LOS REPROCHES PUDREN EL ALMA
Mientras hay vida es posible rectificar y aprender de los errores.Nunca nos deberíamos acostar sin la sensación de estar en paz con uno mismo. Si actuáramos siempre así, cuando muriese algún ser querido nos quedaría la tranquilidad de que le hemos dado lo mejor de nosotros mismos. Pero la existencia es complicada y todos arrastramos malentendidos y equivocaciones. Recriminar al otro sobre algo que hizo o dejó de hacer es entrar en un callejón sin salida. El pasado no puede modificarse, sólo es posible intervenir en el presente. Si para nosotros lo de antes tiene un peso tan enorme que nos impide avanzar, si representa un sufrimiento añadido convivir con la pareja después de la muerte de nuestro hijo, entonces es mejor romper la relación. Siempre es preferible una separación, para uno mismo y para los hijos, que vivir en un reproche constante, sin amor ni esperanza.
ELUDIR LAS TRAMPAS
El duelo está lleno de trampas. ¿Para qué comer, levantarnos de la cama, y, en definitiva, seguir si hemos perdido toda ilusión? Las negaciones que nos asaltan son infinitas y se resumen en: “si él no está, no nos merecemos nada”. Esta es la pauta que predomina. Pero cuidado con eso. Es como un espejismo y hay que desvanecerlo. Una buena manera de conseguirlo es imaginarnos que hablamos con nuestro hijo muerto. Lo tenemos delante y le decimos en voz alta todo lo que se nos ocurre. Sin limitaciones. Le podemos pedir perdón, manifestarle nuestro amor, explicarle nuestra desolación… Luego ponernos en su piel y contestar. Seguro que quiere lo mejor para nosotros, que se entristece si nos ve mal. Él desea que seamos felices. Nos quiere. Nuestro hijo no volverá. No le pidamos eso. No puede. Hay que afrontar lo inevitable. Nuestra vida aquí sigue y nos toca aprender a vivir de forma distinta. Por nosotros y por él. ¿Para qué sirve si no todo el cariño que nos dio y que todavía nos puede dar? ¿Permitiremos que caiga en saco roto? Seguro que no.
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