pena

LA BENDICIÓN DEL SILENCIO

Cuando la vida nos pone en apuros, entre otras muchas cosas, nos está pidiendo que nos prestemos atención. Para salir de una crisis profunda es necesario emprender un viaje cuyo destino es un cambio de conciencia, por eso se dice que los conflictos grandes suelen ser también grandes oportunidades. El viaje es solitario, aunque contemos con mucha ayuda. Nos enfrentamos a nosotros mismos. Todos llevamos a cuestas miedo, rabia, humillaciones y vergüenza. Todos. Y en diversos momentos de la vida toca poner orden y hablarnos sin palabras a nosotros mismos con franqueza.

Para eso es imprescindible parar y alejarnos de las distracciones. Cuando yo intento hacerlo, mi mente se desborda. Necesito mucho amor y mano izquierda para conmigo misma para, poco a poco, ir dejando salir los pensamientos horrorosos que me asaltan. No soy el miedo, ni el dolor, ni la angustia, ni el fracaso, ni la rabia, aunque estos sentimientos forman parte de mí. Puedo sentirlos, revivirlos prestarles atención y, con mucho mimo, mecerlos hasta dejarlos tranquilos, como bebés dormidos, en mi corazón.

Entonces la mente aliviada descansa, se siente comprendida y me permite acercarme a todo lo bueno que hay en mi vida. Yo no soy el ruido ensordecedor que encierra el silencio cuando estoy callada. Eso lo sé, he podido comprobarlo. También sé que cuando mi intención es amorosa y no me refugio en la pena, o en la culpa ni me juzgo, se enciende en mi interior una luz que me guía. Florece la sabiduría, el sentido común, la armonía y lo que ayer era un muro infranqueable lo paso con un saltito que puede dar hasta un niño. Antes de arrojar la toalla hay que recurrir siempre al silencio. Él es el guardian de las puertas del alma.

SER UNA BUENA MADRE

Gran Mare ajudem a ser una bona mare (Gran Madre ayúdame a ser una buena madre). Esta frase me la he repetido en silencio millones de veces. Para mí, ser una buena madre lo es todo. Quizá exagero porque la vida esta compuesta de muchas más cosas, pero esta, la de ser una buena madre, para mi es vital. Tengo dos hijos en condiciones muy distintas: uno está aquí y el otro digamos que en otra dimensión. A los dos los adoro. El pequeño, con 26 años, vive ya por su cuenta. Suele llamarme a diario, incluso a veces hablamos un par de veces al día. Cuando viene a casa, el corazón se me ensancha, no sé cómo explicarlo pero ver a mi hijo me produce una emoción tan intensa, tan, tan amorosa. Tampoco no hay un solo día que no piense en Ignasi, mi hijo mayor, que murió a los 15 años. No sería sincera si no dijera que, en algunas ocasiones, como ayer por la noche mientras cenábamos mi marido y yo, no me caigan las lágrimas de añoranza al rememorar lo que hubiese podido ser verlos crecer a los dos. Pero eso no impide que sea feliz porque a los cuatro no nos une otro sentimiento que el amor. ¡Y sentir amor es tan reconfortante! Yo puedo estar triste y contenta, ya sé que parece una contradicción, pero me ocurre a menudo… A mí, como a muchos lectores de este blog, se nos ha muerto un hijo y con eso vamos a vivir hasta el final de nuestros días, pero eso no me impide tener momentos de una felicidadinmensa.

Las mujeres de mi familia tenemos tendencia a sobreproteger (eso es malo) y a sufrir (eso es peor) por eso, porqué lo sé, pido a la Gran Madre que me ayude a ser una buena madre. No quiero que ni uno ni el otro se sientan asfixiados. A Jaume, el pequeño, le ha tocado, a mi entender, un papel más difícil que a su hermano. A él, de alguna manera, si Dios quiere, le toca acompañarme hasta el final de mis días. Hoy, a primeras horas de lamañana, quizá intuyendo mi tristeza de ayer, me ha llamado para decirme: “Mamá, vais a ir a comprar, voy con vosotros. ¡Qué placer inmenso compartir mi cotidianidad con él!

No es fácil para los hijos vivos hacer doblete; cubrir con su presencia el vacío que no les corresponde. Por eso, los padres a los que se nos ha muerto un hijo,tenemos que estar muy atentos. Por un lado, dejando espacio para que los hijos vivos puedan construir su propia vida lo más ligeros de presiones posible y, por otro, dando alas a nuestros hijos muertos para que prosigan su camino sin el peso insoportable de nuestra tristeza. Los hijos, estén vivos a muertos, adoran a los padres, aunque a veces no lo parezca y, estoy segura, harían cualquier cosapara vernos felices y contentos. A nosotros, como mínimo, nos corresponde ponérselo fácil. ¡Claro que caeremos en egoísmos, ¿quién no? Pero cuando se pase el subidón, y tomemos conciencia de nuestros errores, nos toca rectificar. Por ellos y por nosotros, ¿por qué quién no quiere ser una buena madre, un buen padre? ¿Una buena persona? Sí, se nos ha muerto un hijo, la vida nos lo ha puesto difícil, es verdad pero son tantas las personas, yo diría que todas, que han pasado penurias, aunque a ojos de los demás, quizá, no lo parezca. Todos llevamos cruces como el cuento aquel de la mujer a la que se le muere un hijo y va a ver a un gran maestro, un santo, para que le devuelva la vida. Lo haré, le dice el maestro, si al anochecer me traes un grano de mostaza de la casa en donde el dolor y la muerte no haya entrado. La madre va de portal en portal y en ninguna casa pueden darle el grano de mostaza. De noche, cuando regresa para ver al maestro, ya sabe que su dolor es compartido. Que va a tener que aceptar la muerte de su hijo. Que la vida es así y su pena forma parte del hecho de estar viva.

La vida está hecha de dolor y alegría y es sabio saber vivir tanto lo uno como lo otro.

PARA NATI

Pedro Alcala en su blog, La mujer que me escucha, ha escrito una reflexión relacionada con la pregunta que Nati, la madre de Carlos, dejó aquí hace unos días en el post «El amor lo puede todo». La pregunta hace referencia a si es posible que nuestros hijos nos vean. La respuesta de Pedro la transcribo aquí y os invito a visitar su blog:

Pérdida, ausencia, se fue, nos dejó, nos lo quitaron…eufemismos de una realidad dura y seca; difícil de aceptar, de afrontar sin edulcorar: la muerte.

Hablo de mí y de los míos. Antes de la muerte de Diego, vivíamos de espaldas a la más implacable de las realidades: que nuestra vida puede cambiar de forma irreversible en unas décimas de segundo y perder lo que más amamos. No estábamos preparados para ello. A veces pienso que ha sido debido a la falta de una creencia religiosa sólida, en la que encontrar respuestas y en la que refugiarnos, por lo que nos ha resultado tan duro este trance. Y no quiero decir con ello que para quienes profesen alguna fe el transito por el dolor sea más llevadero, no lo creo en absoluto, pienso que perder a quienes amamos es desolador en cualquier circunstancia. Pero, en mi caso, precisamente no haber podido contar con ese inapreciable asidero, es la razón que me hace valorarlo tanto; lo considero un hermoso tesoro para quienes lo tengan. ¡Lo he echado tanto a faltar en tantos momentos! Por ello busqué y exploré en mi interior con todos los recursos espirituales de que disponía, pero no lo encontré.

Y hoy me alegro de que así fuera: de haber avanzado de este modo, a secas, sin más sostén que el amor a los míos y a la vida, a la fuerza de la determinación que me da el compromiso inicial con mi Diego ausente. Hoy tengo el pálpito de que también se puede superar la muerte de un hijo sin más fe que en tu derecho a reconstruirte y vivir.

Desde esta base, en apariencia árida y desoladora; «desangelada» y sin esperanza, he partido para reconfigurar mi nueva normalidad. Y puedo afirmar que no tengo ninguna sensación de abandono. Diego me acompaña. Me intuyo en el buen camino para conseguirlo: aceptar y afrontar el dolor.

Y no me siento abandonado porque mentiría si afirmo que mi proceso ha evolucionado por completo de este modo; que he trabajado mi duelo desde la más absoluta desesperanza respecto al destino de Diego tras su muerte. Es cierto y me ratifico en mi falta de creencias convencionales. De que ha predominado mi perfil más racional sobre cualquier otro durante gran parte de mi proceso de duelo. Pero aún así, al igual que tantos dolientes con los que he tenido la oportunidad de intercambiar experiencias en persona, yo también he vivido algún que otro hecho sorprendente que ha mantenido viva la esperanza en mi corazón; la esperanza de que Diego se encuentra bien y en un lugar mejor. Hechos tangibles, irrefutables, físicos, sujetos por supuesto a interpretación, pero inexplicables mediante la razón. Sucesos que ponen más en duda el arbitrio del azar, por improbables, que la audaz creencia en un más allá. Episodios a los que dediqué un capítulo, Las señales, en La mujer que me escucha. Hace unos días, en el blog de Mercè Castro, Cómo afrontar la muerte de un hijo, Nati, una lectora, valiente, lanzaba nuestra gran pregunta al mundo: (…) “Mi gran pregunta es: ¿Tú, Carlos, me puedes ver? Todo en mí ronda sobre esta pregunta, y en qué puedo hacer yo para hallar la respuesta. Me gustaría que alguien me contara si ha tenido algún encuentro con un ser querido fallecido”. De esto hace ya dos semanas y nadie le hemos dado una sola respuesta. Yo quise y no supe, ni sé qué decir. Y es que creo que la única respuesta válida es propia y personal, que nace, si es que así se desea, de nuestro interior. De poco sirve lo que otros nos cuenten.

No obstante, por si a alguién le sirviera, os cuento (aunque de esto no se habla) uno de los sucesos que sustentan mi esperanza.

Mi relación con Diego y el estudio del idioma inglés era estrecha y muy especial. Pasé en poco tiempo de ayudarle en sus estudios a que él fuera, a sus diez años, quién me tomara la lección y corrigiera. El mismo día de la muerte de Diego, al regresar desolado del hospital, entré en su habitación y me planté en el centro aturdido y absorto mientras la recorría con la mirada, sin tocar nada. Era un acto íntimo, por ello me salí al entrar Teresa. Oí un golpe seco y, al rato, salió Teresa y me contó conmocionada que el diccionario de inglés se había caído solo de la estantería, sin que ella lo hubiera tocado. He estudiado después innumerables veces la posibilidad de vuelco de aquel diccionario que sobresalía apenas un centímetro del estante y tiene 10 cm de base y el espesor y el peso de un diccionario Collins de tamaño medio, y he concluido que es imposible que lo hiciera por si solo, de hecho, ni tirando de él lo consigo con facilidad. Hay expertos que sostienen teorías sobre las alucinaciones de pena. Yo, como siempre, no descarto nada, pero la caída del diccionario de Diego fue un suceso real, físico y palpable, pues hubo que recogerlo del pupitre y retornarlo a su sitio. Sin lugar a dudas no fue fruto de una alucinación. A partir de aquí, todo es interpretable, y nosotros quisimos que fuera una señal, un guiño cómplice de Diego, nuestro ángel, para decirnos que se encontraba bien en algún otro lugar y alimentar así nuestra deshecha esperanza. ¿Qué daño puede hacer la ilusión?

Pero aún así, desde mi agnosticismo y perfil marcadamente racional, no he querido buscar fuera de mi corazón. Consciente de que ninguna de estas señales ha trascendido jamás del plano de la interpretación al de las certezas demostrables, mi instinto me ha pedido siempre cautela para no caer en las manos de videntes, médiums y embaucadores que no nos llevan más allá de la ansiedad, confusión, oscuridad, engaño, ruina y desaliento. Consecuente con ello, he preferido aguardar paciente a que estas sutiles señales aparezcan por si solas y atesorarlas para combatir los días negros de la desesperación.

Es por ello que no me cuesta nada creer e ilusionarme cuando un lector escribe:

EL HOMBRE QUE NOS HABLA

No creo que aquello ocurriera para que se escribiera un libro. Simplemente sucedió, y le sucedió a una familia que hizo posible que al final se pudiera sacar algo positivo.

Cuando, desafortunadamente, otros vuelvan a pasar por parecida situación, alguien, afortunadamente, podrá recomendarles la lectura de ‘La mujer que me escucha’.Y entonces, Diego, donde quiera que se encuentre, se acercará al recién llegado, le dará un codazo y le dirá: – ¿Sabes quién escribió ese libro que tu familia está devorando? – No, pero debe ser guay, les está ayudando mazo. Y entonces, la cara de Diego se iluminará de orgullo al decir: “Pues fue mi padre”. Manuel Cosmen

LA DESESPERACIÓN DE LOS PRIMEROS TIEMPOS

 

Siento una ternura infinita por las personas que leen este blog. Me conmueven profundamente los mensajes de los padres que recientemente se han quedado para siempre sin la presencia física de sus hijos adorados. Cierro los ojos y siento el desgarro de mis primeros tiempos sin poder abrazar a Ignasi y me parece mentira haber sobrevivido a ese inmenso dolor, el mismo que sienten ellos ahora. ¡Me gustaría tanto aliviar su pena! Pero sé que cada uno de nosotros ha de pasar por su propia tristeza, por su propia desesperación, porque ese es el camino de la curación. Porque la vida consiste en eso, en vivirla plenamente, en sentir y elegir qué hacemos con lo que nos pasa. Cuesta mucho aceptarlo, pero cuando vamos comprobando que a nuestros hijos no los vemos pero los sentimos, que no los hemos perdido, que el amor sigue intacto, que nuestra capacidad de amar es inmensa… entonces, empezamos a ver la luz. Y cuando llegamos al tramo final de ese viaje doloroso que es el duelo, ya somos otros. Nos cuesta menos acercarnos al dolor y, al mismo tiempo, nos es más fácil disfrutar de la belleza, del milagro de la vida. No es una cuestión de fe, es sobre todo una cuestión de paciencia, de entrega, de solidaridad, de humildad, de amor.

DEJAR SALIR LA RABIA

 

En los duelos severos se dispara la rabia. Hay que tener mucho cuidado con esta emoción porque suele ir disfrazada. Generalmente se esconde agazapada detrás de la pena y aparece enfurecida cuando menos te la esperas. Cuanto más silenciosa, más radioactiva, más hiere a los que amamos, más veneno destila. ¿Qué hacemos con ella, con ese enfado tan grande que incluso puede matarnos? En primer lugar hay que reconocerla, luego hay que pasar a la acción y buscar un terapeuta que nos ayude a liberarnos de ella. En casa, yo he golpeado colchones hasta casi desfallecer y he gritado hasta quedarme sin voz, y me ha ido bien, pero no empecé a sentirme más ligera hasta que no me puse en las manos de varios especialistas en tratar emociones. Cada uno encuentra los suyos. Hay muchas terapias que curan el alma.

ACTIVAR LA AYUDA MUTUA

 

Cuando muere un hijo, todos los miembros de la familia entran en un torbellino de dolor. En el epicentro se encuentran los padres, los otros hijos y los abuelos. A mí, consciente como soy del dolor tremendo e impotente de los abuelos, me preocupa especialmente el dolor de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes, porque ellos están empezando una vida y, por instinto, a los adultos nos toca protegerlos. Son especialmente vulnerables, no tienen las herramientas que se adquieren con la experiencia y suelen revestirse de una capa de naturalidad que puede llevar a engaño.

Durante el duelo o del inicio de la enfermedad incurable de su hermano, empieza para ellos una realidad desconocida y dificilísima; sus padres están destrozados, volcados en el hijo enfermo y/o paralizados por el dolor que supone enterrar a un hijo. Es normal que alguna vez piensen que por qué no han muerto ellos. Lo pensamos también los padres los días en que parece imposible salir adelante.

Si en algunos momentos en la familia es imprescindible la ayuda mutua es en estos. Hay que intentar ver más allá de uno mismo y volcarse en los vivos, porque son los que corren peligro.

Mi hijo Jaume tenía 13 años cuando se fue Ignacio y ahora, con el transcurso del tiempo, puede hablarme con distancia de lo que sentía. Su adolescencia ha sido especial, porque se le ha muerto un hermano. Ha estado pendiente de su padre y de mí, durante una edad en la que no corresponde. “Mamá –me dijo hace poco- se trata de ‘aguantar a muerte’ y de ir activando el interruptor de la ayuda mutua, hasta que la tormenta pase ”. Y eso es lo que ha hecho él durante años hasta que nos ha visto francamente mejor. Es lo que hacen muchos hijos a los que se les ha muerto un hermano.Y aunque algunos intenten huir, siguen emocionalmente pendientes de sus padres.

También me dijo Jaume que ha sufrido pensando que no lo estaba haciendo bien. La muerte de un hermano supone eso, la pena y el dolor unido a la responsabilidad que conlleva convivir con el dolor y la pena de los padres, intentando cubrir el vacío, levantarlos, alejarlos del precipicio. Es mucho, es un esfuerzo titánico. Por eso, porque la vida les ha exigido tanto se merecen contar con nuestro amor entero.

Jaume me ha agradecido que le lleváramos a un psicólogo que le ayudara a aguantar ese peso, que le permitiera coger la distancia necesaria para ir deshaciendo su propio nudo.

En casa, al principio, nos fue bien hacer una piña, un círculo de amor y, desde dentro, ir activando por turnos ese interruptor de ayuda mutua. El amor de ese círculo tiene que ser del verdadero, del que no asfixia. Hay que ir abriéndolo poco a poco, dejando espacio, soltando cuerda para que los hijos puedan crear su propia vida. Y, un buen día, esa cuerda hay que cortarla, ya no la necesitan. Los golpes duros nos fortalecen por dentro, nos sirven para ser independientes. A los padres nos toca potenciar que los hijos tengan una vida plena, la suya y eso es más fácil si ven cómo nosotros vivimos bien la nuestra. El primer paso lo tenemos que dar nosotros, porque si logramos recuperamos se recuperan ellos y viceversa. Y no es un contrasentido, porque la alegría de la gente que queremos es la nuestra.

VOLVER A LA VIDA

 

Después de la muerte de un hijo es preciso un trabajo interior para volver a la vida. Al principio el dolor nos paraliza, nos quedamos tan vacías, tan alejadas de este mundo, que levantarse de la cama es casi como escalar el Himalaya y salir a la calle una heroicidad. Al menos eso me pasaba a mí todos los días durante los primeros meses y luego de vez en cuando durante algunos años. Todas las pérdidas producen dolor, pero yo nunca me había enfrentado a un dolor así, tan grande que sólo te deja dos alternativas: o te agarras al amor o te quedas muerta en vida. Apostar por el amor, que es lo mismo que apostar por la vida, requiere ese trabajo interior que nos transforma tanto como a los gusanos de seda en mariposas. El proceso es largo, tan largo como el duelo y más. Pero como todos los grandes viajes se inicia con un primer paso. Este primer paso es la voluntad de salir adelante, sin regatear lágrimas ni esfuerzos. Y me refiero a esa voluntad silenciosa y profunda, más fuerte que nosotras.

Si optamos por la otra alternativa, la de quedarnos con la rabia, el dolor, la frustración, la culpa o la pena, no sólo malgastamos nuestra vida, también ensombrecemos a los que están a nuestro alrededor y a todas las personas que nos quieren, estén aquí o en el otro lado. Nuestros hijos, los que se han ido, han sembrado semillas de amor en nuestros corazones y nos toca a las madres y padres que nos quedamos regarlas en su nombre para que florezcan.

El segundo paso para volver a la vida, para florecer, requiere precisamente eso: desprenderse de la rabia, que es la otra cara de la pena.” Donde hay rabia hay pena y donde hay pena hay rabia escondida”, me decía mi amiga Amelia, fisioterapeuta y profesora de yoga, mientras me ayudaba a sacar el dolor que llevaba dentro. El duelo sirve para poner orden a nuestras emociones, para limpiar todos los rincones de nuestra alma; para sentir todo lo que no hemos querido o podido sentir antes.

Cada una de nosotras, a su manera, tiene que revisar y elegir lo que le es útil para vivir y deshacerse de lo que le estorba. Todas hemos heredado penas o maneras de hacer que no son nuestras. Yo, por poner dos ejemplos,aprendí de pequeña a sufrir por sufrir como mi abuela y a ser capaz de agotarme hasta enfermar como mi madre… y eso no lo quiero, no me sirve para volver a amar la vida. Todas hemos recibido mucho de nuestras familias y ahora, después de la muerte de nuestro hijo, no tenemos más remedio que quedarnos con los dones y devolver con cariño las cargas. Y ese trabajo arduo es también una bendición porque con el tiempo nos permite vivir más felices y dejar una herencia más valiosa y ligera.

Nos toca, aunque parezca mentira, romper la cadena del sufrir, porque sufrir no sirve para nada. Hemos de aprender a querer sin condiciones, a abrirnos a lo que venga, porque la vida trae de todo, esa es su esencia. A veces, como el mar, amanece tranquila y nos envuelve su dulzura y la paz se apodera de nuestra alma… hasta que se levanta viento y casi sin darnos cuenta volvemos a tener encima la tormenta. Embravecido o en calma, el mar siempre es el mar. ¿Para qué pedir imposibles? Mejor amar lo que tenemos. Buscar la hermosura en todo. Llorar sin freno y reír con ganas. A nadie tenemos que dar explicaciones, ni a nosotras. Para andar por la vida, con saber dar y recibir cariño basta.

La muerte de un hijo, sin más, a nadie hace mejor persona, lo que sí puede ayudarnos a ser más sabias es lo que hacemos con esa muerte tan sentida. No hay prisa, tenemos toda una vida por delante para reaprender a vivir.

Ser madre es lo mejor que me ha ocurrido en la vida y no me siento menos madre porque uno de mis hijos no se encuentre aquí. Persigo la felicidad de los míos estén donde estén. A Jaume tengo la suerte de poder tocarle, con Ignasi los abrazos tienen lugar en mi corazón, son virtuales, pero de ninguna manera menos intensos. A jaume le digo a menudo que le quiero y a Ignasi también. Ni uno porque está vivo ni el otro porque está muerto ocupa más mi corazón. A uno procuro enseñarle a vivir y al otro a vivir en paz allá donde esté y eso me hace feliz. Pero este sentimiento de amor va más allá y, cuando se apodera de mí, me parece que todos los niños del planeta son hijos míos, todas las mujeres mis hermanas y cualquier hombre mi amigo.

El tercer paso para amar la vida para mí es perdonarme y perdonar tantas veces como haga falta. Porque me equivoco y mucho y hay días en que todo lo que escribo aquí parece que lo haya escrito otra. Los disgustos se convierten en un nudo en el estómago y vuelve a aparecer el miedo. ¡Nos conocermos tanto el miedo y yo! Se podría decir que somos íntimos. Por eso, porque nos miramos de cara, nos tenemos respeto. Cuando viene a visitarme por cualquier cosa, siempre me coge por sorpresa y enmudezco. Su paciencia es infinita y me da tiempo a convocar el insomnio, a sentir en el pecho la angustía, a verlo todo negro… Luego nos miramos a los ojos y los dos sabemos que hemos de separarnos, que no estamos hechos para vivir juntos. Es como esos amantes tan intensos que no nos sirven para marido.

CÓMO CUIDAR A NUESTROS HIJOS MUERTOS

 

Así como a algunas personas les cuesta nacer, a otras, una vez muertas, les cuesta irse de este mundo. La noche en que desconectaron a mi hijo los médicos no me permitieron estar presente. Se lo supliqué varias veces pero imagino que, como inmediatamente entraba en un programa de donación de órganos, era imposible que nadie que no fuera del equipo médico estuviera presente. Entonces le dije a la doctora que habló conmigo que tendría que ser ella la que le dijera a Ignasi que siguiera la luz, que contaba con el cariño de los suyos para irse tranquilo.

Tanto Lluís como yo hubiésemos dado nuestra vida por la suya, pero como eso no es posible, al menos intentamos suavizarle el camino. Por suerte yo había leído los libros de Elisabeth Kübler-Ross y sabía que no es lo mismo marchar con el consentimiento de las personas que quieres que sin él. Tiempo después se lo conté a un amigo y me dijo que él nunca podría hacer eso; que no podría darle permiso a su hijo para que se fuera.

“Ponte en el lugar de la persona que se tiene que marchar–le dije–. ¿Verdad que si una noche quedas para ir a cenar con tus amigos te irás más tranquilo si tu mujer acepta con agrado que salgas y te diviertas? Pues eso, salvando las distancias, es algo parecido.

Cuando no tienes más remedio que dejar este mundo, tu energía se eleva con más facilidad si no te retienen tus seres queridos.

Con eso no digo que haya que reprimir el llanto o la pena. Durante la larga travesía del duelo hay que aceptar y dejar fluír todas las emociones y llorar alivia mucho, pero para no preocupar a Ignasi yo le decía que estuviera tranquilo, que lloraba por mí no por él, y que ya aprendería a vivir sin su presencia física. Siempre que tenía un mal momento le recordaba que era cosa mía, que él siguiera con lo suyo, que el aprendizaje del desapego me tocaba a mí, que él estuviera atento a las instrucciones de los seres de luz que me imagino hay al otro lado, los maestros que cuidan de su evolución.

Si mi hijo estuviera aquí yo intentaría que fuese feliz, me equivocaría en muchas cosas, como a veces me pasa con Jaume, pero mi intención estaría puesta en su felicidad. Yo no sé mucho de la vida después de la muerte pero lo suficiente para entender que los lazos de amor no se rompen y que cuanto mejor estoy yo, mejor están los míos, porque ellos son más felices si me ven feliz.

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