MIRAR AL CIELO
Quién más quien menos anda con prisas, hay como una urgencia colectiva, un hábito de impaciencia que nos domina.
El día a día va tan rápido, sobre todo en las ciudades, que pocas veces atinamos a parar y alzar la vista al cielo.
Observar el paso de las nubes, el azul intenso, los rayos dorados o el gris plomizo nos serena, nos ayuda a vivir el presente y diluir el miedo al futuro o la inquietud por el pasado.
Contemplar el cielo, con los pies bien anclados en la madre Tierra, es una terapia gratuita y fácil que nos conecta, por un lado, con la fuerza inmensa de nuestro planeta y, por el otro, con nuestras raíces celestes.
¿Quién no ha sentido la calidez de formar parte de algo Grande mirando un cielo estrellado, una puesta de sol, un amanecer dorado?
En mis primeros tiempos de duelo me reconfortaba andar descalza por la playa o el campo. Pisar arena y tierra, con los pies desnudos me ayudaba a incrementar mi poca energía y a estar más presente.
Cuando miro al horizonte o simplemente levanto la mirada hasta posarla en el cielo percibo, con mayor facilidad, esa unión sagrada que me acerca a mis seres queridos muertos con dulzura, sin drama.
Al fin y al cabo mi parte sabia bien comprende que la muerte no es más que un nuevo comienzo, que el amor es eterno y que el plan es perfecto.
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