APRENDIZAJE

TODA MUERTE DE UN SER QUERIDO DEJA UN VACÍO

 

Hace tres días que mi madrina, muy querida por mí, ha muerto después de una larga enfermedad, que le ha causado sufrimiento y la ha tenido hospitalizada durante largos periodos de tiempo.

Su muerte, después de tanto sufrir, es para ella una liberación y también lo es para las personas que la queríamos. Sus hijos y su sobrina la han acompañado a diario y amorosamente durante la larga travesía de su enfermedad y seguro que están agotados, tristes y también en paz por todo lo que han hecho por ella. Su muerte no es desgarradora como la muerte de un hijo, pero como todas las muertes sentidas deja un enorme vacío. Para mí mi madrina ha sido un referente. Ha estado presente em mi vida en momentos cruciales; cuando ella todavía era una estudiante de enfermería asistió en casa a mi madre el día en que nací ­­-fue la primera persona que me cogió en brazos-; durante mi adolescencia me sentí reconfortada por ella y la noche en que desconectaron a mi hijo Ignasi, en el hospital de Bellvitge, estuvo conmigo, aguantando mi dolor.

Ahora, tras su muerte, como sucede siempre que atravesamos un duelo, nos toca a los que nos quedamos aprender a llenar ese vacío, a relacionarnos con el ser que se ha ido de manera distinta, pero igualmente amorosa. Para eso es preciso que, poco a poco, lo empecemos a sentir en nuestro corazón. Eso no sucede porque sí, requiere siempre una transformación que nace de un trabajo interior. Nada es igual que antes cuando muere un ser querido. El camino que llevamos hecho con otros duelos nos sirve, en parte, si hemos podido transmutar las ausencias en amor, con ese amor en mayúsculas, el que nos permite amarnos un poco más a nosotros y a la vida… Pero el camino del nuevo duelo lo hemos de recorrer también en solitario, es distinto a los anteriores y por tanto desconocido. A medida que dejamos fluir las emociones que afloran y descubrimos en nosotros dependencias y antiguos dolores ocultos, sin rechazarlos ni esconderlos, el duelo se transforma en otra gran oportunidad de amar la vida.

EL MIEDO AGRAVA EL DOLOR

 

En todas las situaciones límites y la muerte de un hijo lo es, es normal que aparezca el miedo. Miedo a no tener fuerzas para seguir, a que la familia se desmorone, a ver sufrir a nuestros otros hijos, a que muera otro de nuestros seres queridos… Miedo, en definitiva, al dolor del alma. Ese miedo crece y agrava el dolor y cuanto más dolor más miedo. Hay que salir de esa espiral, ¿pero cómo? La única salida del dolor es atravesarlo; estar dispuestos a sentirlo, sin resistencias, ni juicios y después dejarlo ir. Va bien hablar con un amigo o un terapeuta o cualquier persona que nos inspire confianza para explicarle lo que sentimos. Sentirse escuchado alivia el dolor. Llorar, gritar, también son un buen recurso sobre todo cuando nos invade la rabia. Cuando a mi me sucedía, cogía un palo de madera y golpeaba el colchón de mi cama hasta que me quedaba sin fuerzas. En momentos en que el miedo se convierte en ansiedad y angustia, las respiraciones lentas y profundas, la meditación o las oraciones también nos ayudan a calmarnos. Yo al principio me enfadé muchísimo con Dios, con los de “arriba”, me encaraba con ellos y les gritaba enfurecida que qué se habían creído, que aquello era demasiado para mí, que no podría soportarlo… Pero con el tiempo me he dado cuenta que todos somos más fuertes de lo que nos imaginamos y que seguramente es cierto que no nos dan más de lo que podemos soportar, aunque nos parezca mentira. Al final del túnel nos espera siempre el amor y entonces nos invade la gratitud por el tiempo, sea mucho o poco, que hemos podido vivir junto a nuestros hijos muertos.

ACEPTAR SIN RESIGNACIÓN

 

¿Cómo es posible aceptar algo tan inaceptable como la muerte de nuestros hijos? Al principio yo no podía ni decir ni pensar que mi hijo estaba muerto. La palabra muerte unida a su nombre era insufrible. ¿Ignasi muerto? ¿Mi hijo adorado convertido en nada? No y mil veces no.Yo no sabía entonces que la muerte no es el fín, sino un nuevo comienzo. Y no lo digo movida por creencias intelectuales, filosóficas o religiosas. Lo digo porque lo siento. Para mí todo se transforma, nada muere. Por eso yo no he perdido un hijo, mi relación con él es otra pero nunca he dejado de tenerla. Y gracias a eso he aprendido a aceptar mejor la vida. Aceptar no es resignarse. Aceptar lleva implícito comprender y resignarse es someterse. A mi, lo que me ha ayudado, es entender que las cosas son como son y no sólo lo acepto, sino que lo agradezco. Porque todo lo que ocurre lleva implícita una posibilidad de liberación. No somos marionetas en manos del destino, no estamos indefensos. He comprobado que siempre tengo la libertad de elegir qué hago con lo que pasa, con lo que siento. Soy libre de elegir convertir el dolor en odio y resentimiento o en compasión, solidaridad y amor... Yo sé cómo se sienten las madres que han perdido un hijo y eso despierta en mí un sentimiento inmenso de cariño hacia ellas, aunque no las conozca. Nos sostenemos las unas a las otras, ninguna está sola, aunque el camino haya que recorrerlo en solitario, no estamos solas.

Ahora acepto que mi hijo está muerto porque sé que la muerte no existe y eso se lo debo a Ignacio.

EL DUELO ES UNA TRAVESÍA EN SOLITARIO

 

En una situación así hay que avanzar juntos y, al mismo tiempo, cada uno por su lado. Parece un contrasentido, pero no lo es. Cada persona es un mundo y ante una pérdida como ésta responde de forma distinta. El golpe nos remite a golpes anteriores y reabre heridas mal cicatrizadas. Por eso el duelo es algo absolutamente personal, como una travesía en solitario. Y las reacciones de cada persona son imprevisibles.

Durante los primeros meses Lluís, por ejemplo, leía todos los libros que nos traían nuestros amigos. Algunos relacionados con el tema como “Los martes con Morryson”. En cambio, yo no podía concentrarme en nada. Vegetaba. Él era capaz de seguir una conversación con las personas que nos visitaban. Yo la mayoría de las veces me quedaba muda. No podía hablar de otra cosa que no estuviese relacionada con la vida y la muerte. Y recuerdo que un día le dije a mi hermana: ¿cómo es posible que Lluís pueda enterarse de lo que lee y pueda hablar de tantas cosas?

Es su manera de aliviar el dolor, me respondió.

Cada uno hace lo que puede, no hay nada que juzgar. Lo que nos acerca al otro es la comprensión, el respeto hacia su dolor. Lo único que podemos pedirle es que mantenga la esperanza, que siga confiando en el amor, en la solidaridad. Pero el camino hay que recorrerlo en solitario, con la ayuda de uno o más terapeutas y el calor de las personas que nos quieren, pero solos. El duelo nos enfrenta a nosotros mismos.

ACTUAR CON SINCERIDAD

Si cerramos el corazón y nos dejamos llevar únicamente por el dolor, sin conectar con el amor, nuestra vida se seca. Todo a nuestro alrededor se apaga. Personas y cosas. Nos quedamos solos, viendo como nuestro trabajo, nuestros hijos, nuestra pareja, se desmoronan. Por eso durante el primer año de duelo hay que estar alerta. No debe ser un periodo estático. Hay que trabajar como nunca con uno mismo, conocernos mejor, buscar el conocimiento con la ayuda de un buen terapeuta o varios. Hay que aprender a escalar despacio pero con firmeza. Con la ilusión de que, por pequeño que sea el peldaño conseguido, estamos cada vez un poco más cerca del final del túnel, y del principio de la luz. Nuestro esfuerzo por salir, por más duro que sea, tiene como recompensa el bienestar de nuestros hijos. Nuestro ejemplo será su esperanza.
Por eso durante el primer año hay que conseguir quitarnos las máscaras. No sirve escudarnos en falsedades. Ya no. La vida nos ha llevado al límite. Tenemos que actuar con sinceridad. Y hablarnos a nosotros mismos y a todos los que queremos con el corazón.

CUANDO LA REALIDAD SE ROMPE

Cuando los médicos nos comunican que nuestro hijo no va a vivir, lo que nosotros entendemos como nuestra realidad, se rompe. Nuestra concepción del mundo se derrumba. De pronto, nuestros conceptos; nuestra forma de pensar, de mirar, de sentir entran en lo que podríamos llamar otra dimensión. El tiempo se paraliza y vivimos en lo que se podría considerar la dimensión del dolor. Cualquier cosa, por grande, pequeña, abstracta o concreta que sea adquiere un matiz distinto, desconocido. El invierno, el verano, el otoño, la primavera, el sueño, la seguridad, el hambre, el calor, el frío, los árboles, el dinero, el mar, el trabajo, la gente… todo, absolutamente todo, deja de ser aquello que conocíamos.
En esa dimensión nos movemos como a ciegas. Nada es previsible, porque nunca antes hemos vivido algo así. Cualquier cosa, aunque sea algo tan simple como mirar el cielo, nos puede desencadenar un torrente de emociones incontrolables. Las punzadas de dolor llegan sin previo aviso. Y nos sentimos muy desamparados.
La dimensión del dolor, donde nos encontramos, está llena de miedo, culpa, tristeza remordimiento, confusión, rabia, incomprensión… Es asi. A ratos nos envuelve una de estas emociones, en otras ocasiones se mezclan, se funden hasta que una de ellas adquiere más intensidad y sobresale. Y esos sentimientos pueden variar en cuestión de horas, de minutos. Esto es el duelo: un túnel oscuro lleno de fantasmas.
Cuando nuestros hijos pequeños o adolescentes nos ven así, perdidos, todavía se asustan más. Están acostumbrados a que los adultos tengamos solución para todo y nos miran angustiados esperando una respuesta, algo donde agarrarse y mantenerse a flote. Nada sirve excepto el cariño que les podamos transmitir. En esos momentos, más que nunca, nos hemos de guiar por el amor. En el sentido más amplio y universal de la palabra. Hay que hacer un esfuerzo inmenso para escapar del pasado, del apego a nuestra vida de antes, y limitarnos a vivir cada instante como si fuéramos bebés. Intentando buscar en cada persona, en cada cosa o situación un resquicio de luz, de esperanza, de solidaridad. Luchar para ver el lado positivo. Igual que los escaladores ponen los cinco sentidos en cada paso, en cada metro de escención, así hemos de agarrarnos al lado bueno de la vida, dispuestos a cambiar a cada instante. Este es el objetivo. La salida. El camino es duro, porque nos encontramos inmersos en una locura de emociones. Tristes, muy tristes y con el corazón roto. Pero ¿de qué sirve quedarse en el sufrimiento? De nada. Sólo nos hunde más en la depresión. Lo mejor que podemos hacer con la vida que nos queda es vivirla, disfrutarla. Procurar estar bien es un acto de amor a nuestros hijos, a nosotros mismos y a todos los que nos quieren. Y ya se sabe que los pequeños aprenden con el ejemplo.

ELUDIR LAS TRAMPAS

El duelo está lleno de trampas. ¿Para qué comer, levantarnos de la cama, y, en definitiva, seguir si hemos perdido toda ilusión? Las negaciones que nos asaltan son infinitas y se resumen en: “si él no está, no nos merecemos nada”. Esta es la pauta que predomina. Pero cuidado con eso. Es como un espejismo y hay que desvanecerlo. Una buena manera de conseguirlo es imaginarnos que hablamos con nuestro hijo muerto. Lo tenemos delante y le decimos en voz alta todo lo que se nos ocurre. Sin limitaciones. Le podemos pedir perdón, manifestarle nuestro amor, explicarle nuestra desolación… Luego ponernos en su piel y contestar. Seguro que quiere lo mejor para nosotros, que se entristece si nos ve mal. Él desea que seamos felices. Nos quiere. Nuestro hijo no volverá. No le pidamos eso. No puede. Hay que afrontar lo inevitable. Nuestra vida aquí sigue y nos toca aprender a vivir de forma distinta. Por nosotros y por él. ¿Para qué sirve si no todo el cariño que nos dio y que todavía nos puede dar? ¿Permitiremos que caiga en saco roto? Seguro que no.

¿POR QUÉ HA MUERTO MI HIJO? ¿POR QUÉ NOS HA TOCADO A NOSOTROS?

 

Estas preguntas, aunque nos las hacemos todos los padres que pasamos por eso, no tienen respuesta y nos conducen inevitablemente a un callejón sin salida. La muerte de un hijo no puede entenderse desde la razón. De nada sirve darle vueltas a lo sucedido, intentando evitar lo que ya es irreversible. Recuerdo que cuando yo me preguntaba por qué, caía en lo más profundo de la desesperación. Los “por qués” no me ayudaban, ni la resignación tampoco. Lo que me ha permitido ver la luz al final del túnel es ir aceptando poco a poco la vida tal como es. Entender con el corazón que la muerte forma parte de la vida y que el amor que siento por mi hijo Ignasi es eterno, forma parte de mí, aunque no pueda verle ni abrazarle.

NADA ES PARA SIEMPRE (DIARIO)

 

15 de junio de l999

(Mañana)

¡Todos en casa tenemos tanto que aprender! Estamos construyendo una nueva vida, una nueva relación. Ahora somos tres y todo es distinto. La muerte de Ignacio nos ha enseñado que nada es para siempre. Que hay que estar constantemente dispuesto a reinventar la vida. A volver a empezar. Nunca se parte de cero. Todo lo que has andado, lo bueno y lo malo, forma parte de ti. Cuando nace un hijo, incluso cuando todavía se está gestando, ya percibe todo lo que le rodea y las emociones que experimente hasta los 3 años forjarán la base de su carácter y le predispondrán de una forma u otra ante la vida. Con el tiempo las personas tenemos la posibilidad de mejorar o empeorar, según juguemos las cartas de la baraja. Es decir, si aprendemos de nuestros errores, cada vez cometeremos menos, en cambio, si nos dejamos llevar por el miedo y lo que aparentemente nos parece más cómodo, seguramente perdamos buenas oportunidades para desarrollar nuestras capacidades y nuestra fortaleza interior.

APRENDER A CUIDARSE (DIARIO)

 

28 de junio de 1999

(Tarde)

Hace 10 días que no voy a trabajar. Estoy agotada y he pedido la baja laboral para recuperar fuerzas. Agradezco de todo corazón a Hymsa su comprensión. Todos mis compañeros, de una forma u otra, me han mostrado durante estos meses su lado más cariñoso. Pero mi profesión se encuentra ahora relegada a un último término. Necesito estar en casa para reencontrarme a mi misma y volver a empezar.

En la intimidad de mi hogar me siento bien, mucho mejor que fuera. Ahora no me importa limpiar, al contrario, parece como si al hacerlo ordenara también mi mente. Del exterior sólo me interesan mis amigos. De alguna forma, aunque hemos entrado ya en el verano, estoy invernando. En cambio, mi hijo Jaime, adolescente, está haciendo el camino inverso. Se está abriendo al mundo y esto me produce una inmensa satisfacción. Creo que hoy ha sido la primera vez que ha dormido en casa de un amigo, después del accidente, y ahora está en el cine con otro compañero. Esta descubriendo el valor de la amistad. Es valiente. Y a mí me produce mucha ilusión verle avanzar. Tengo la sensación de que los tres -Luís, Jaime y yo- estamos avanzando aunque debemos recorrer caminos distintos. Cada uno el suyo, con la ayuda de los demás.

Los progresos son lentos y profundos. Por ejemplo, desde la muerte de Ignacio he soñado muchas veces que me dejaban un bebé. Intuía que estaba mejor conmigo que con sus padres, pero cuando lo tenía en brazos, de un modo u otro caía y se daba un fuerte golpe en la cabeza. No se moría pero mi angustia era tal que me despertaba llorando. La impresión no se desvanecía durante el día y presentí que el inconsciente había dado con algo importante. Primero pensé que el bebé representaba a Ignacio pero luego me he dado cuenta de que soy yo. Porque el día que hablé con mis jefes para anunciarles -después de haberme costado muchísimo decidirme- que no volvería al trabajo hasta dentro de tres meses, soñé que el bebé que me dejaban era una niña y empezaba a andar cogida de mi mano. Y no sólo no caía, sino que la entregaba a sus padres, después de pasear juntas, plácidamente dormida.

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