CÓMO COMUNICAR A UN NIÑO LA MUERTE DE UN SER QUERIDO
Cuando se trata de anunciar la muerte de un ser querido hay que actuar con sinceridad, de nada sirven las mentiras piadoras ni las verdades a medias. Al contrario, cualquier falsa esperanza resulta demoledora. Hay que hablar al niño con cariño y palabras sencillas, exponiendo los hechos tal como son y confiar en que, por muy grande que sea su dolor, sabremos ayudarle. Los niños perciben la gravedad de las situaciones, aunque los adultos intenten disimular. Si se les mantiene al margen, aunque sea con la intención de protegerles, todavía sufren más. El primer contacto con la muerte de alguien que amamos produce, inevitablemente, una herida profunda, pero como todas las grandes crisis también proporciona la posibilidad de aprender a apreciar la esencia de lo realmente importante: el amor.
Distintas formas de decirlo
En función de las creencias familiares es posible abordar la muerte de un modo u otro:
.Creencia espiritual. El cuerpo deja de extir, pero el alma o la energía de la persona vive eternamente. Se le puede explicar al niño que el proceso de morir es parecido al que tiene lugar cuando los gusanos de seda dejan de serlo para convertirse en mariposas. Las personas vuelan hacia el cielo y entran en otra dimensión. Siguen existiendo, aunque no podamos verlas, y se convierten en ángeles de la guarda de los niños a quienes quieren.
.Familia agnóstica. Se le puede explicar al niño que el amor que esta persona ha dejado permanece en el corazón de los que le aman. Se trata de un «tesoro» al que se puede recurrir siempre que se esté triste. Estos recuerdos y pensamientos amorosos, con el tiempo, tienen el poder de transformar la tristeza en alegría y la añoranza en un entrañable sentimiento de compañerismo y solidaridad.
Reacciones habituales
.No creen lo sucedido. Igual que les ocurre a los adultos, al principio predomina la incredulidad. Aceptar la muerte requiere un tiempo, la reacción inmediata es negarla. En esta fase de confusión es posible que pregunten, al cabo de un rato de explicarles lo sucedido, cuándo volverá la persona muerta. Nunca hay que mentirles, porque eso poduce mucha más ansiedad.
.Estan enfadados y agresivos. Es normal sentir un gran sentimiento de injusticia y al mismo tiempo de frustración. Esto provoca mucha rabia, que cada niño demostrará a su manera y según su edad. Pueden aumentar las rabietas, las peleas en la escuela o los insultos o los portazos en casa.
.Se sienten culpables. En algún momento es fácil que piensen que lo sucedido es culpa suya porque un día hicieron algo indebido o dirigieron un mal pensamiento hacia la persona que ahora se ha ido. Con el paso del tiempo, cuando empiecen a desvanecerse en su mente sus rasgos físicos, pueden pensar que la traicionan y sentirse doblemente culpables.
Así viven el duelo
.Lloran y juegan. Los niños y los adolescentes encaran el duelo de otra forma que los adultos. Lloran un rato, no muy largo y después tienen la capacidad de volver a reír y continuar con sus actividades habituales.
.En la escuela. Fuera del contexto familiar suelen actuar como si nada hubiese pasado y con sus compañeros no acostumbran a hablar de lo sucedido, en grupo intentan mantener una actitud de normalidad, aunque por dentro lo estén pasando mal.
Qué pueden hacer los padres
Intentar que expresen sus sentimientos. Para estimularles a que los exterioricen hay que preguntarles cómo se sienten, en vez de cómo estan. Aunque no lo parezca, existe un gran diferencia entre estar y sentir. Se puede estar más o menos bien o mal, pero uno se puede sentir de muy diversas formas. Contestar a cómo nos sentimos da pie a hablar largo y tendido, que es precisamente lo que conviene durante el duelo.
Dejar que vayan al funeral. Los ritos, sean religiosos o no ayudan a familiarizarse con el proceso de la muerte. Despedirse es importante para iniciar un buen duelo y asumir que la pérdida forma parte de la vida. Pensar que si no asisten sufrirán menos es un error. Cuanta más carga emocional se pueda sacar en el funeral, mejor. En este caso la frase «ojos que no ven, corazón que no siente» no sirve. Precisamente el proceso de curación pasa por sentir y por aceptar lo que se siente, por muy desagradable que sea.
.Hablar de la persona muerta con naturalidad. Cuando muere alguien muy cercano -un padre, un hermano, un abuelo o un amigo del alma- de repente dejar de nombrarle resulta tremendamente doloroso. A los familiares o personas muy queridas muertas hay que seguir dejándoles un espacio en el clan familiar. Si no se hace así la herida nunca se cura del todo.
.No evadir el tema de la muerte. No es fácil para los padres responder a las inquietudes que genera en un hijo la muerte, pero es preciso no eludir el tema y contestar con sinderidad. Pedir orientación a un especialista (psicólogo, asistente social, sacerdote, terapeuta…) puede resultar de gran ayuda.
.Manifestar apoyo abiertamente. No sólo se trata de mantener una actitud respetuosa ante el dolor que siente el otro, sino de expresar, verbalmente y con mimos y caricias, nuestro cariño. Siempre es bueno sentirase querido, pero en los momentos difíciles mucho más.
Pedir ayuda a un especialista sí…
.Antes sacaba buenas notas y ahora sus resultados académicos son desfavorables.
.En la escuela tiene una actitud muy rebelde o destructiva.
.Está persistentemente nervioso o le cuesta conciliar el sueño.
.La tristeza por la muerte del ser querido desencadena en él un cambio de carácter; se muestra especialmente reservado o deja de hacer lo que antes hacía con entusiasmo.
.Adopta una actitud temeraria, como si quisiera transmitir que su vida no le importa.
.Ha engordado mucho o ha perdido peso en poco tiempo.
.Intenta estar en casa el menor tiempo posible y no explica nada de lo que le sucede.
Buenas vías de escape
.Practicar un arte marcial. Va bien para liberar tensión.
.Aprender a relajarse. El yoda o el tai-chi reducen la ansiedad
.Apuntarse a alguna actividad cultural. Enriquecer el espíritu siempre reconforta.
.Realizar algún viaje. Ver otras realidades ayuda a relativizar.
.Practicar algún deporte. El ejercicio físico favorece el buen humor.
.Escribir un diario. Expresar los sentimientos ordena la mente.
*Este artículo lo escribí para una enciclopedia de Círculo de Lectores hace algunos años.
QUÉ HACER PARA AYUDAR A LOS OTROS HIJOS
A nuestros hijos se les ha muerto un hermano. Algo muy difícil de entender, independientemente de la edad que tengan. Además, se encuentran con unos padres deshechos como nunca los habían visto. Este es el punto de partida. ¿Qué puede ocurrir a partir de aquí?
Es posible que se encierren en el dolor, que quieran llenar el vacío ocupando el lugar del hermano muerto, que intenten protegernos, que adopten una actitud agresiva o victimista… o que todo eso suceda simultáneamente. ¿Qué podemos hacer?
Hablarles con franqueza
Por más que los padres queramos disimular nuestra desesperación, es imposible. Los hijos captan siempre nuestras emociones. No sirve de nada el disimulo. Al contrario, resulta contraproducente porque todavía les confunde más. Si hablamos con ellos y les explicamos cómo nos sentimos pueden entenderlo. Pero si intentamos hacer ver que no pasa nada, les condenamos a la soledad. Es el momento de compartir, de vencer el aislamiento.
Cuando se murió su hermano, mi hijo Jaime de 13 años sufría al verme llorar. Intentaba que no lo hiciera hasta que le dije: “si te hubieses muerto tú, seguro que no te extrañaría que yo estuviese triste y llorase”. A partir de ese momento lo aceptó. Porque de esa manera, implícitamente, le estaba dando “permiso” a él para que pudiese manifestar también su tristeza.
Después de llorar con ganas todas las personas experimentamos calma. Una especie de paréntesis de paz. Pues bien, hemos de llorar primero y centrarnos luego en esos paréntesis y aprovecharlos para abrirnos a los demás. Esto es importante. Así facilitamos que nuestros hijos expresen sus sentimientos. Nunca hay que reprimir su desolación.
Enseñarles el lado bueno
Cualquier situación, por desesperante que sea, encierra una lección de vida. Algo positivo que nos fortalece. No se puede modificar lo inevitable, pero sí aprender algo bueno de ello. Eso es lo que debemos enseñar a los hijos. El mensaje que les hemos de transmitir sería algo así: la vida tiene un final imprevisible, por eso hay que vivir cada día como si fuera el último. Disfrutar de lo agradable que nos ofrece, sin rehuir el dolor cuando llega. La armonía precisamente consiste en eso, en unir las dos caras de la moneda. Nada es del todo bueno ni del todo malo. Simplemente es. Forma parte de la unidad. La vida es un don, una oportunidad. No la malgastes. No te encalles en convencionalismos. Vé a la esencia. Perdónate siempre que te equivoques y ten el propósito diario de ser una persona feliz. No te acuestes nunca sin haber experimentado el amor. Si has pasado un día horrible, sonríete a ti mismo antes de dormir y ten la convicción de que mañana puede suceder algo extraordinario. Piensa siempre que te mereces lo mejor, que debes utilizar la riqueza, pero no te agarres a nada material porque no sirve. Todo es pasajero y cambiante menos el amor.
Facilitarles el conocimiento
Hemos de procurar dar a nuestros hijos la mejor educación, en el sentido más amplio de la palabra. No sólo se trata de que sepan matemáticas o ingles. No. La vida les ha puesto en una situación difícil y tienen que aprender a conocerse a sí mismos. Para eso deben contar con ayuda exterior. Con alguien que les guíe. Un psicólogo, un terapeuta que les facilite el acceso a su inconsciente. Que les ayude a conectar con sus emociones, con su lado más oscuro. Tienen que realizar un trabajo de limpieza, de restructuración. Es absolutamente necesario. Están capacitados para eso y para mucho más, tengan la edad que tengan.
Cuando un niño o un adolescente vive la muerte de un hermano se cuestiona la existencia ¿Qué es la muerte, qué ocurre después, dónde está mi hermano…?. Es natural, necesita entender. Y para eso es preciso recurrir al conocimiento. Los padres no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Nos toca aprender, crecer espiritualmente y ofrecerle respuestas. Hemos de acudir a las fuentes, a la gente que sabe, que trabaja con moribundos como la doctora Elisabeth Kübles-Ross -autora de varios libros- . Cuando estamos dispuestos aparece la persona que nos conviene escuchar. Y a medida que avanzamos surgen otras dispuestas a ayudarnos. Y así, paso a paso, crece nuestra confianza. Se abre, despacio, nuestra capacidad de entusiasmo. Nuestra energía vital. ¡La vida es tan interesante!
No idealizar al hijo muerto
El dolor inicial es tan paralizante y la añoranza del hijo muerto tan fuerte que corremos el riesgo de quedar suspendidos en el recuerdo. De vivir como ausentes. Esto es tremendamente peligroso. Nos distancia del mundo y, sobre todo, de los seres queridos que todavía están aquí. Es normal pasar por un tiempo de recogimiento, de luto. Pero sin perder de vista a nuestros otros hijos. Al que se ha ido con nuestro amor le basta. Pero los demás se apagan si no les demostramos constantemente nuestro cariño. Necesitan con urgencia que les abracemos, les miremos, les sonriamos. Se encuentran aquí y se merecen unos padres vivos, atentos, dispuestos a vibrar con ellos. De lo contrario en casa sólo reinará la soledad. Cada uno tirará por su lado y la familia se desintegrará. Hay que volver a crear hogar. Comprar flores, mantener un cierto orden, preparar de vez en cuando comidas especiales. Y viajar. En los viajes salen a la luz muchas cosas, hay muchos momentos de intimidad y se conocen otras realidades. Enriquecen el espíritu y se fabrican recuerdos. Representan algo nuevo a compartir. Todos sabemos que los viajes cierran y abren etapas. Y eso a los padres que se nos ha muerto un hijo nos conviene muchísimo.
Ser flexibles, pero rigurosos
Aunque no resulte tan evidente, los niños y los adolescentes también están perdidos durante este primer año. Navegan como nosotros en un mar de tempestades, a merced de las emociones. Casi con seguridad bajará su rendimiento en la escuela. Es lógico que les cueste concentrarse, que lo que antes les divertía ahora les traiga sin cuidado, que tengan reacciones extrañas…
Mi hijo Jaime volvió a la escuela a los 10 días después de la muerte de su hermano. Fue muy duro para él. Algunas veces se levantaba y nos decía que no podía ir. Entonces nos quedábamos juntos en casa, intentando darnos calor. Necesitaba reconfortarse.
Pero en otros momentos le convenía que le paráramos los pies. Me explicaré: intentamos que no adoptara una actitud victimista, del tipo: “como ha muerto mi hermano a mí me da igual todo” Un día le expliqué que lo que nos sucedía a nosotros ha pasado siempre. “En nuestra ciudad -le recordé- ahora mismo en las salas de espera de las UVI hay familias que están llorando la muerte inevitable de un ser querido. Y muchos de ellos se quedarán hoy sin hermano, sin hijo, sin padre… No eres ni serás el único en vivir un dolor así”. Se lo dije para que reaccionara y funcionó.
¿Pero cómo saber hasta donde hay que tirar de la cuerda sin que se rompa? Hay que guiarse por la intuición y el sentido común y equivocarse muchas veces. Por ejemplo, que nuestros hijos estén viviendo una situación difícil no quiere decir que tengan pasaporte para hacer lo que quieran. Hay que obligarles a seguir con sus responsabilidades, incluso las domésticas. Si les toca bajar la basura lo tienen que hacer, si tienen un horario para ir a dormir o ver la tele hay que cumplirlo. Las normas se pueden saltar cuando convenga, pero no suprimirlas. Debemos guiarnos por el cariño, pero teniendo siempre en cuenta que si dejamos de exigirles y les protegemos demasiado no les hacemos ningún favor. Algunas veces cometeremos errores y otras no. Cuando nos demos cuenta que no lo hemos hecho bien hay que procurar explicarles lo que ha sucedido y pedirles perdón. Y cuando hemos de ser duros con ellos, aunque nos duela, debemos cumplir con nuestro papel.
Enseñarles a rectificar
Las emociones de la familia están a flor de piel. Es lógico que en una situación así existan desaveniencias, malos entendidos, incomprensión, tristeza, agresividad contenida… Por cualquier tontería pueden “saltar chispas”. Por eso, para evitar que los equívocos nos arrastren, es aconsejable parar unos minutos y extraerse del entorno. Buscar un lugar en el que podamos estar solos y en silencio. De esta forma, seguramente conseguiremos serenarnos y ver las cosas con mayor claridad. Y nos resultará más fácil ponernos en el lugar de los demás. Si comprendemos que hemos actuado mal, si, por ejemplo, hemos obligado a nuestro hijo a hacer algo sin contar con su voluntad, le hemos reñido injustamente o no hemos tenido en cuenta su estado de ánimo, es bueno que lo expresemos y le manifestemos nuestra intención de rectificar. Eso no siempre surge con facilidad porque todo es muy complejo, las variables son infinitas y el orgullo suele nublar los ojos. Pero es la única forma de avanzar. Es mejor deshacer cada día los pequeños o grandes conflictos que enfrentarse en el futuro a un océano de problemas incontenible. Lo cierto es que si conseguimos pedirles disculpas por nuestros errores, a ellos les costará menos hacer lo mismo cuando se equivoquen. Si generamos esta dinámica familiar, aunque no siempre salga del todo bien o nos cueste, el ambiente será más distendido, disminuirán los recelos y nuestro hijo actuará con más confianza. En casa, durante el primer año, cuando surgía algún conflicto nos recordábamos los unos a los otros la necesidad de ser comprensivos. Intentábamos manifestar algo así como: “perdona, te he dicho esto porque no estoy bien, todo es muy difícil para mi y a veces me dejo llevar por los nervios”.
Procurar que salgan y se diviertan
La primera reacción después de un golpe tan duro es cerrar filas en torno al núcleo familiar. La realidad de la calle, de los demás, contrasta de forma punzante con la nuestra. Su ritmo es otro y cuesta mucho sintonizar.
Independientemente de la edad, representa un esfuerzo agotador mantener una conversación “normal”, como si fuéramos los mismos de antes. Pero al mismo tiempo, los niños y los adolescentes se asfixian en un hogar en el que predomina el dolor. Necesitan salir. Una vez más hay que navegar entre dos aguas. Por un lado, protegerles de la desazón que provoca el mundo exterior y, por otro, animarles a integrarse.
Mi hijo Jaime se encerraba en el lavabo del colegio para llorar cuando no podía más y no salía hasta que la angustia había remitido. Pero sólo afrontando el dolor se desvanece. Encerrarse en casa para siempre es imposible y, además, no soluciona nada.
Aunque nos cueste a todos muchísimo hay que intentar organizar actividades que se adapten a la edad de nuestros hijos. Y si son mayores, procurar que conozcan la parte amable del mundo por sí mismos. Sus primeras salidas serán duras. Se encontrarán a ratos como pez fuera del agua. Pero es necesario que pasen por ello. Que rompan su propio hielo. Es bueno que vayan de campamentos o salgan de excursión con gente de su edad.
Poco a poco sus amigos volverán a casa. Los primeros días con timidez, porque saben que vivimos momentos especiales. Pero si les recibimos bien y les manifestamos lo agradable que resulta para nosotros su presencia, pronto actuarán con naturalidad. Así, despacio, es muy posible que regresen las risas, los juegos, la música… Tenemos que intentarlo independientemente de que nos cueste. De que estemos inmensamente tristes. Hay que hacerlo porque nuestros hijos necesitan estar en contacto con personas y situaciones más alegres, menos dramáticas que las que vive la familia. Sin forzar la máquina, claro, introduciendo la nueva vida despacio, respetando su estado de ánimo, su dolor. Siempre con flexibilidad.
Necesitan abrazos
Por pequeños que nos parezcan sus avances, es vital que les mostremos nuestro entusiasmo. Los niños y los adolescentes son como una flor, crecen si les regamos con amor. Necesitan que les abracemos, que les digamos muchas veces que les queremos. Que les elogiemos cuando algo les sale bien. En vez de eso, los padres adoptamos el papel de correctores: “no hagas eso, cuidado con aquello, ya te dije que así lo harías mal, mira como te has puesto… ” Más todas las negaciones que se nos ocurran. ¿Cómo van a gustarse así mismos si sólo oyen recriminaciones? Damos demasiadas cosas por supuestas. Y no sólo me refiero a las palabras, el lenguaje no verbal es el más importante. Hay que ofrecerles sonrisas sinceras, miradas de aprobación, de cariño. No olvidemos que lo que intuyen de sí mismos y del mundo lo aprenden de nuestra actitud.
Los gestos cariñosos son un bálsamo para su autoestima. Todavía no son adultos, están descubriendo la vida, es normal que se equivoquen. Dejémosles que experimenten y que aprendan de sus errores. Cada logro personal les reafirmará, les dará seguridad en sí mismos. Hay que dejarles fluir a su ritmo y según sus preferencias. Un hijo no es un vaso que hay que llenar, sino un fuego que hay que ayudar a encender. No les aprisionemos en “un modelo de hijo” que inconscientemente hemos prefabricado. Ellos son ellos. Nosotros somos nosotros. Los niños no tienen que encajar en ningún molde. El único vínculo que no ahoga es el del amor, en el sentido más amplio de la palabra.
Contemos hasta 10 antes de reprobarles nada. Porque muchas veces nos avanzamos y malogramos con nuestra impaciencia su oportunidad de aprender y demostrar lo que ya sabe.
Además, generalmente lo que nos molesta en ellos es ver reflejado nuestro lado menos favorable. Los comentarios más espontáneos del tipo: “eres un desastre, ¿dónde tienes la cabeza?” o tonos inquisidores que acompañan a “¿dónde has estado, qué has hecho?” o ansiosos “¿seguro que lo has pasado bien? Salen de nuestro inconsciente y reflejan casi siempre nuestras propias inseguridades y miserias, heredadas de nuestros propios padres. Ellos nos imprimieron de pequeños patrones que de forma natural transmitimos a nuestros hijos. Por eso no es extraño sorprendernos a nosotros mismos diciéndoles algo que aborrecíamos oír cuando nos lo decían de pequeños.
Confiar en su fuerza interior
La duda ofende. Y si bien es cierto que ante la muerte de un hermano todo se tambalea, también es verdad que cada persona en sí contiene la fortaleza para superar los altibajos de la vida. Todos contamos con recursos propios. Si pensamos que nuestro hijo es débil, le transmitimos sin quererlo debilidad. Eso no quiere decir que debamos tratarle con dureza y brusquedad. Al contrario. Hay que permitirle “desmontarse” tantas veces como sea necesario. Pero sin dejar de transmitirle confianza. Cuando se sienta triste, bloqueado, perdido o insatisfecho, hay que decirles algo así: es normal que no estés bien, no luches contra eso, permítetelo. Pero has de saber que todo pasa y mañana o pasado te sucederá alguna cosa que te hará sentir mejor”. Y eso nos lo tenemos que creer también nosotros. Ellos son la simiente de la vida porque son jóvenes y pueden convertir en realidad cualquier sueño. Otorgándoles confianza les damos permiso para ser ellos mismos, para creer en sus habilidades. Esa es la mejor herramienta que podemos ofrecer los padres. La sobreprotección anula. El desinterés aniquila. Una vez más el mejor camino se encuentra en el punto medio. La cuerda ha de ser larga. Es preciso que le permita dar rodeos, sin perderse. Hemos de estar, sin estar. Aprender a callar, a ser invisibles y a recogerles y abrazarles tantas veces como caigan. Esta es nuestra misión, facilitarles su propio destino. En ningún caso hay que obligarles a seguir el nuestro.
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