LA BENDICIÓN DEL SILENCIO
Cuando la vida nos pone en apuros, entre otras muchas cosas, nos está pidiendo que nos prestemos atención. Para salir de una crisis profunda es necesario emprender un viaje cuyo destino es un cambio de conciencia, por eso se dice que los conflictos grandes suelen ser también grandes oportunidades. El viaje es solitario, aunque contemos con mucha ayuda. Nos enfrentamos a nosotros mismos. Todos llevamos a cuestas miedo, rabia, humillaciones y vergüenza. Todos. Y en diversos momentos de la vida toca poner orden y hablarnos sin palabras a nosotros mismos con franqueza.
Para eso es imprescindible parar y alejarnos de las distracciones. Cuando yo intento hacerlo, mi mente se desborda. Necesito mucho amor y mano izquierda para conmigo misma para, poco a poco, ir dejando salir los pensamientos horrorosos que me asaltan. No soy el miedo, ni el dolor, ni la angustia, ni el fracaso, ni la rabia, aunque estos sentimientos forman parte de mí. Puedo sentirlos, revivirlos prestarles atención y, con mucho mimo, mecerlos hasta dejarlos tranquilos, como bebés dormidos, en mi corazón.
Entonces la mente aliviada descansa, se siente comprendida y me permite acercarme a todo lo bueno que hay en mi vida. Yo no soy el ruido ensordecedor que encierra el silencio cuando estoy callada. Eso lo sé, he podido comprobarlo. También sé que cuando mi intención es amorosa y no me refugio en la pena, o en la culpa ni me juzgo, se enciende en mi interior una luz que me guía. Florece la sabiduría, el sentido común, la armonía y lo que ayer era un muro infranqueable lo paso con un saltito que puede dar hasta un niño. Antes de arrojar la toalla hay que recurrir siempre al silencio. Él es el guardian de las puertas del alma.
SER UNA BUENA MADRE
Gran Mare ajudem a ser una bona mare (Gran Madre ayúdame a ser una buena madre). Esta frase me la he repetido en silencio millones de veces. Para mí, ser una buena madre lo es todo. Quizá exagero porque la vida esta compuesta de muchas más cosas, pero esta, la de ser una buena madre, para mi es vital. Tengo dos hijos en condiciones muy distintas: uno está aquí y el otro digamos que en otra dimensión. A los dos los adoro. El pequeño, con 26 años, vive ya por su cuenta. Suele llamarme a diario, incluso a veces hablamos un par de veces al día. Cuando viene a casa, el corazón se me ensancha, no sé cómo explicarlo pero ver a mi hijo me produce una emoción tan intensa, tan, tan amorosa. Tampoco no hay un solo día que no piense en Ignasi, mi hijo mayor, que murió a los 15 años. No sería sincera si no dijera que, en algunas ocasiones, como ayer por la noche mientras cenábamos mi marido y yo, no me caigan las lágrimas de añoranza al rememorar lo que hubiese podido ser verlos crecer a los dos. Pero eso no impide que sea feliz porque a los cuatro no nos une otro sentimiento que el amor. ¡Y sentir amor es tan reconfortante! Yo puedo estar triste y contenta, ya sé que parece una contradicción, pero me ocurre a menudo… A mí, como a muchos lectores de este blog, se nos ha muerto un hijo y con eso vamos a vivir hasta el final de nuestros días, pero eso no me impide tener momentos de una felicidadinmensa.
Las mujeres de mi familia tenemos tendencia a sobreproteger (eso es malo) y a sufrir (eso es peor) por eso, porqué lo sé, pido a la Gran Madre que me ayude a ser una buena madre. No quiero que ni uno ni el otro se sientan asfixiados. A Jaume, el pequeño, le ha tocado, a mi entender, un papel más difícil que a su hermano. A él, de alguna manera, si Dios quiere, le toca acompañarme hasta el final de mis días. Hoy, a primeras horas de lamañana, quizá intuyendo mi tristeza de ayer, me ha llamado para decirme: “Mamá, vais a ir a comprar, voy con vosotros. ¡Qué placer inmenso compartir mi cotidianidad con él!
No es fácil para los hijos vivos hacer doblete; cubrir con su presencia el vacío que no les corresponde. Por eso, los padres a los que se nos ha muerto un hijo,tenemos que estar muy atentos. Por un lado, dejando espacio para que los hijos vivos puedan construir su propia vida lo más ligeros de presiones posible y, por otro, dando alas a nuestros hijos muertos para que prosigan su camino sin el peso insoportable de nuestra tristeza. Los hijos, estén vivos a muertos, adoran a los padres, aunque a veces no lo parezca y, estoy segura, harían cualquier cosapara vernos felices y contentos. A nosotros, como mínimo, nos corresponde ponérselo fácil. ¡Claro que caeremos en egoísmos, ¿quién no? Pero cuando se pase el subidón, y tomemos conciencia de nuestros errores, nos toca rectificar. Por ellos y por nosotros, ¿por qué quién no quiere ser una buena madre, un buen padre? ¿Una buena persona? Sí, se nos ha muerto un hijo, la vida nos lo ha puesto difícil, es verdad pero son tantas las personas, yo diría que todas, que han pasado penurias, aunque a ojos de los demás, quizá, no lo parezca. Todos llevamos cruces como el cuento aquel de la mujer a la que se le muere un hijo y va a ver a un gran maestro, un santo, para que le devuelva la vida. Lo haré, le dice el maestro, si al anochecer me traes un grano de mostaza de la casa en donde el dolor y la muerte no haya entrado. La madre va de portal en portal y en ninguna casa pueden darle el grano de mostaza. De noche, cuando regresa para ver al maestro, ya sabe que su dolor es compartido. Que va a tener que aceptar la muerte de su hijo. Que la vida es así y su pena forma parte del hecho de estar viva.
La vida está hecha de dolor y alegría y es sabio saber vivir tanto lo uno como lo otro.
EL DUELO SUPONE UN CAMBIO PROFUNDO
Cuando se atraviesa una crisis existencial inmensa como la que supone la muerte de un hijo, un hermano o cualquier otro ser al que amamos con locura nos enfrentamos a un cambio personal profundo. Cada uno de nuestros hábitos, de nuestros pensamientos, de nuestras creencias, incluso de nuestras células están ligados a este ser que ya no vemos, no oímos, no podemos abrazar…Eso provoca un dolor agudo, insoportable. Nuestros proyectos de futuro se desvanecen y debajo de nuestros pies asoma el vacío. De repente no hay camino, solo dolor. Los primeros meses yo necesité parar, llorar, sentir… Y lo he ido necesitando, en mayor o menor intensidad, muchas veces más durante estos 13 años.
El duelo supone un cambio íntimo y exige una transformación grande. El proceso es lento, casi imperceptible, como todos los movimientos del alma, y nada tiene que ver con lo externo. Por sí solo de poco sirve mudarse de casa o de país, por decir algo. La clave, lo que nos permitirá ver la luz después del túnel, reside en nuestro interior. Hay que ir atravesando capas de rencores antiguos, de angustias heredadas, de abandonos y desesperos hasta dejar al descubierto el amor y la confianza. La travesía hacia uno mismo es una aventura que produce temor, pero no hay alternativa. Lo demás nos deja atrapados en la vida de antes, en un laberinto imposible de sufrimiento. Si decidimos seguir adelante, tendremos que pasar muchos ratos con nosotros mismos en silencio, sin distracciones, curando nuestras heridas. El camino del duelo es solitario pero, si estamos atentos, aparecerán personas y situaciones que nos pueden echar una mano, como sucede en los cuentos de los príncipes que recorren bosques encantados. Si matamos al dragón, si enfrentamos nuestros miedos, podremos volver a la vida sintiendo el amor que nos une para siempre a nuestro ser querido muerto. No importa el tiempo que tardemos en conseguirlo ni las veces que caigamos en el intento. Tenemos una vida y encontrarle sentido es una buena manera de vivirla.
LAS PALABRAS QUE CURAN
Después de noches de emociones y bullicio, como la de San Juan o la de Fin de Año, la ciudad despierta somnolienta, con hambre de silencio. Yo no he salido a la calle en todo el día; por la mañana, sin prisas, he estado poniendo orden en casa para serenar mi alma. Por la tarde, tumbada en el sofá, he estado ojeando el libro “Las palabras que curan”, de Alex Rovira, en el que ha reunido un compendio de frases, de pensamientos de personas sabias. Todas encierran reflexiones lúcidas, son como velitas.
Destaco aquí dos de Teresa de Calcuta:
– “En el momento de la muerte, no se nos juzgará por la cantidad de trabajo que hayamos hecho, sino por el peso de amor que hayamos puesto en nuestro trabajo”.
-“Si juzgas a la gente, no tienes tiempo de amarla”.
¡Cuánta fuerza malgastamos en juzgar a los demás y no digamos la que desaprovechamos juzgándonos a nosotros mismos. Y cuanto tiempo perdemos en hacer mil y una cosa sin cariño! Hacer por hacer, sin amor, no nos lleva a ningún lado.
También me ha llegado al corazón esta reflexión de Hermann Hesse:
“Yo me siento con frecuencia cansado y sin fe ni valor, pero creo que estos estados no deben combatirse propiamente, sino que es preciso abandonarse a ellos, llorar alguna vez, o ensimismarse sin pensar en nada, y luego se advierte que entretanto el alma ha seguido viviendo… y ha avanzado”.
¡Qué poco nos permitimos sentir algunas personas lo que sentimos! ¡Que bueno es quedarse sin hacer nada, escuchándonos sin reproches!
¡Cuántas veces nos pide el alma que nos quedemos quietos y en silencio para poder prestar atención a la tristeza en vez de ahogarla!
EL AMOR LO PUEDE TODO
El 8 de junio nació mi hijo Ignasi, ahora cumpliría 28 años. Se fue a los 15. Murió de accidente y, desde el mismo instante de su partida, nuestra vida dio un vuelco. Los tres primeros meses me sentí vacía, hueca por dentro, una sensación que nunca había experimentado antes, dificilísima de explicar. Me sentía desgarrada, como si me hubiesen arrancado la vida. Ese vacío iba unido a un dolor profundo que fue cogiendo fuerza y nubló mi conciencia durante al menos dos años; yo no era yo, nada era lo de antes, me parecía estar en otra galaxia, en un planeta lejano, peligroso y desconocido. Sin embargo, durante este tiempo, de vez en cuando, la niebla daba paso a destellos de amor en estado puro, también desconocidos para mí hasta entonces. Es cierto que yo los buscaba como agua en un desierto, pero también es cierto que eran reales porque llenaban mi corazón de una alegría serena. No me refiero a nada místico o extraordinario, no, al contrario, los solían provocar pequeños hechos de la vida cotidiana en los que antes no reparaba; la calidez de unas palabras cariñosas, la sonrisa de un niño que me cruzaba por la calle, el agua del mar, al encontrarme, al girar una esquina, un rayo de luz que iluminaba un balcón con geranios… Y, sobre todo, al descubrir que el amor que me unía a Ignasi continuaba. A medida que esta certeza ha ido inundando mi alma el dolor ha ido disminuyendo hasta quedar en nada. No puedo verlo pero puedo seguir queriéndole y percibo con intensidad su cariño. Con esto, ahora, después de muchos años de vaivenes, me basta. Ignasi está en mí y su amor me acompaña. Es algo parecido a cuando estaba embarazada. Hace 28 años que vivo con el amor que siento por mi hijo. Ese sentimiento es tan fuerte que ha ido más allá de lo que llamamos muerte. Eso para mí ha sido una revelación extraordinaria, no un acto de fe, una verdadera constatación. Ahora sé que el amor lo puede todo y, sí, tengo días de nostalgia y otros me peleo con la vida y conmigo misma y a menudo me contradigo, pero sé, a ciencia cierta, que el amor lo puede todo. También sé que el amor del que hablo nace de dentro y sintoniza con el amor de fuera. Ese amor que está en todas partes y la mayoría de las veces no vemos. En los momentos malos es preciso parar, sincerarnos y buscar en silencio qué nos impide amar y, aunque cueste creer, no es la muerte de nuestros hijos, no. Son otras cosas, cada cual las suyas. Son esos miedos íntimos los que nos impiden amar.
RESPETAR NUESTROS RITMOS
Al principio de mi duelo me sentía tan perdida y desconcertada como Alicia en el País de las Maravillas. Miraba por la ventana y me sentía extranjera en mi propia ciudad. Nada iba conmigo. Estaba desconectada de la vida. La cotidianidad de los demás me parecía extraña, estuve tiempo sin poder mantener una conversación trivial. No podía seguir las convenciones sociales. Salir a la calle requería un esfuerzo parecido a subir al Everest. En cualquier momento, de forma imprevisible, podía estallar dentro de mí una tormenta devastadora. No solo sentía un profundo dolor, temía volverme loca. Los amigos, las personas que te quieren, si no han atravesado un gran duelo, no saben como sostenerte. Es con el tiempo y poco a poco que una va aprendiendo a escuchar su corazón; a seleccionar las salidas, a decir no en el último momento, a tener paciencia con una misma cuando al abrir los ojos se presiente un día torcido… No hay un manual de instrucciones, porque cada duelo es distinto, pero a mi me parece que, al principio, el recogimiento y el silencio ayudan. Si no hay energía, lo mejor es estar quieta, intentando crear pensamientos amorosos que nos ayuden a recargar las pilas.
A los dos años de morir Ignasi, murió mi madre una noche de agosto, de repente, mientras Jaume, Lluis y yo estábamos en Cabo Verde, procurando contagiarnos de la alegría en estado puro que se respira en África. Aquella noche la pasé en vela sin saber por qué. De madrugada, cuando me llamó mi hermana volví a la cueva oscura, al tiempo sin tiempo, a la desconexión, al silencio… pero no me asusté, la muerte de Ignasi me ha enseñado que el duelo hay que atravesarlo, sabía que tenía que pasar por lo que pasé, que la muerte de un ser querido siempre nos cambia la vida, aunque nos resistamos. Después de la partida de Ignasi veo la muerte como un nuevo comienzo, no como un final.
ACOMPAÑAR A LOS ENFERMOS TERMINALES
“Que no se vayan con dolor, que no se vayan solos, que no se vayan con miedo”, esto es lo que dijo la Dra. Begoña Román, en las jornadas sobre el Acompañamiento al Duelo y la Enfermedad, que se celebraron hace unas semanas en la Universidad deLleida, organizadas por distintos grupos de duelo y el calor de Anna Maria Agustí. Creo que este sentimiento lo compartimos todos.
La muerte de nuestros seres queridos es tan inevitable como la nuestra. ¿Qué podemos hacer para ayudarles, para que lleven a cabo ese tránsito sublime de la mejor manera posible? “Cuando no hay nada por hacer, -dijo Román- queda mucho por hacer”, hasta el último suspiro podemos reconfortarles. Hace unos años, antes de la muerte de Ignasi, acompañé a una amiga que murió de cáncer. Ella no hablaba de su próxima muerte, no podía, pero yo tampoco intenté animarla con falsas expectativas del tipo “ya verás como te pondrás bien y cuando llegue San Juan volveremos a celebrar una verbena preciosa”, para qué ofrecerle ilusiones infundadas si ella sabía, como yo, que le quedaba muy poquito, que estábamos en primavera y era su última primavera, que ya no pasaríamos más veranos juntas. Por eso, porque no le mentía, aunque omitiéramos hablar de la muerte, me permitía estar con ella. Conmigo no tenía que hacer el esfuerzo de aparentar esperanzas vanas. Me sentaba a su lado –ella apenas podía moverse de la cama- y le ayudaba a relajarse, a destensar los músculos agarrotados por el miedo y el dolor, como me había enseñado mi profesora de yoga. “Toma aire despacio, por la nariz, y lentamente condúcelo hasta tu vientre, procura que se hinche como un globo. Luego poco a poco ves sacando el aire, sin prisas”. Hacíamos respiraciones lentas y profundas hasta que se calmaba. Muchos de los ratitos que pasé junto a ella los pasamos en silencio. Para que este silencio acompañe es preciso no estar ausentes, quiero decir con la mente puesta en otro lado. Se acompaña con todo el ser, no sirve solo la presencia. Para conseguirlo, yo echaba mano de un ejercicio que aprendí en “El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte”: al inspirar, me imaginaba que me llevaba su dolor y al espirar le mandaba el amor del Universo.
No se puede acompañar más allá de lo que uno ha llegado, por eso agradezco que mi amiga Bugui no quisiera hablar de su muerte. Se hubiese topado con mis angustias y temores y no le hubiese podido ofrecer serenidad. Para poder hablarle con sosiego de la muerte a un moribundo hay que tener resueltos nuestros miedos. Para “saber estar” en una situación así hay que haber estado antes con nuestro propio dolor, curando nuestras heridas, mirando de cara a la vida, queriéndola entera, completa, ¿cómo si no podremos acercarnos al dolor de los otros?
EL DOLOR ES PERSONAL
Me escriben algunas personas que quieren ayudar a los seres queridos que han sufrido una pérdida. Hay muchas maneras de hacerlo: escucharles, hacerles la compra o la comida si se encuentran al inicio del duelo, -en el tramo en que uno se encuentra imposibilitado para hacer frente a sus propios necesidades-, regalarles libros o flores si les gustan… Recuerdo que durante los primeros tres meses en que yo estuve en estado de shock, mi suegra nos traía tulipanes, mi cuñada Magda cocinaba para nosotros, mi hermana ponía y tendía lavadoras y muchos amigos acudían o llamaban para interesarse por nosotros. Todas las acciones amorosas sirven.
Con el tiempo me he dado cuenta que para acercarse al dolor de los demás y reconfortarles, es preciso hacer un trabajo interior que permita conectar con los propios miedos. Quien teme horrorosamente a la muerte y, por tanto a la vida, poco podrá hacer para consolar a los que sufren por la muerte de un hijo, un esposo, un hermano, una madre… Las personas capaces de estar junto a un alma dolorida son las que pueden estar con su propio dolor y vivirlo como una parte más de la existencia. Esas personas acompañan bien, incluso en silencio. Saben que no hay que coger el dolor de los demás y hacerlo suyo, porque eso impide crecer al que sufre. El dolor es un maestro personal e intransferible, del que recibimos clases particulares. Cada uno tiene lecciones que aprender de su dolor. ¿Qué sentido tiene presentarse a los exámenes que evalúan el conocimiento de otro? Eso no es amor.
HACERNOS AMIGOS DE LA SOLEDAD
Leyendo ayer un artículo, del psicólogo Josu Cabodevilla, me encontré con esta frase: “…nadie puede amar, creer, sufrir o morir en nuestro lugar”. Esta frase ha despertado en mí una emoción honda. Lo fundamental de la vida lo hacemos solos, aunque estemos acompañados. De ahí la importancia de saber estar con uno mismo, de comprendernos, de querernos… y eso no se consigue huyendo de lo que sentimos. Hay que parar, estar en silencio, sin hacer nada, escuchando algunos días los lamentos del alma y otros su serena alegría. La soledad tiene el don de conectarnos con nuestra esencia: el amor infinito. Hay que mirarla con buenos ojos. Como la tristeza, el dolor o el miedo, la soledad es más dulce si, en vez de combatirla, la aceptamos. Despacio, sin prisas.
Si con el tiempo nos hacemos amigos de la soledad no nos sentiremos nunca solos.
EL DOLOR DE LOS HOMBRES
A muchos hombres les cuesta expresar los sentimientos. Les han educado para que no lloren, para que no muestren su “debilidad” y mantengan siempre una actitud “combatiente” ante la vida. Precisamente esa armadura, esa máscara de guerrero, les impide conectar con la esencia. Manejan muy mal las emociones. Se encuentran perdidos ante algo distinto de lo puramente racional. Y es muy difícil explicar con la razón la muerte de un hijo. Ante un hecho así, tan difícil de entender, algunos hombres huyen, inconscientemente, debido a su incapacidad de afrontar lo inevitable.
Se refugian en la acción; trabajan más que nunca, llenan su tiempo con un sinfín de actividades que les impiden pensar, sentir. Intentan vivir como si no hubiese pasado nada y eso es imposible. Cuanto más intensa sea su incapacidad de entender los sentimientos, más necesidad tendrán de huir y más sola quedará la madre.
Si la mujer no puede compartir su dolor, si se encuentra aislada y sola, es muy probable que se construya un mundo de recuerdos que gire entorno al hijo ausente. Puede ser que mantenga su habitación intacta; el armario con toda su ropa colgada, sus juguetes, los libros y todos sus objetos tal como estaban el último día. La atmósfera de la casa queda suspendida en el pasado y ella deambula sonámbula entre fantasmas. La brecha entre la pareja se va ensanchando y el reencuentro se hace cada vez más inalcanzable.
Por eso es tan importante compartir el duelo. Y eso pasa por llorar juntos, estar horas en el sofá, cogidos de la mano, en silencio, con la mirada perdida, pero sintiendo el calor del otro.
En el accidente que murió nuestro hijo mi marido sufrió varias fracturas que le mantuvieron tres meses casi postrado. Fue una suerte para nosotros poder estar tan cerca durante ese primer periodo. Compartimos insomnios, desesperación, esperanza y también mucho amor por nuestros hijos.
Luís, mi marido, me decía constantemente que para él representaba un gran honor haber tenido conmigo a un hijo como Ignacio. Que nuestro otro hijo, Jaime, se merecía lo mejor y que volveríamos a ser felices. Me recitaba esto constantemente y para mí oírle era como subir a un bote salvavidas después de un naufragio.
Solía encontrarle de madrugada en la cocina, escribiendo y llorando. “Esto es demasiado duro”, exclamaba y entonces era yo la que le recordaba lo que él me había dicho antes: que nuestro hijo había sido feliz hasta el último momento y que ahora ya no tenía posibilidad de sufrir y que nosotros saldríamos adelante.
Hay muchos momentos terribles al regresar a casa sin tu hijo. Pero ninguno comparable al despertar y recordar que la pesadilla sigue, que él está muerto y a ti te queda un día por delante, una vida por delante. Al acostarse ocurre lo mismo, no hay forma de descansar, de desconectar, de sentirse en paz. En esos momentos cualquier gesto de cariño es como una bendición, un soporte para ir escalando. Una caricia en la mano, un abrazo, una sonrisa significa la vida.
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