COMPARTIR LO QUE SENTIMOS NOS VA BIEN
Estos días he estado leyendo un libro precioso “Una cadira buida”, de Emi Armengol, una madre a la que se le murió su hijo menor de accidente, hace unos años. Está escrito y publicado por Pagès editores en catalán. Lo recomiendo, transmite un amor y una fuerza serena que llega al alma. Las palabras de Emi, sus sentimientos, resuenan en mi corazón y me acompañan. No nos conocemos y, sin embargo, me siento unida a ella como me ocurre con otros padres que han aparecido en mi vida desde que murió Ignasi. Es gratificante comprobar lo bien que sienta compartir conocimiento y emociones. La escritura es una forma eficaz de hacerlo, pero no la única. Hay muchas maneras de comunicar lo que sentimos, de ofrecer a los demás la experiencia de lo vivido. Incluso, a veces, la sola presencia de determinadas personas, aunque estén calladas, es un bálsamo para los que la rodean. Suele ser gente de mirada luminosa y cálida, quizá porque sus ojos conocen la oscuridad.
MI RELACIÓN CON DIOS
No sé si es porque es Semana Santa pero hoy, al levantarme, he sentido el impulso de releer el libro de Deepak Chopra “Conocer a Dios”. Recuerdo que lo compré hace años en una librería de viejo, de las que venden ejemplares de segunda mano. Fue uno de esos libros que llegó a mí en el momento oportuno.
Con Dios he mantenido desde pequeña una relación apasionada. Me he sentido cerca o lejos de él, pero nunca indiferente. Cuando murió Ignasi, como muchas de las madres que me escriben, buena parte de mi rabia la lancé contra Dios ¿pero qué significaba para mí él entonces? ¿Por qué lo acusaba, qué espera de él? Supongo que veía a Dios como alguien que podía protegerme, alguien que cuidaba a los buenos y, de alguna manera, debía castigar a los malos… La sinrazón aparente de la muerte de mi hijo, la necesidad de trascender el dolor desgarrado me condujo por un camino espiritual nuevo.
En la infancia veía a Dios como un amuleto; “cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan”, recitaba de niña para ahuyentar el miedo que me acechaba de noche. De adolescente aquel Dios no me sirvió. Entonces para mí Dios era sinónimo de religión y yo pretendía alejarme de cualquier tipo de poder, de imposición, de normas que encasillaran mis ansias de experimentar en libertad.
No sabía que Dios iba unido al despertar de mi conciencia, a mi forma de ver y entender el mundo. Dios está hecho a la medida de cada uno. Ahora para mi Dios es amor, cuando siento amor estoy con Dios o, por lo menos, la energía que conforma mi ser vibra más cerca de él. Yo entiendo poco o nada de física cuántica pero intuyo que nosotros creamos nuestra propia realidad, que Dios no tiene que salvarnos de nada, que somos nosotros al juzgar lo que está bien o mal los que nos apartamos de la luz. La luz y la oscuridad son las dos caras de una misma moneda y cada uno tiene el poder de transformar lo aparentemente malo en bueno.
MIS FANTASMAS Y YO
Estoy en casa desde hace un montón de días convaleciente de una neumonía que me ha dejado sin fuerzas. Y así, del sofá a la cama, sin energía para leer ni un libro, no he tenido más remedio que conversar con mis fantasmas. Ayer, sin ir más lejos, estuvimos todo el día de visita la tristeza, el miedo y yo. Los dos me echaron en cara que desde hace tiempo los esquivo y no tuve más remedio que darles la razón. Es cierto, desde hace un par de meses una nube oscura me ha estado rondando y yo me ido haciendo la loca, intentando evitar la tormenta con excusas, hasta que el Universo, que es sabio, se ha sacado de la manga una parada obligatoria para reunirnos a los tres, sin prisas, en la intimidad de mi casa. Para romper el hielo, hemos estado jugando a las cartas. Cuando reparte la mano mi viejo conocido el miedo, un velo espeso y gris lo cubre todo y me pierdo en las penumbras de mi vida. Con el pecho oprimido me lleva a un bucle que parece no tener salida. Allí me quedo hasta que voy levantando una a una las cartas que me atemorizan. Solo cuando me tiene entre las cuerdas recuerdo que todo pasa, que el amor lo puede todo, que volveré a tener fuerza, que resistirme no sirve de nada, que poco antes de que llegue la luz del amanecer la oscuridad es intensa. La tristeza, que me quiere, intenta limpiar mi angustia con el llanto. ¡Me cuesta tanto llorar cuando tengo miedo! De estas tormentas salgo agotada pero contenta; he limpiado un poco más a fondo, creo, mis heridas. El miedo, satisfecho, ya se ha ido. Hoy solo me ha hecho compañía, a ratitos, la tristeza. Es más dulce, menos intensa.
LA BONDAD DE LA PACIENCIA
He tardado mucho en apreciar el inmenso valor de la paciencia. Tal vez porque nací acelerada –mi madre decía que salí de su vientre con la rapidez y la furia de un tapón de cava-. Aterricé en este mundo con prisas, como si llegara tarde. Y esa sensación de ansiedad me ha acompañado buena parte de mi vida.
La paciencia es la madre de la ciencia, decía mi madre cuando yo era pequeña y yo la miraba sin entender nada, como si me hablara en chino. A medida que iba creciendo podía entender la importancia de otras virtudes, ¿pero la de ser paciente? A esa no le encontré sentido hasta que llegó el parón seco de la muerte de Ignasi.
La impaciencia es compañera del orgullo, de la intranquilidad, del desasosiego, del vivir esperando algo que nunca llega. La paciencia en cambio es pausada, bondadosa, nos fortalece, nos invita a disfrutar de las pequeñas cosas, de las que tenemos hoy, sin perseguir las que quizá lleguen mañana.
La paciencia con uno mismo es un regalo. Si estamos mal y la invocamos, al cabo de nada estamos mejor. De su mano es más fácil recorrer la oscuridad, es una buena guía, conoce el camino, apuntala cada uno de nuestros pasos, tiene tiempo para abrazos, para reconfortar nuestro llanto… la paciencia nos muestra nuestro lado más humano, más bonito, más resplandeciente. Ya no digamos con los demás: ¡obra milagros! Permite que las personas que queremos florezcan, sin el agobio de nuestros reclamos. Convierte los errores, los suyos y los nuestros, en oportunidades de cambio, porque solo equivocándonos mucho avanzamos.
La paciencia nos muestra el camino porque cualquier movimiento del alma es lento.
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