De los regalos que me han hecho mis muertos, hay uno que me encanta, que valoro mucho porque me ayuda a vivir con menos miedo, más segura y agradecida.

 

Empecé a disfrutarlo, por primera vez, cuando el desgarro por la muerte de mi hijo me daba algún respiro. En esos destellos de luz, aunque duraban poco, sentía un amor infinito. ¿Cómo era posible conectar con algo tan sublime, en medio de tanto dolor?

 

El amor que nació en mi al ser madre está presente, vive en mi para siempre. Al tomar conciencia de eso, la vida pasó a ser un lugar más agradable.

 

Ahora, al morir Lluís, mi compañero del alma, el padre de mis hijos, vuelvo a sentir esa conexión amorosa que nace de dentro y regresa a mi de la forma más inesperada.

 

Un amigo sabio, muy querido, me consoló una vez, hace años al decirme que «cuando hay amor, la presencia física no es absolutamente imprescindible, pues el amor hace presente al ausente». Cuánta verdad encierran sus palabras.

 

El amor no tiene límites ni depende de nada, va más allá de la muerte, es algo íntimo, que nos pertenece, que nos enriquece a todos. Por eso notamos a nuestros muertos vivos en nuestro corazón. Por eso somos capaces de volver a amar la vida, de abrazar y dar cariño a los que están aquí. De disfrutar de las cosas sencillas, de mirarnos con ternura.

No hay nada más gratificante que dejar brotar el amor en estado puro que hay en cada uno de nosotros.

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