EL CUERPO TIENE MEMORIA
Cuando las emociones nos desbordan, cuando el mar se agita y crece a merced del viento de la vida y el furor ensordecedor de la tormenta nos aturde, a menudo el cuerpo toma el timón, recoge velas si es preciso, abre una tregua y guarda en silencio el dolor, la rabia, la pena, el desconcierto, el miedo inmenso de perder lo que amamos, de sabernos un mero juguete de las olas.
Sí, el cuerpo atesora y esconde lo que somos incapaces de sentir, sin retener, en un determinado momento… pero no olvida. No, al contrario, suele grabar a fuego en cada célula las fechas, los días señalados, los recuerdos. Y así, cuando se acercan los aniversarios de las tragedias, aunque hayan pasado años, la inquietud y la tensión aumentan, el dolor despierta y, muy probablemente caemos enfermamos o simplemente al suelo, al tropezar de la forma más tonta o, quizá, nos cortamos sin querer mientras preparamos la cena. Da igual, el cuerpo siempre encuentra la manera de hacernos saber que hay un montón de emociones pendientes, de historias inconclusas que piden a gritos salir, ver la luz, sentirse en paz, perdonadas, queridas, mimadas y arropadas.
La vida se expande, adquiere nuevas perspectivas, se eleva cuando nos permitimos completar con amor los círculos.
Tal vez, incluso, algunos de estos círculos lleven sin cerrar milenios porque de la misma forma que heredamos las tierras, el dinero o el tono de piel, pasan de generación en generación los conflictos no resueltos. Probablemente nacemos ya con corazas de emociones, que pesan tanto o más que las de hierro y vamos arrastrando a lo largo de la vida sin saberlo.
Pues bien, ahora que todo está cambiando, que las estructuras del mundo de antes se tambalean y ya no nos sostienen es, me parece, el momento ideal para hacer limpieza a fondo y, con cariño, barrer antiguas creencias que nos impiden sentirnos merecedores de lo mejor de la vida: el amor, la prosperidad, la alegría…
Al resquebrajarse las corazas que aprisionan al alma y al cuerpo, quizá nos resistamos y duela un poco. Es normal, ¡es tan profundo el hábito del sufrimiento!
Pero aunque nos de miedo, hay que dar el paso como se atreven a darlo los gusanos, si no difícilmente volaremos como las mariposas.
Querida Mercé,
Yo también perdí a mi hija, en mi caso recién nacida y quería agradecerte el bien que me hizo leer tu blog en los primeros momentos de oscuridad y después tu libro «Palabras que consuelan». Escribo un blog como terapia y por si a otros pudiera ayudar, http://elplanetadeoliviayvioleta.blogspot.com.es/, en él te cito varias veces. Me he llevado una sorpresa al leerte hoy, (una más de esas agradables «coincidencias» que indican que vas por el camino correcto) pues en la entrada que acabo de publicar hablo también, entre otras cosas, de esa memoria física del cuerpo. La siento claramente porque va a cumplirse un año del nacimiento de mi niña y efectivamente mi cuerpo sabe cómo recordármelo.
Muchas gracias por lo que compartes. Un abrazo
Gracias a ti, ainara, preciosa, un abrazo grande
Hola Merce.
Lo que propones es un acto de valentía, pienso que imprescindible para empezar a volar.Aceptar que el dolor está y estara siempre presente, como un jugador más, en nuestro equipo de juego; y que ello no significa que no podamos ganar el partido.
Gracias por tu articulo y un abrazo para todos
Eso, lo bueno y lo aparentemente malo, en el mismo equipo: el de la humanidad. Me gusta.
Otro abrazo para ti, Amparo, preciosa.
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Un abrazo