MIRAR CON CARIÑO A LA RABIA
He pasado las navidades resfriada como una sopa, pero he compartido la mesa con las personas que quiero. Su cariño ha sostenido mi alma.
Por la noche del 26, la que partió Ignasi hace 13 años, al acostarme vino a visitarme el horror que viví aquel día. Los recuerdos acudieron envueltos en rabia. ¡Qué potente es esta emoción! Surge de mi interior con una fuerza grande y si me resisto crece con un estallido incontrolable. Es la emoción que menos me he permitido sentir desde niña y se siente despreciada, por eso este año al verla venir no he querido ignorarla. Es tan humana como cualquier otra, forma parte de mi y por eso, en la cama, desvelada, intenté abrazarla y acunarla hasta que pude dejarla tranquila y sosegada en mi corazón. Me costó porque mi primera reacción es juzgarla y al juzgarla a ella me estoy juzgando a mi misma y eso me lleva a una espiral de angustia desbocada. Lo sé, por eso recurro al amor y me perdono y me permito sentir lo que siento y, entonces, la rabia se calma.
Es curioso, primero nos retamos con la mirada, como enemigas y el mundo se convierte en un lugar inhóspito. Tomo conciencia y me aparto, la miro con distancia, la reconozco y la nombro: “Eres la rabia”. Ella está alerta, desconfiada, preparada para el ataque y sigue así hasta que soy capaz de mirarla con cariño. Mantenemos un diálogo silencioso y cuando se da cuenta que no la rechazo, que reconozco su valor, que la considero válida, la furia desaparece y el mundo recobra luz y armonía y vuelve a ser amoroso.
EN NUESTRO CORAZÓN MANDAMOS NOSOTROS
En mi país adelantaron ayer una hora el reloj. Estamos en otoño y, simbólicamente, el cambio horario es como el pistoletazo de salida de la hibernación, del recogimiento. Los días a partir de ahora son más cortos, la luz más rosada, menos contrastada, quizá más nostálgica. En este hemisferio la naturaleza ha empezado a extender un manto de letargo y, con suavidad, nos empuja a mirar en nuestro interior, a entrar en nosotros mismos. Es un buen momento para sentarnos sin prisas y reescribir nuestra vida. Cada día tenemos la oportunidad de crear nuestro futuro. Tal vez hasta hora el argumento es triste y desgarrado. Pues bien, vamos a introducir escenas alegres en nuestro día a día. Entre una nube de dolor y otra, aunque el rayo de sol dure un instante, hay tiempo suficiente para los abrazos, para dejarnos mimar y acariciar a los que queremos, para mirar con dulzura a nuestros hijos, tener un pensamiento cariñoso para las personas que amamos, preparar a los nuestros su comida favorita, disfrutar de una cena con velitas… Con la profunda convicción de que crear amor, belleza y armonía, en vez de empañar, amplifica el amor que sentimos por los que se han ido. Ellos viven en nosotros porque todos somos Uno y hacer de nuestra vida un lugar agradable, crear escenas bonitas que reconforten su alma es nuestro mejor regalo. Sigue leyendo
LA BENDICIÓN DEL SILENCIO
Cuando la vida nos pone en apuros, entre otras muchas cosas, nos está pidiendo que nos prestemos atención. Para salir de una crisis profunda es necesario emprender un viaje cuyo destino es un cambio de conciencia, por eso se dice que los conflictos grandes suelen ser también grandes oportunidades. El viaje es solitario, aunque contemos con mucha ayuda. Nos enfrentamos a nosotros mismos. Todos llevamos a cuestas miedo, rabia, humillaciones y vergüenza. Todos. Y en diversos momentos de la vida toca poner orden y hablarnos sin palabras a nosotros mismos con franqueza.
Para eso es imprescindible parar y alejarnos de las distracciones. Cuando yo intento hacerlo, mi mente se desborda. Necesito mucho amor y mano izquierda para conmigo misma para, poco a poco, ir dejando salir los pensamientos horrorosos que me asaltan. No soy el miedo, ni el dolor, ni la angustia, ni el fracaso, ni la rabia, aunque estos sentimientos forman parte de mí. Puedo sentirlos, revivirlos prestarles atención y, con mucho mimo, mecerlos hasta dejarlos tranquilos, como bebés dormidos, en mi corazón.
Entonces la mente aliviada descansa, se siente comprendida y me permite acercarme a todo lo bueno que hay en mi vida. Yo no soy el ruido ensordecedor que encierra el silencio cuando estoy callada. Eso lo sé, he podido comprobarlo. También sé que cuando mi intención es amorosa y no me refugio en la pena, o en la culpa ni me juzgo, se enciende en mi interior una luz que me guía. Florece la sabiduría, el sentido común, la armonía y lo que ayer era un muro infranqueable lo paso con un saltito que puede dar hasta un niño. Antes de arrojar la toalla hay que recurrir siempre al silencio. Él es el guardian de las puertas del alma.
HABLAR Y ESCUCHAR CON EL CORAZÓN
Suele decirse que las crisis muy profundas, como el duelo por la muerte de un ser muy querido, pueden ser una gran oportunidad de crecimiento espiritual, de conexión con nuestro yo más profundo, con la Fuente que emana amor, confianza, serenidad…
Sí, ¿pero cómo se llega a transformar el dolor, la angustia y la incertidumbre en sabiduría?¿Cuál es el camino? Hay muchos puentes que nos permiten cruzar a la otra orilla. Uno de ellos es aprender a hablar y a escuchar con el corazón. Cuando hablamos de lo que sentimos sin miedo a lo que los demás piensen de nosotros, sin ideas preconcebidas, ni ansias de agradar o convencer establecemos una comunicación amorosa que llega al corazón de los demás.
A mi me gusta imaginar cuando hablo con alguien que de mi corazón surge una luz que enciende el corazón del otro y se establece así, unidos por ese rayo luminoso, un diálogo de alma a alma que me da paz. Intento sentir lo que digo y frenar mi mente impaciente, que siempre va más deprisa que mis palabras como si no tuviera tiempo de conversar.
Pero para llegar a la otra orilla no solo hay que hablar, también es necesario escuchar con el corazón. ¡Qué difícil es eso! Requiere muchapaciencia y humildad; no interrumpir ni acabar las frases del otro, deshacernos del apego al tiempo y ofrecérselo con atención, escucharlo de verdad, con los cinco sentidos, sin suposiciones ni prejuicios, estando presentes en cuerpo y alma, en vez de tener la mente en mil otros sitios a la vez.
Solo así, hablando y escuchando como si meditáramos, viviendo realmente el momento y con el corazón abierto surge el crecimiento, aprendemos del ser que tenemos delante, avanzamos un pasito más, nos sentimos más unidos a la vida y creamos armonía a nuestro alrededor.
BENDITA MENORCA
Cuando dirigía la revista Mente Sana, fui a entrevistar a Satish Kumar. Es un indio, seguidor de Gandhi, afincado en Inglaterra, que ha dedicado su vida a crear armonía y paz. Me impresionó su humildad, su entusiasmo por la vida, su mirada vivaz de niño, a pesar de sus muchísimos años. Él me contó que para encontrarse a uno mismo hay que dedicar tiempo a distanciarse del ruido exterior; dejar de leer, de ver la tele, de ir al cine… En resumidas cuentas, apartarse de las distracciones y dejar que fluya lo que llevamos dentro. Lo más parecido a esto es lo que me ocurre cuando estoy en Menorca, como ahora. Aquí, en esta isla pequeña y mediterránea, en esta casa vieja y querida, me encuentro con las emociones que he ido guardando para poder seguir con el día a día.
De momento, cuando llego a la isla me invade una alegría inmensa: el aire es limpio, el verde es verde y hay flores por todas partes. Pero pronto, tal vez ya al día siguiente, empieza a surgir la nostalgia, la tristeza aparcada, el nudo en el pecho, la tensión en los hombros… y me voy alejando del mundo para estar conmigo, sintiendo. En Menorca, mirando el mar tan bonito, puedo llorar mis penas, las de las mujeres de mi familia, las que me cuentan las madres a las que se les ha muerto un hijo… Aquí todo es tan auténtico, la luz brilla tanto, que puedo lavar con lágrimas mis pesares, a mis anchas, y tenderlos luego para que les de el aire y el sol. Sí, aquí limpio mi alma y curo mis heridas.
Cuando mis fantasmas y yo hemos despachado los asuntos pendientes, regreso despacio, acompañada del verde tan verde, del azul tan intenso, de las flores, amarillas, de primavera que lo cubren todo. Con suavidad recobro la alegría de estar viva.
UNIR LA ENERGÍA FEMENINA Y MASCULINA
El duelo es un buen momento para poner muchas cosas en orden, para curar heridas recientes y antiguas, para ganar confianza en nosotros mismos y salir fortalecidos. Una buena herramienta para conseguirlo es unir las dos polaridades de la energía: la femenina y la masculina. ¿En qué consiste esto? En equilibrar nuestra parte emocional –energía femenina- con la parte más expeditiva, la que nos permite actuar y poner límites –la energía masculina-. Las dos son necesarias para vivir en armonía, no son excluyentes, al contrario, forman las dos caras de la misma moneda y es preciso que trabajen de la mano. La energía masculina, la que predomina en los hombres, nos permite mantenernos centrados, a no perdernos en las expectativas o necesidades de los demás. Nos ayuda a encontrar un equilibrio entre el dar y el recibir, a tomar decisiones, a concretar, a actuar. Es necesaria para materializar lo que nuestra alma necesita.
La energía femenina –la que predomina en las mujeres- no pone límites, tiende a buscar la unidad con los otros seres, a nutrirlos, no diferencia, ni individualiza, es la que está en el interior de lo que todavía no se ha manifestado. Tiene que ver con la intuición, la comprensión, la capacidad de amar y de perdonar…Estas dos energías forman parte de cada uno de nosotros, hombres y mujeres, y el equilibrio entre ellas es lo que nos permite levantarnos después de un golpe duro y seguir avanzando.
A mí me emociona todo lo que se puede conseguir utilizando la parte buena de la energía masculina, siento un profundo respeto por los hombres que tienden la mano a su energía femenina y trabajan codo con codo junto a las mujeres para conseguir entre todos un mundo mejor, una convivencia más amorosa.
QUÉ HACER PARA AYUDAR A LOS OTROS HIJOS
A nuestros hijos se les ha muerto un hermano. Algo muy difícil de entender, independientemente de la edad que tengan. Además, se encuentran con unos padres deshechos como nunca los habían visto. Este es el punto de partida. ¿Qué puede ocurrir a partir de aquí?
Es posible que se encierren en el dolor, que quieran llenar el vacío ocupando el lugar del hermano muerto, que intenten protegernos, que adopten una actitud agresiva o victimista… o que todo eso suceda simultáneamente. ¿Qué podemos hacer?
Hablarles con franqueza
Por más que los padres queramos disimular nuestra desesperación, es imposible. Los hijos captan siempre nuestras emociones. No sirve de nada el disimulo. Al contrario, resulta contraproducente porque todavía les confunde más. Si hablamos con ellos y les explicamos cómo nos sentimos pueden entenderlo. Pero si intentamos hacer ver que no pasa nada, les condenamos a la soledad. Es el momento de compartir, de vencer el aislamiento.
Cuando se murió su hermano, mi hijo Jaime de 13 años sufría al verme llorar. Intentaba que no lo hiciera hasta que le dije: “si te hubieses muerto tú, seguro que no te extrañaría que yo estuviese triste y llorase”. A partir de ese momento lo aceptó. Porque de esa manera, implícitamente, le estaba dando “permiso” a él para que pudiese manifestar también su tristeza.
Después de llorar con ganas todas las personas experimentamos calma. Una especie de paréntesis de paz. Pues bien, hemos de llorar primero y centrarnos luego en esos paréntesis y aprovecharlos para abrirnos a los demás. Esto es importante. Así facilitamos que nuestros hijos expresen sus sentimientos. Nunca hay que reprimir su desolación.
Enseñarles el lado bueno
Cualquier situación, por desesperante que sea, encierra una lección de vida. Algo positivo que nos fortalece. No se puede modificar lo inevitable, pero sí aprender algo bueno de ello. Eso es lo que debemos enseñar a los hijos. El mensaje que les hemos de transmitir sería algo así: la vida tiene un final imprevisible, por eso hay que vivir cada día como si fuera el último. Disfrutar de lo agradable que nos ofrece, sin rehuir el dolor cuando llega. La armonía precisamente consiste en eso, en unir las dos caras de la moneda. Nada es del todo bueno ni del todo malo. Simplemente es. Forma parte de la unidad. La vida es un don, una oportunidad. No la malgastes. No te encalles en convencionalismos. Vé a la esencia. Perdónate siempre que te equivoques y ten el propósito diario de ser una persona feliz. No te acuestes nunca sin haber experimentado el amor. Si has pasado un día horrible, sonríete a ti mismo antes de dormir y ten la convicción de que mañana puede suceder algo extraordinario. Piensa siempre que te mereces lo mejor, que debes utilizar la riqueza, pero no te agarres a nada material porque no sirve. Todo es pasajero y cambiante menos el amor.
Facilitarles el conocimiento
Hemos de procurar dar a nuestros hijos la mejor educación, en el sentido más amplio de la palabra. No sólo se trata de que sepan matemáticas o ingles. No. La vida les ha puesto en una situación difícil y tienen que aprender a conocerse a sí mismos. Para eso deben contar con ayuda exterior. Con alguien que les guíe. Un psicólogo, un terapeuta que les facilite el acceso a su inconsciente. Que les ayude a conectar con sus emociones, con su lado más oscuro. Tienen que realizar un trabajo de limpieza, de restructuración. Es absolutamente necesario. Están capacitados para eso y para mucho más, tengan la edad que tengan.
Cuando un niño o un adolescente vive la muerte de un hermano se cuestiona la existencia ¿Qué es la muerte, qué ocurre después, dónde está mi hermano…?. Es natural, necesita entender. Y para eso es preciso recurrir al conocimiento. Los padres no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Nos toca aprender, crecer espiritualmente y ofrecerle respuestas. Hemos de acudir a las fuentes, a la gente que sabe, que trabaja con moribundos como la doctora Elisabeth Kübles-Ross -autora de varios libros- . Cuando estamos dispuestos aparece la persona que nos conviene escuchar. Y a medida que avanzamos surgen otras dispuestas a ayudarnos. Y así, paso a paso, crece nuestra confianza. Se abre, despacio, nuestra capacidad de entusiasmo. Nuestra energía vital. ¡La vida es tan interesante!
No idealizar al hijo muerto
El dolor inicial es tan paralizante y la añoranza del hijo muerto tan fuerte que corremos el riesgo de quedar suspendidos en el recuerdo. De vivir como ausentes. Esto es tremendamente peligroso. Nos distancia del mundo y, sobre todo, de los seres queridos que todavía están aquí. Es normal pasar por un tiempo de recogimiento, de luto. Pero sin perder de vista a nuestros otros hijos. Al que se ha ido con nuestro amor le basta. Pero los demás se apagan si no les demostramos constantemente nuestro cariño. Necesitan con urgencia que les abracemos, les miremos, les sonriamos. Se encuentran aquí y se merecen unos padres vivos, atentos, dispuestos a vibrar con ellos. De lo contrario en casa sólo reinará la soledad. Cada uno tirará por su lado y la familia se desintegrará. Hay que volver a crear hogar. Comprar flores, mantener un cierto orden, preparar de vez en cuando comidas especiales. Y viajar. En los viajes salen a la luz muchas cosas, hay muchos momentos de intimidad y se conocen otras realidades. Enriquecen el espíritu y se fabrican recuerdos. Representan algo nuevo a compartir. Todos sabemos que los viajes cierran y abren etapas. Y eso a los padres que se nos ha muerto un hijo nos conviene muchísimo.
Ser flexibles, pero rigurosos
Aunque no resulte tan evidente, los niños y los adolescentes también están perdidos durante este primer año. Navegan como nosotros en un mar de tempestades, a merced de las emociones. Casi con seguridad bajará su rendimiento en la escuela. Es lógico que les cueste concentrarse, que lo que antes les divertía ahora les traiga sin cuidado, que tengan reacciones extrañas…
Mi hijo Jaime volvió a la escuela a los 10 días después de la muerte de su hermano. Fue muy duro para él. Algunas veces se levantaba y nos decía que no podía ir. Entonces nos quedábamos juntos en casa, intentando darnos calor. Necesitaba reconfortarse.
Pero en otros momentos le convenía que le paráramos los pies. Me explicaré: intentamos que no adoptara una actitud victimista, del tipo: “como ha muerto mi hermano a mí me da igual todo” Un día le expliqué que lo que nos sucedía a nosotros ha pasado siempre. “En nuestra ciudad -le recordé- ahora mismo en las salas de espera de las UVI hay familias que están llorando la muerte inevitable de un ser querido. Y muchos de ellos se quedarán hoy sin hermano, sin hijo, sin padre… No eres ni serás el único en vivir un dolor así”. Se lo dije para que reaccionara y funcionó.
¿Pero cómo saber hasta donde hay que tirar de la cuerda sin que se rompa? Hay que guiarse por la intuición y el sentido común y equivocarse muchas veces. Por ejemplo, que nuestros hijos estén viviendo una situación difícil no quiere decir que tengan pasaporte para hacer lo que quieran. Hay que obligarles a seguir con sus responsabilidades, incluso las domésticas. Si les toca bajar la basura lo tienen que hacer, si tienen un horario para ir a dormir o ver la tele hay que cumplirlo. Las normas se pueden saltar cuando convenga, pero no suprimirlas. Debemos guiarnos por el cariño, pero teniendo siempre en cuenta que si dejamos de exigirles y les protegemos demasiado no les hacemos ningún favor. Algunas veces cometeremos errores y otras no. Cuando nos demos cuenta que no lo hemos hecho bien hay que procurar explicarles lo que ha sucedido y pedirles perdón. Y cuando hemos de ser duros con ellos, aunque nos duela, debemos cumplir con nuestro papel.
Enseñarles a rectificar
Las emociones de la familia están a flor de piel. Es lógico que en una situación así existan desaveniencias, malos entendidos, incomprensión, tristeza, agresividad contenida… Por cualquier tontería pueden “saltar chispas”. Por eso, para evitar que los equívocos nos arrastren, es aconsejable parar unos minutos y extraerse del entorno. Buscar un lugar en el que podamos estar solos y en silencio. De esta forma, seguramente conseguiremos serenarnos y ver las cosas con mayor claridad. Y nos resultará más fácil ponernos en el lugar de los demás. Si comprendemos que hemos actuado mal, si, por ejemplo, hemos obligado a nuestro hijo a hacer algo sin contar con su voluntad, le hemos reñido injustamente o no hemos tenido en cuenta su estado de ánimo, es bueno que lo expresemos y le manifestemos nuestra intención de rectificar. Eso no siempre surge con facilidad porque todo es muy complejo, las variables son infinitas y el orgullo suele nublar los ojos. Pero es la única forma de avanzar. Es mejor deshacer cada día los pequeños o grandes conflictos que enfrentarse en el futuro a un océano de problemas incontenible. Lo cierto es que si conseguimos pedirles disculpas por nuestros errores, a ellos les costará menos hacer lo mismo cuando se equivoquen. Si generamos esta dinámica familiar, aunque no siempre salga del todo bien o nos cueste, el ambiente será más distendido, disminuirán los recelos y nuestro hijo actuará con más confianza. En casa, durante el primer año, cuando surgía algún conflicto nos recordábamos los unos a los otros la necesidad de ser comprensivos. Intentábamos manifestar algo así como: “perdona, te he dicho esto porque no estoy bien, todo es muy difícil para mi y a veces me dejo llevar por los nervios”.
Procurar que salgan y se diviertan
La primera reacción después de un golpe tan duro es cerrar filas en torno al núcleo familiar. La realidad de la calle, de los demás, contrasta de forma punzante con la nuestra. Su ritmo es otro y cuesta mucho sintonizar.
Independientemente de la edad, representa un esfuerzo agotador mantener una conversación “normal”, como si fuéramos los mismos de antes. Pero al mismo tiempo, los niños y los adolescentes se asfixian en un hogar en el que predomina el dolor. Necesitan salir. Una vez más hay que navegar entre dos aguas. Por un lado, protegerles de la desazón que provoca el mundo exterior y, por otro, animarles a integrarse.
Mi hijo Jaime se encerraba en el lavabo del colegio para llorar cuando no podía más y no salía hasta que la angustia había remitido. Pero sólo afrontando el dolor se desvanece. Encerrarse en casa para siempre es imposible y, además, no soluciona nada.
Aunque nos cueste a todos muchísimo hay que intentar organizar actividades que se adapten a la edad de nuestros hijos. Y si son mayores, procurar que conozcan la parte amable del mundo por sí mismos. Sus primeras salidas serán duras. Se encontrarán a ratos como pez fuera del agua. Pero es necesario que pasen por ello. Que rompan su propio hielo. Es bueno que vayan de campamentos o salgan de excursión con gente de su edad.
Poco a poco sus amigos volverán a casa. Los primeros días con timidez, porque saben que vivimos momentos especiales. Pero si les recibimos bien y les manifestamos lo agradable que resulta para nosotros su presencia, pronto actuarán con naturalidad. Así, despacio, es muy posible que regresen las risas, los juegos, la música… Tenemos que intentarlo independientemente de que nos cueste. De que estemos inmensamente tristes. Hay que hacerlo porque nuestros hijos necesitan estar en contacto con personas y situaciones más alegres, menos dramáticas que las que vive la familia. Sin forzar la máquina, claro, introduciendo la nueva vida despacio, respetando su estado de ánimo, su dolor. Siempre con flexibilidad.
Necesitan abrazos
Por pequeños que nos parezcan sus avances, es vital que les mostremos nuestro entusiasmo. Los niños y los adolescentes son como una flor, crecen si les regamos con amor. Necesitan que les abracemos, que les digamos muchas veces que les queremos. Que les elogiemos cuando algo les sale bien. En vez de eso, los padres adoptamos el papel de correctores: “no hagas eso, cuidado con aquello, ya te dije que así lo harías mal, mira como te has puesto… ” Más todas las negaciones que se nos ocurran. ¿Cómo van a gustarse así mismos si sólo oyen recriminaciones? Damos demasiadas cosas por supuestas. Y no sólo me refiero a las palabras, el lenguaje no verbal es el más importante. Hay que ofrecerles sonrisas sinceras, miradas de aprobación, de cariño. No olvidemos que lo que intuyen de sí mismos y del mundo lo aprenden de nuestra actitud.
Los gestos cariñosos son un bálsamo para su autoestima. Todavía no son adultos, están descubriendo la vida, es normal que se equivoquen. Dejémosles que experimenten y que aprendan de sus errores. Cada logro personal les reafirmará, les dará seguridad en sí mismos. Hay que dejarles fluir a su ritmo y según sus preferencias. Un hijo no es un vaso que hay que llenar, sino un fuego que hay que ayudar a encender. No les aprisionemos en “un modelo de hijo” que inconscientemente hemos prefabricado. Ellos son ellos. Nosotros somos nosotros. Los niños no tienen que encajar en ningún molde. El único vínculo que no ahoga es el del amor, en el sentido más amplio de la palabra.
Contemos hasta 10 antes de reprobarles nada. Porque muchas veces nos avanzamos y malogramos con nuestra impaciencia su oportunidad de aprender y demostrar lo que ya sabe.
Además, generalmente lo que nos molesta en ellos es ver reflejado nuestro lado menos favorable. Los comentarios más espontáneos del tipo: “eres un desastre, ¿dónde tienes la cabeza?” o tonos inquisidores que acompañan a “¿dónde has estado, qué has hecho?” o ansiosos “¿seguro que lo has pasado bien? Salen de nuestro inconsciente y reflejan casi siempre nuestras propias inseguridades y miserias, heredadas de nuestros propios padres. Ellos nos imprimieron de pequeños patrones que de forma natural transmitimos a nuestros hijos. Por eso no es extraño sorprendernos a nosotros mismos diciéndoles algo que aborrecíamos oír cuando nos lo decían de pequeños.
Confiar en su fuerza interior
La duda ofende. Y si bien es cierto que ante la muerte de un hermano todo se tambalea, también es verdad que cada persona en sí contiene la fortaleza para superar los altibajos de la vida. Todos contamos con recursos propios. Si pensamos que nuestro hijo es débil, le transmitimos sin quererlo debilidad. Eso no quiere decir que debamos tratarle con dureza y brusquedad. Al contrario. Hay que permitirle “desmontarse” tantas veces como sea necesario. Pero sin dejar de transmitirle confianza. Cuando se sienta triste, bloqueado, perdido o insatisfecho, hay que decirles algo así: es normal que no estés bien, no luches contra eso, permítetelo. Pero has de saber que todo pasa y mañana o pasado te sucederá alguna cosa que te hará sentir mejor”. Y eso nos lo tenemos que creer también nosotros. Ellos son la simiente de la vida porque son jóvenes y pueden convertir en realidad cualquier sueño. Otorgándoles confianza les damos permiso para ser ellos mismos, para creer en sus habilidades. Esa es la mejor herramienta que podemos ofrecer los padres. La sobreprotección anula. El desinterés aniquila. Una vez más el mejor camino se encuentra en el punto medio. La cuerda ha de ser larga. Es preciso que le permita dar rodeos, sin perderse. Hemos de estar, sin estar. Aprender a callar, a ser invisibles y a recogerles y abrazarles tantas veces como caigan. Esta es nuestra misión, facilitarles su propio destino. En ningún caso hay que obligarles a seguir el nuestro.
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