EL MUNDO

1334De pequeña inventaba historias, llenas de luz y color, de vida, que yo creía reales, en un intento de embellecer o, quizá, de huír de la realidad cotidiana. Me dolía aceptar que las cosas eran de una determinada manera, generalmente gris y triste, o eso, al menos, es lo que yo a menudo percibía en los ojos de mi madre, como si el mundo fuese un lugar al que hubiésemos venido a sufrir, sin posibilidad de darle la vuelta a tanta desolación. Flotaba en el ambiente de mi casa el miedo de los que han vivido una guerra. Pasé mi infancia intentando conectar con una realidad más alegre y ligera, que empecé a vislumbrar en algunos de mis amigos en la adolescencia.

 

No sabía, entonces, que para sentir alegría no hay que resistirse a la tristeza. Que todo lo que yo veía en los ojos de mi madre, que toda la angustia que envolvía como la niebla a mi abuela, y que yo tanto rechazaba, también me pertenecía.

 

Fue después de la muerte de mi hijo Ignasi, cuando no tuve más remedio que mirar en mi interior y empezar a poner orden en mis emociones, cuando me di cuenta que la única forma de trascender el dolor era rendirme, dejar de tener expectativas y encontrar la parte dulce y amorosa de cualquier cosa que me sucediera.

SENYORA PLORANTMe ayudó a no volverme loca comprender que yo no era la tristeza, que simplemente a veces estoy triste, que no soy la angustia, aunque a veces siento desasosiego. Que, como dice Juan José Millás en su magnífico libro, “El Mundo”, simplemente somos el escenario donde ocurre la vida. “… Quizá no seamos los sujetos de la angustia, sino su escenario; ni de los sueños, sino su escenario; ni de la enfermedad, sino su escenario…” y que la muerte solo es una doblez de la vida, en realidad el inicio de otra realidad.

 

Que el mundo está hecho de infinidad de mundos y que, en el momento más inesperado, suceden los milagros.

 

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