YO ME OCUPO DEL PRESENTE, DEL FUTURO QUE SE OCUPE DIÓS
Todos tenemos días malos por mil razones. La mayoría de las veces las preocupaciones que nos envuelven en ese nubarrón denso que nos tensa la espalda, nos deja sin energía o nos produce migraña, por decir algo, poco o nada tiene que ver con nosotros. Me refiero a que a menudo nos preocupamos por cosas que no están en nuestras manos resolver, problemas que en su origen no son nuestros y, al empeñarnos en quererlos solucionar, acaban creando ese nubarrón, esa fricción que nos deja agotados. Eso a mi suele sucederme a menudo y llevo tiempo intentando desactivar ese interruptor de alarma que generalmente se enciende cuando alguien de mi familia pasa apuros. Con facilidad me olvido que cada cual tiene que aprender sus lecciones, que en las cuestiones de la vida nadie puede examinarse por otro, que hacerse cargo del aprendizaje de los demás es un error que impide al ayudado y al que supuestamente ayuda crecer. Con eso no quiero decir que haya que quedarse con las manos cruzadas ante el sufrimiento de los demás. No. Me refiero a no hacer nuestros sus agobios. Asaber distinguir qué ayuda y qué ahoga. Hasta qué momento es bueno colaborar y cuándo es mejor retirarse. En el fondo, toda lección que ha de aprender alguien cercano encierra también una lección para nosotros.
Ante los conflictos que atañen a la constelación familiar tengo comprobado que lo mejor es coger distancia emocional para que el torbellino de energías subterráneas no me arrastre. Cuando se enciende el interruptor de alarma, antes de actuar por impulso, sin consciencia, movidos por los mecanismos que adquirimos de pequeños, conviene contar hasta diez, incluso hasta mil si es necesario y, mientras tanto, ir distrayendo la mente. A mi me funciona como terapia de choque algo tan tonto como puede ser ponerme a limpiar, pasar la fregona hasta dejar el suelo reluciente, por poner un ejemplo, mientras voy pidiendo luz y claridad.“Yo me ocupo del presente, del futuro que se ocupe Diós” decía la madre de Facundo Cabral.
EL DUELO SUPONE UN CAMBIO PROFUNDO
Cuando se atraviesa una crisis existencial inmensa como la que supone la muerte de un hijo, un hermano o cualquier otro ser al que amamos con locura nos enfrentamos a un cambio personal profundo. Cada uno de nuestros hábitos, de nuestros pensamientos, de nuestras creencias, incluso de nuestras células están ligados a este ser que ya no vemos, no oímos, no podemos abrazar…Eso provoca un dolor agudo, insoportable. Nuestros proyectos de futuro se desvanecen y debajo de nuestros pies asoma el vacío. De repente no hay camino, solo dolor. Los primeros meses yo necesité parar, llorar, sentir… Y lo he ido necesitando, en mayor o menor intensidad, muchas veces más durante estos 13 años.
El duelo supone un cambio íntimo y exige una transformación grande. El proceso es lento, casi imperceptible, como todos los movimientos del alma, y nada tiene que ver con lo externo. Por sí solo de poco sirve mudarse de casa o de país, por decir algo. La clave, lo que nos permitirá ver la luz después del túnel, reside en nuestro interior. Hay que ir atravesando capas de rencores antiguos, de angustias heredadas, de abandonos y desesperos hasta dejar al descubierto el amor y la confianza. La travesía hacia uno mismo es una aventura que produce temor, pero no hay alternativa. Lo demás nos deja atrapados en la vida de antes, en un laberinto imposible de sufrimiento. Si decidimos seguir adelante, tendremos que pasar muchos ratos con nosotros mismos en silencio, sin distracciones, curando nuestras heridas. El camino del duelo es solitario pero, si estamos atentos, aparecerán personas y situaciones que nos pueden echar una mano, como sucede en los cuentos de los príncipes que recorren bosques encantados. Si matamos al dragón, si enfrentamos nuestros miedos, podremos volver a la vida sintiendo el amor que nos une para siempre a nuestro ser querido muerto. No importa el tiempo que tardemos en conseguirlo ni las veces que caigamos en el intento. Tenemos una vida y encontrarle sentido es una buena manera de vivirla.
CÓMO ENCARAR EL DUELO
Hace unos días leí en una entrevista, que la periodista Cristina Jolonch realizó al psiquiatra Rojas Marcos, la siguiente frase: NO SE APRENDE DEL SUFRIMIENTO, SINO DE LA LUCHA POR SUPERARLO. Me llegó al alma porque a mi me parece que resume la forma sanadora de encarar el duelo.
El sufrimiento por la muerte de un hijo es inevitable, duele mucho la pérdida de un ser al que le hemos dado la vida y adoramos. Es más fácil morir que aceptar seguir viviendo después de un golpe así. Es cierto, pero si decidimos luchar, las posibilidades de aprendizaje, de aumentar nuestra fortaleza interior son enormes.
A los padres que se nos ha muerto un hijo la vida nos pone en una situación límite: o luchamos contra viento y marea o nos hundimos. No hay más. Si decidimos no tirar la toalla, naufragamos durante mucho tiempo pero, entre medio, vamos creando recursos que no solo nos permiten salir a flote, también nos serán útiles para afrontar nuevas tempestades. Nuestro esfuerzo ilumina a nuestros hijos vivos y muertos y, por qué no decirlo, a toda la humanidad. Porque todo ser humano que supera una prueba personal enorme, sea la que sea, abre un camino de esperanza para los demás.
En cambio, si no luchamos, el riesgo de dar vueltas alrededor del dolor sin avanzar un paso es grande y, con el tiempo, el desgaste va a ser tan extraordinario, la debilidad emocional tan grande, que cualquier revés, por pequeño que sea, probablemente se convierta en una montaña insuperable que, inevitablemente, nos remita a la angustia y desespero del inicio. ¿Pero contra qué o quién hay qué luchar? A mi entender la del duelo es una batalla que nos enfrenta a nosotros mismos y esa es la más difícil de las batallas. Si nos empeñamos en dirigir la rabia contra alguien o contra la vida misma estamos errando el tiro. Nosotros, como seres humanos, solo tenemos la libertad de transformarnos a nosotros mismos. Las circunstancias son las que son, pero todos tenemos la capacidad de inventar infinitas maneras de encararlas. Esa creatividad es un don que, incluso, ha permitido a algunos salir con vida de un campo de concentración.
Para mi la travesía del duelo consiste en soltar miedos y adquirir confianza. Morir vamos a morir todos, la diferencia, lo que da sentido a la vida, está en morir con el corazón desolado y seco o repleto de gratitud y amor.
MI RELACIÓN CON DIOS
No sé si es porque es Semana Santa pero hoy, al levantarme, he sentido el impulso de releer el libro de Deepak Chopra “Conocer a Dios”. Recuerdo que lo compré hace años en una librería de viejo, de las que venden ejemplares de segunda mano. Fue uno de esos libros que llegó a mí en el momento oportuno.
Con Dios he mantenido desde pequeña una relación apasionada. Me he sentido cerca o lejos de él, pero nunca indiferente. Cuando murió Ignasi, como muchas de las madres que me escriben, buena parte de mi rabia la lancé contra Dios ¿pero qué significaba para mí él entonces? ¿Por qué lo acusaba, qué espera de él? Supongo que veía a Dios como alguien que podía protegerme, alguien que cuidaba a los buenos y, de alguna manera, debía castigar a los malos… La sinrazón aparente de la muerte de mi hijo, la necesidad de trascender el dolor desgarrado me condujo por un camino espiritual nuevo.
En la infancia veía a Dios como un amuleto; “cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan”, recitaba de niña para ahuyentar el miedo que me acechaba de noche. De adolescente aquel Dios no me sirvió. Entonces para mí Dios era sinónimo de religión y yo pretendía alejarme de cualquier tipo de poder, de imposición, de normas que encasillaran mis ansias de experimentar en libertad.
No sabía que Dios iba unido al despertar de mi conciencia, a mi forma de ver y entender el mundo. Dios está hecho a la medida de cada uno. Ahora para mi Dios es amor, cuando siento amor estoy con Dios o, por lo menos, la energía que conforma mi ser vibra más cerca de él. Yo entiendo poco o nada de física cuántica pero intuyo que nosotros creamos nuestra propia realidad, que Dios no tiene que salvarnos de nada, que somos nosotros al juzgar lo que está bien o mal los que nos apartamos de la luz. La luz y la oscuridad son las dos caras de una misma moneda y cada uno tiene el poder de transformar lo aparentemente malo en bueno.
LOS BIORRITMOS DEL DUELO
Cierro los ojos y me voy a mi primer año de duelo. Ignasi murió de accidente, fue un shock tremendo, seco, que me dejó sumida en las tinieblas sujetada por esporádicos destellos de luz. De los sentimientos y emociones de aquellos tiempos hablo en “Volver a Vivir”, el diario que escribí durante el primer año de duelo. Los siguientes fueron parecidos al primero. Pasaba unos días bien, pero de repente porque llegaba otra primavera, otra navidad o porque la nostalgia, simplemente, se me hacía insoportable volvía a la desesperación, no se si bajaba más, pero mis fuerzas parecían agotarse porque los años de dolor desgastan y renombrar la vida conlleva un esfuerzo que me dejaba exhausta. El tiempo, por sí solo no arregla nada. Fue durante el segundo año que tuve que encararme con la rabia que me había producido la muerte de mi hijo. Durante el primer año estuvo disfrazada de tristeza. Fue un médico el que me dijo que la rabia me estaba envenenando, yo ni siquiera sabía que su fuerza me estaba matando. Como en los cuentos, atravesaba un bosque encantado y no sabía diferenciar a un dragón de otro de tantos que me asustaban. El dragón de la rabia por la muerte de un hijo es grande.Hablando poco se avanza. A mi me parece que es necesario un trabajo emocional y físico con un terapeuta especializado para liberarla. La tristeza va desapareciendo cuando soltamos la rabia. ¿Cuánto dura el duelo? Creo que no es posible contar por meses o por años. Lo que cuenta es mirar en nuestro interior y, como las capas de una cebolla, ir ahondando a través del dolor hacia el corazón de nuestra esencia. Nuestra alma, pase lo que pase, siempre está intacta y dispuesta a regalarnos serenidad y alegría. Por el camino encontraremos mil y una heridas, que hay que ir curando. El proceso sanador va unido a la confianza, en nosotros mismos y en el amor que hace posible la vida. La confianza va unida a la entrega. Si no soltamos, si nos aferramos al control, al pasado, a la culpa, si creemos que es demasiado tarde para cambiar, que no merece la pena… nos alejamos de nuestra esencia, de la luz, del amor puro, de Dios. Sin dar un sentido a nuestra existencia el bosque encantado se convierte en un laberinto imposible. A mi me va bien pensar que cada cosa que me sucede encierra un tesoro. A veces me lleva tiempo descubrir el lado bueno, pero sé, por experiencia, que lo tiene. Sé que tengo que tener paciencia para transformar dentro de mi lo que me impide encontrarlo. Lo demás es como es, pero yo puedo ir cambiando.
RESPETAR NUESTROS RITMOS
Al principio de mi duelo me sentía tan perdida y desconcertada como Alicia en el País de las Maravillas. Miraba por la ventana y me sentía extranjera en mi propia ciudad. Nada iba conmigo. Estaba desconectada de la vida. La cotidianidad de los demás me parecía extraña, estuve tiempo sin poder mantener una conversación trivial. No podía seguir las convenciones sociales. Salir a la calle requería un esfuerzo parecido a subir al Everest. En cualquier momento, de forma imprevisible, podía estallar dentro de mí una tormenta devastadora. No solo sentía un profundo dolor, temía volverme loca. Los amigos, las personas que te quieren, si no han atravesado un gran duelo, no saben como sostenerte. Es con el tiempo y poco a poco que una va aprendiendo a escuchar su corazón; a seleccionar las salidas, a decir no en el último momento, a tener paciencia con una misma cuando al abrir los ojos se presiente un día torcido… No hay un manual de instrucciones, porque cada duelo es distinto, pero a mi me parece que, al principio, el recogimiento y el silencio ayudan. Si no hay energía, lo mejor es estar quieta, intentando crear pensamientos amorosos que nos ayuden a recargar las pilas.
A los dos años de morir Ignasi, murió mi madre una noche de agosto, de repente, mientras Jaume, Lluis y yo estábamos en Cabo Verde, procurando contagiarnos de la alegría en estado puro que se respira en África. Aquella noche la pasé en vela sin saber por qué. De madrugada, cuando me llamó mi hermana volví a la cueva oscura, al tiempo sin tiempo, a la desconexión, al silencio… pero no me asusté, la muerte de Ignasi me ha enseñado que el duelo hay que atravesarlo, sabía que tenía que pasar por lo que pasé, que la muerte de un ser querido siempre nos cambia la vida, aunque nos resistamos. Después de la partida de Ignasi veo la muerte como un nuevo comienzo, no como un final.
TRATARNOS CON AMOR
A mi me ha costado mucho entender que tengo que cuidarme. Hacer ejercicio y comer sano está bien, por supuesto, pero me refiero a otro tipo de cuidados, como por ejemplo a hablar con sosiego conmigo misma. No es fácil. No sé si por razones culturales, porque soy mujer o porque ya llegué programada así, me es mucho más fácil intuir lo que sienten los demás que pararme a escuchar lo que necesita mi alma. Y me da pena, porque en cada uno de nosotros hay en esencia un niño que a menudo está desatendido y a veces maltratado.¡Qué poco nos respetamos a nosotros mismos! Yo, por ejemplo, a la que no me doy cuenta ya me estoy reprobando y criticando, como si fuera la madrastra mala de los cuentos. En vez de recordar mis aciertos, la especialidad de mi mente es encontrar, con la eficacia del mejor detective, mis desaciertos, por pequeñitos que sean. Para neutralizar esta tendencia, hace tiempo que decidí espiar a mi mente. No la riño ni la juzgo cuando se empecina en ponerse en lo peor, en mostrarme el lado oscuro. No quiero peleas ni disgustos, ella solo hace lo que venía haciendo. Con dulzura y suavidad le muestro parajes más claros, luminosos y bonitos. Me funciona muy bien el truco de mostrarle una foto mía, de pequeñita, con tres o cuatro años. Le es fácil ser amable con esa niña inocente y llena de vida. Entonces le digo que la coja en brazos, que la proteja, que la mime. Y así, despacito, despacito mi corazón se va ensanchando y el alma, agradecida, me regala momentos de calma.
PEDIR AYUDA PARA ATRAVESAR EL DUELO
En ocasiones he comentado en este blog la valiosa ayuda que he recibido de los terapeutas que he ido encontrando en el camino de mi duelo. Yo tuve la suerte de que ya en el hospital, la noche que cambió nuestras vidas, estuvo a nuestro lado nuestra amiga y doctora homeopática Elisabeth. La conocí muchos años atrás, cuando las otitis reiteradas de nuestro hijo pequeño, Jaume, me impulsaron a buscar alternativas. Ella nos dio la mano en los primeros días de oscuridad y nunca ha dejado de hacerlo. También nos arropó Tita, mi amiga y profesora de yoga y continúa haciéndolo a distancia ahora que vive en otro continente. Marcelino, el psicólogo al que acudimos todos en casa ha sido y sigue siendo otra luz en nuestro camino. He conocido diversas terapias energéticas y desde hace 10 años, una vez al mes, acudo a un taller de interpretación de sueños… Sí, tengo la suerte de contar con muchas buenas personas que me acompañan con su sabiduría. Dicen que estas personas aparecen, como los ángeles, cuando abrimos nuestro corazón, cuando nos mueve el impulso de estar bien, de atravesar las tinieblas, de conocernos mejor, de evolucionar, de abrazarnos al amor para seguir viviendo.
Aunque nadie puede andar nuestros pasos, pienso que no solo es lícito sino necesario contar con puntos de apoyo que nos sostengan cuando desfallecemos. Porque estar de duelo es como estar subido a una noria que no para, que parece que no tiene fin.
Cada persona es un mundo y cada duelo es personal y lo que va bien a unos tal vez no funcione en otros, pero eso no impide vencer el miedo o el orgullo y pedir ayuda porque el dolor aparcado, escondido, rechazado se convierte en una roca helada que oprime nuestro pecho y, tarde o temprano vamos a tener que hacerle caso… o enfermamos.
ASIGNATURAS PENDIENTES
A mi me parece que todas las personas tenemos algún punto flaco o varios. Me refiero a aspectos de la vida en los que tenemos más dificultades, como si fueran asignaturas que se nos resisten. A algunos tal vez les cuesta hacer amigos, muchos no tienen suerte en el trabajo, otros pasan verdaderos calvarios con las parejas o con el dinero… Para mí y para muchos de los lectores de este blog, el tema principal, el que me conmueve el alma son los hijos. Desde siempre, desde mucho antes de que muriera Ignasi, mis angustias, mi máximo temor gira alrededor de ellos. No porque hayan sido niños difíciles, no, al contrario, he tenido la suerte de tener dos hijos maravillosos. El temor al que me refiero es tan hondo que va más allá de la razón. Me recuerdo hace ya muchos años, antes de conciliar el sueño, repasando en la cama un día feliz y pidiendo, por favor, que cualquier prueba que me deparara la vida no tuviera que ver con los niños. Pero les ha tocado a ellos ser mis maestros. La muerte de Ignasi es y ha sido un gran aprendizaje, pero todavía me queda mucho que aprender con Jaume. Por ejemplo, un dolor de muelas intenso, como el que tiene desde hace tres días, es para mí una convulsión que me remite al epicentro de un dolor ancestral. Un miedo antiguo que tengo que ir desmenuzando para liberarle a él y a mí de un peso que nos impide amar sin temor. A nadie le gusta ver a sus seres queridos pasarlo mal, eso es obvio. Pero hacer nuestras sus emociones, sus pesares, no solo no ayuda en nada, sino que, al angustiarnos, nos convierte en menos eficaces.Lo sé y en eso ando. También sé que los puntos flacos, sean los que sean, guardan en su esencia un tesoro, un premio a la valentía de atravesarlos, de darles la vuelta y trasformarlos. Es así como se desvanecen los miedos. Nuestros hijos no son nuestros, son hijos de la vida, dice el poeta Khalil Gibran. En nuestras manos está amarles, apoyarles, ayudarles, pero no vivir su vida o pretender que vivan la nuestra. Sus retos están hechos a su medida, son las herramientas que les permiten crecer y encontrar un sentido a su existencia. Sin dificultades, no obtendrían logros. Y eso también sirve para los hijos muertos. No podemos retenerles, ni pretender que todo siga como antes, como si no hubiesen pasado al otro lado. Hay que soltar y soltar hasta que nos una solo el cariño.
CÓMO ATRAVESAR EL DOLOR
He pasado media vida intentando armar un caparazón que me protegiera del dolor. Es algo que aprendí instintivamente, debe formar parte de mi naturaleza. De pequeña y jovencita encajaba los pequeños o grandes sinsabores y los guardaba en lo más hondo de mí, bajo siete lleves, con la intención de que desaparecieran. No sabía hacerlo de otra forma, supongo; nunca he sido llorona y siempre me ha costado desfogarme gritando. A los treinta y pocos mi alma se descompuso después de un aborto y yo seguía sin saber qué hacer con el dolor más que encerrarlo. Gracias a esa sacudida, que arrastró con violencia todo el dolor que había ido guardando, empecé a escucharme: el yoga y la homeopatía me ayudaron. Pero hasta que la muerte de Ignasi no desbordó la presa y me arrastró al fondo, hasta casi ahogarme, no acepté el dolor como parte de la vida. Fue entonces cuando descubrí que encerrarlo, reprimirlo o ignorarlo era mucho más doloroso que sentirlo. El dolor y el miedo pierden fuerza cuando los reconocemos, cuando les otorgamos un espacio.
De hecho, cuando estamos dispuestos a vivir el dolor, cesa el sufrimiento. A partir de ahí, los terapeutas pueden ayudarnos. No es posible recoger cosechas sin labrar los campos.



Sígueme