelo y expande el amor que siento hacia mis seres queridos. No hay nada que me dé más calma que sentir el amor que hay en mí. Ese amor que está en ti y que nos une a todos.

 

Si tienes un día malo o muy malo, recuerda que no eres la única y, aunque ahora te parezca imposible, pasará y tal vez vuelvas a sentirte en paz contigo y con la vida. No estás sola, somos muchos los que estamos aprendiendo a vivir de nuevo.

 

 

 

SENTIR ES LA CLAVE

 

 

Lo mejor que podemos hacer con el dolor es vivirlo. Es la única manera que conozco de trascenderlo, pero da miedo, ¿verdad?

 

Nos imaginamos que si abrimos la puerta a sentir, a escuchar al cuerpo y al alma no vamos a poder con tanto como arrastramos.

 

Quizá nos parezca más adecuado mirar hacia otro lado y a ratitos nos viene bien distraernos, pasar de puntillas, sí, pero, cuando transitamos un gran duelo, tarde o temprano es mejor afrontarlo. Cada uno a su ritmo tiene que parar y aprender a mirar con ternura lo que siente.

 

Cuando observamos el torbellino de emociones dolorosas, sin juzgarnos, se suavizan, dejan de dominarnos. He podido constatarlo.

 

Al principio del duelo, es posible que personas cercanas sufran si nos ven llorar, gritar o recluirnos en casa. Sí, les gustaría vernos bien, su intención es buena, pero no nos sirve. La realidad es otra y lo natural es sentir dolor, tristeza, rabia, culpa o lo que sea, con la mirada puesta en salir adelante, claro, pero eso lleva su tiempo. La paciencia con uno mismo es una buena aliada.

 

Un gran duelo, como la muerte de un hijo, de una pareja muy querida, un padre o una madre todavía jóvenes o un amigo del alma, de esos que están presentes en nuestra vida cotidiana, suele ser el principio de una gran transformación. Nada, ni nosotros, vamos a ser los de antes. De nuestra actitud depende que renazcamos con más comprensión, con más aceptación y amor hacia nosotros mismos y hacia los demás, en definitiva hacia la vida.

 

Es tan grande el cambio interno, que vamos a necesitar el apoyo de todos los que puedan acompañarnos. Las personas, profesionales o no, que hayan podido sostener, con dulzura, sus propios miedos, sus propias heridas, van a ser unos buenos guías. Nos van a dejar llorar, sin ocultar la mirada, porqué saben que así, en otro momento, podremos reír. Nadie elegiría pasar por eso para dar un salto, pero cuando ocurre, cuando no hay marcha atrás, podemos elegir seguir adelante con cariño.

 

 

Recorrida ya una buena parte del camino, nos sorprenderemos agradeciendo la placidez de un día de lluvia, la suerte de contar con buenos recuerdos, la belleza que refleja un rayo de luz que entra por la ventana, el bienestar que nos producen las sonrisas que nos regalan, la dicha que sentimos cuando damos la mano a otros…

 

Si podemos sentir, aunque sea de vez en cuando, el amor en estado puro que sale de nosotros, que nos une, que da calidez y sosiego, nuestros seres queridos, vivos y muertos, se sentirán felices y la vida adquirirá de nuevo un agradable sentido. Tal vez la veamos con ojos más compasivos…

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