YO ME OCUPO DEL PRESENTE, DEL FUTURO QUE SE OCUPE DIÓS
Todos tenemos días malos por mil razones. La mayoría de las veces las preocupaciones que nos envuelven en ese nubarrón denso que nos tensa la espalda, nos deja sin energía o nos produce migraña, por decir algo, poco o nada tiene que ver con nosotros. Me refiero a que a menudo nos preocupamos por cosas que no están en nuestras manos resolver, problemas que en su origen no son nuestros y, al empeñarnos en quererlos solucionar, acaban creando ese nubarrón, esa fricción que nos deja agotados. Eso a mi suele sucederme a menudo y llevo tiempo intentando desactivar ese interruptor de alarma que generalmente se enciende cuando alguien de mi familia pasa apuros. Con facilidad me olvido que cada cual tiene que aprender sus lecciones, que en las cuestiones de la vida nadie puede examinarse por otro, que hacerse cargo del aprendizaje de los demás es un error que impide al ayudado y al que supuestamente ayuda crecer. Con eso no quiero decir que haya que quedarse con las manos cruzadas ante el sufrimiento de los demás. No. Me refiero a no hacer nuestros sus agobios. Asaber distinguir qué ayuda y qué ahoga. Hasta qué momento es bueno colaborar y cuándo es mejor retirarse. En el fondo, toda lección que ha de aprender alguien cercano encierra también una lección para nosotros.
Ante los conflictos que atañen a la constelación familiar tengo comprobado que lo mejor es coger distancia emocional para que el torbellino de energías subterráneas no me arrastre. Cuando se enciende el interruptor de alarma, antes de actuar por impulso, sin consciencia, movidos por los mecanismos que adquirimos de pequeños, conviene contar hasta diez, incluso hasta mil si es necesario y, mientras tanto, ir distrayendo la mente. A mi me funciona como terapia de choque algo tan tonto como puede ser ponerme a limpiar, pasar la fregona hasta dejar el suelo reluciente, por poner un ejemplo, mientras voy pidiendo luz y claridad.“Yo me ocupo del presente, del futuro que se ocupe Diós” decía la madre de Facundo Cabral.
DEJAR DE SER ESCLAVOS DE LA CULPA
Está tan arraigada la culpa en nuestra cultura, que es casi imposible no sentirla. ¿pero nos es útil? Yo creo que no. Todos hacemos lo que buenamente podemos con nuestras vidas. Nos equivocamos muchas veces, pero eso forma parte del aprendizaje del ser humano. Es algo natural en nosotros, es nuestra manera de aprender. ¿De qué sirve lamentarnos de lo que hubiésemos podido hacer y no hicimos? Sólo podemos actuar en el presente.
Quedarnos con la culpa nos paraliza, nos ancla en el sufrimiento, nos produce resentimiento hacia nosotros mismos. Y así es imposible salir adelante. Lo que sí puede ayudarnos es pedir perdón, de corazón, a las personas a las que hemos hecho daño, estén vivas o muertas y perdonarnos a nosotros mismos.
Tampoco sirve para avanzar echar las culpas a los demás de nuestras desgracias. Sea lo que sea lo que nos haya sucedido, nosotros podemos elegir la actitud con la que lo afrontamos. Podemos envenenarnos con el odio o apostar por curar las heridas hasta que vuelva a brotar el amor en nuestras vidas.
LOS REPROCHES PUDREN EL ALMA
Mientras hay vida es posible rectificar y aprender de los errores.Nunca nos deberíamos acostar sin la sensación de estar en paz con uno mismo. Si actuáramos siempre así, cuando muriese algún ser querido nos quedaría la tranquilidad de que le hemos dado lo mejor de nosotros mismos. Pero la existencia es complicada y todos arrastramos malentendidos y equivocaciones. Recriminar al otro sobre algo que hizo o dejó de hacer es entrar en un callejón sin salida. El pasado no puede modificarse, sólo es posible intervenir en el presente. Si para nosotros lo de antes tiene un peso tan enorme que nos impide avanzar, si representa un sufrimiento añadido convivir con la pareja después de la muerte de nuestro hijo, entonces es mejor romper la relación. Siempre es preferible una separación, para uno mismo y para los hijos, que vivir en un reproche constante, sin amor ni esperanza.
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