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ESTAR DE DUELO ES CÓMO TENER FUEGO EN CASA

 

Los primeros años de duelo, sobre todo el primero, son muy intensos. Recuerdo que yo acababa el día rendida. Muchas veces a las nueve de la noche, incluso antes, ya estaba en la cama destrozada. No solo porque el dolor agota, también te deja sin energía el enorme esfuerzo que supone estar en constante alerta. Nunca como entonces había estado tan lejos de la vida, tan a la deriva, por eso, por instinto de supervivencia, pasaba días enteros procurando parar mi mente atormentada, intentando aferrarme a la energía del bien, a la luz, que no veía. “Gran Madre, ayúdame”, repetía como una oración silenciosa, como un mantra, para conectarme a la fuente, a la esencia, a Dios, al amor absoluto que tanto necesitaba. Esos días eran de una actividad interna enorme, como si tuviera fuego en casa.

Cuando las cosas van más o menos bien, cuando la existencia transcurre cotidiana, el barullo mismo de la vida diluye las sombras de nuestros pesares. Cuando vamos tirando, nos es más fácil ignorar la sensación de tristeza o vacío que a veces nos acompaña. Pero cuando la vida nos pone entre la espada y la pared, no hay tiempo para engaños. Todo lo que no reconforta al alma, hay que tirarlo, modificarlo, transformarlo. Hay que hacer limpieza a fondo, habitación por habitación, armario por armario, no sirven los apaños. Y hay que actuar deprisa, antes de que el dolor nos paralice y el fuego y el humo negro campen a sus anchas. Hay que mirar muy adentro, con la ayuda de una o varias terapias, de todos los ángeles y maestros. No hay que desperdiciar nada.

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