NO SÉ SI ES COSA DE LA EDAD
Al menos a mi, de pequeña, los veranos me parecían largos y los inviernos eternos. El tiempo, entonces, se estiraba hasta casi el infinito en una suave cadencia, sin cambios bruscos, ni sobresaltos. Ahora me doy cuenta que mi infancia fue un oasis, aunque guardo memoria de emociones buenas y otras no tanto.
No sé si es por los años acumulados, que ya empiezan a ser bastantes o por la inquietud que se respira en el mundo o por las dos cosas a la vez, pero tengo la sensación de que la existencia se ha vuelto muy intensa y tengo que pararme y estar conmigo en silencio más a menudo para abrigarme con el manto del sosiego.
Me parece que estoy en la antesala de un nuevo salto, con el tiempo justo de dejar la casa recogida, de poner orden a maneras de hacer que ya no me sirven, de limpiar con el perdón viejas heridas, de liberar agravios para dejar espacio a la confianza en la vida.
Sé que toda esa mudanza guarda relación con la reciente muerte de mi padre. Una muerte dulce, en casa, con sus tres hijos alrededor de la cama, a sus casi 97 años. Sí, pero es la muerte de mi padre, al que adoro, aunque no tiene nada que ver con el dolor de la muerte de mi hijo (como eso nada), ni con el desamparo de la de Lluís, mi marido.
Me toca ahora acariciar mis miedos y renovar mis votos de amor para acoger con suavidad y dulzura las oleadas que vienen y van hasta nuestro último suspiro. Sabiendo que, cuando la noche es más oscura, empieza un nuevo amanecer.
Foto: FERMÍN GARCÍA MORALES
Texto: Mercè Castro Puig
LIBROS:
«VOLVER A VIVIR»
«PALABRAS QUE CONSUELAN»
«DULCES DESTELLOS DE LUZ
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