CABOS SUELTOS

 

 

Mi relación con la muerte es familiar, quiero decir que no me es desconocida. He vivido la devastación que supone ver morir a un hijo y el vacío que acompaña la muerte de un gran compañero de vida. Nos hemos mirado a los ojos y siento por ella mucho respeto. Nombrarla no me da miedo, no creo que al hacerlo la invoque, al contrario, me ayuda a diluir mis miedos.

 

Es imposible elegir no morir y, aunque nos desgarre el alma, nada podemos hacer por los nuestros cuando es su hora de partir. Todo eso lo cuento porque, de tanto en tanto, al acostarme, juego a hacer balance de mi existencia. Me digo: «si mañana no me despertara, que me quedaría pendiente». Y voy repasando lo que me gustaría dejar más arreglado. Está bien intentar dejar las cosas fáciles a las personas que queremos, pero me he dado cuenta que es absurdo intentar atar todos los cabos. Sin cabos sueltos no tendría sentido la vida, no aprenderíamos nada.

 

En realidad, solo tenemos que procurar hacer las cosas con amor hasta donde llegue nuestro recorrido y, luego, el testigo pasa automáticamente a los que se quedan, como en las carreras de relevos.

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